Pulsión, locura, escritura: la fascinante pluma de Unica Zürn

Hay ocasiones que la escritura es sintomática. Algo vinculado con el cuerpo se deshace de los límites orgánicos, se traspasa a la letra y constituye lo discursivo de una forma que parece casi natural. Escritura atávica, carente de guía racional, cuyas leyes se sumergen en el dictado de lo pulsional. Unica Zürn (1916-1970) es, a su vez, un caso evidente de este tipo de escritura. Al leerla (y observar sus dibujos que acompañan a su letra) resulta evidente que algo de su escritura está relacionado con lo inconsciente que se coagula en nuestro cuerpo.

La edición de su texto El hombre del jazmín, que ha editado magistralmente Wunderkammer, está acompañada de otros tres textos: Notas de una anémica, La casa de las enfermedades y El blanco con el punto rojo. Pese a la división discursiva, no obstante, hay varios hilos que unen los cuatro textos, configurando verdaderos hilos de Ariadna que homogenizan el desarrollo de su pensamiento. Sin embargo, dichos hilos no se delimitan fácilmente, sino que más bien están anudados, interprenetrados, formando una especie de madeja que conecta irremediablemente los diversos puntos de su obra. Madeja que, obviamente, complejiza la lectura pero que también atrae irremediablemente, fascina de manera irresistible a quien se adentra en su lectura.

Uno de esos hilos cruciales es la locura. Zürn, cuyo diagnóstico vacila entre la esquizofrenia y la psicosis maníaco-depresiva, plasma brillantemente los vaivenes de su locura a través de metáforas, descripciones, relatos oníricos y de alucinaciones. Pero, más allá de esta cuestión descriptiva, formalmente podemos apreciar estas turbulencias en una escritura que se escinde entre el ansia de minuciosidad, por un lado, y la parquedad compositiva, por otro, así como el cambio de la primera persona a la tercera en el último texto, consecuencia del alejamiento de sí misma, de la disyunción subjetiva a la que se ve atravesada.

Resulta interesante apreciar cómo y cuándo sitúa el desencadenante de este desorden. Será a partir de su encuentro con el «hombre del jazmín» cuando su mundo se dislocará absolutamente e irrumpirá un estado en el que la euforia se hibridará con la depresión, en el que la megalomanía colindará con la misantropía.  El hombre del jazmín emerge en un momento en el que ya de por sí su mundo se está descomponiendo: la separación de sus padres a temprana edad se erigirá en un acontecimiento trascendental para ella en el momento de comprender de qué manera su microcosmos se resquebraja (así como la percepción de los engaños familiares, del rechazo materno para con ella, del desarraigo patológico que se va formando paulatinamente…). En ese intente, la soledad se adueña de ella, la lógica del secreto la convierte en algo inconmensurable, inalcanzable, pese a que uno de sus objetivos (y destino existencial) sea dejarse encontrar, tal y como ella lo relata en el último texto. Fracaso rotundo. Sólo el hombre del jazmín es capaz de verla en su mismisidad, de cartografiar su esencia, como si sus enigmáticos e hipnóticos ojos azules (crucial es la insistencia del color e intensidad de los ojos, así como del cabello blanco…) tuviesen la energía arrolladora de penetrar su carne, atravesar su organismo y dirigirse hacia el lugar en el que se aloja su secreto.

De ahí que esa aparición revista tintes contradictorios, aporéticos, paradójicos. Hay algo siniestro, unheimlich, en la aparición del hombre del jazmín. Por un lado, es la irrupción de la salvación, del diálogo, de la complicidad, ya que el monólogo puede romperse y ella puede compartir su secreto, pero también es la perdición, la destrucción definitiva, la desestabilización final que la aleja definitivamente de las lindes de la cordura. El alguien a quien amar, pero también, odiar. Amante-enemigo que sólo permite una relación a distancia, un vínculo al margen, en consecuencia, de toda posesión:

El enemigo no tiene ni un cabello mío, ni siquiera me ha estrechado la mano, tampoco me ha dado un beso y, aun así, consigue amasarme y apretarme, atravesarme y, al final, devorarme.  

Su compañía es pedagógica, su presencia ausente es una paideia en la que distancia y pasividad serán los principales hallazgos. También, como se apuntaba más arriba, la ruptura con los límites de la realidad, los desvaríos y delirios serán experiencias cruciales para Zürn. Enseñanza perversa de este maestro oscuro, sin embargo, ya que ello implica cierta posición masoquista que no dejará de acompañarla a lo largo de su vida. Más allá de cualquier identificación concreta (Mortimer, Michaux…), definitivamente el hombre del jazmín es la encarnación espectral de la muerte, del final anhelado, buscado y poetizado por Zürn.

No obstante, antes de llegar al fin, su cuerpo, obviamente, se ve sometido a las consecuencias de la locura. Cuerpo medicalizado, maltrecho y trillado por la farmacología, pero también por sus propios desvaríos, Zürn intenta redimirse en la escritura como sea. Una escritura que sabe que la muerte será su destino definitivo. Una muerte que no rehuyó y que esperó con impaciencia. Con tanta impaciencia que, finalmente, acabó por ir en su busca.

Una muerte que no temo, con la que cuento en secreto desde hace mucho, pues me prometo toda su poética, la poética que espera mi romántico ánimo de morir.

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