Sócrates en el ágora: filosofía y ciudadanía

Sócrates (470-399 a.C.) es una de las figuras históricas sobre las que más se ha especulado en términos biográficos. Porque, en efecto, no es mucho lo que de él se sabe con seguridad. Es fácil imaginarlo como filósofo, como pensador y sabio de la Grecia clásica en su faceta más noble e intelectual, pero su vida personal y su manera de actuar han quedado siempre sujetas a un extraño misterio. Su método de filosofar, llamado mayéutica, consistía en el ejercicio de la constante e insistente pregunta, y no por casualidad fue apodado como “el tábano de Atenas”. Sus máximas pueden ser resumidas en la fórmula que empleó Platón en la célebre Apología de Sócrates: “Una vida que no se examine a sí misma no es una vida digna de ser vivida”.

Pero descendamos a la arena de la vida. A aquella convulsa y multiforme Atenas, fragua en la que se curtió Sócrates. Frente al sobrio y frugal gusto de Esparta, Atenas se gloriaba de ser la capital de aquella gloriosa Grecia en la que, sin embargo, un excéntrico ciudadano de rasgos mediterráneos y nada norteños, de nombre Sócrates, no parecía mostrar nunca interés alguno por el aspecto más material de la existencia. De hecho, parece que en los últimos años de su vida optó por un modus vivendi muy austero, cercano a la pobreza, y no cuidaba en absoluto su apariencia (que, se dice, dejaba mucho que desear en lo referido al aseo), si bien su brillantez intelectual nunca se vio por ello mermada. Pero ¿cuál fue el recorrido que convirtió al Sócrates más vigoroso, joven y apasionado en la barbuda, desaliñada e inolvidable figura que, con el paso de los años, llegó a ser el maestro de maestros de la tradición filosófica occidental?

Ya fuera como honorable combatiente de guerra, como enamorado de mancebos e inteligentes e influyentes mujeres o como insidioso cuestionador de las convenciones sociales, la gran lección que el Sócrates ciudadano de Atenas nos da es la de practicar el necesario diálogo entre seres humanos, pues era así como más cómodo se sentía, entre las gentes de la ciudad. No practicó dicho diálogo tanto para llegar a alcanzar la verdad, como para cuestionar y confrontar nuestras opiniones con y frente a los otros en el ágora, en medio de la plaza pública. En contra de la corriente sofística, que sólo pretendía hacerse con la razón y ganar el combate dialéctico con argumentos de todo tipo –aun cuando se trataran de argumentos falsos–, Sócrates sostuvo que el mérito y aspiración de la filosofía es justamente el de carear el propio conocimiento con el de los otros y llegar a tener el valor de asumir que podemos estar equivocados.

Es por esta razón por la que el filósofo de Atenas no escribió nada: por su convicción de que la auténtica sabiduría se practica y emerge en el discurso y, sobre todo, en la acción moral comprometida. Y fue así, también, como repercutió enormemente en sus contemporáneos. Desde muy joven, Sócrates se interesó por el autoconocimiento, y, debido a ello, su ocupación principal cotidiana era la de entablar distintas conversaciones con cualquiera que estuviera dispuesto a debatir y enfrentarse dialécticamente con él. Poseía un enorme magnetismo personal, y su fama sólo puede ser comparada en nuestros días a la de una estrella del pop o a la de algún célebre influencer.

Esta actitud, que a algunos les resultaba hilarante o ridícula, hizo que se rodeara de numerosos y fieles seguidores que deseaban escuchar su palabra o entablar diálogo con él. Pero, como contrapartida, también se ganó legiones de detractores, que lograron imponerle la fama de pervertidor y corruptor de la juventud que cuestionaba sin pelos en la lengua los convencionalismos sociales establecidos en la ciudad ateniense. Para hacerse una idea de su relevancia, sólo hay que tener en cuenta el número de miembros que compusieron el jurado que, finalmente, le condujo a la muerte: nada menos que quinientos.

Fue incluso considerado, por sus enemigos, como un especialista en repartir facilona moralina (o, como hoy lo llamaríamos, autoayuda) a diestro y siniestro, señalado (falsa e injustamente) por cobrar por sus “desviadas” enseñanzas. El mismísimo Aristófanes, escritor satírico, se refirió a Sócrates en su obra Las nubes (423 a.C.) como una “pensadería” que reparte consejos al mejor postor, al igual que cualquier empresario dispensa y administra sus productos y recursos con el fin de enriquecerse. También se le presentaba como un hombre de vida alegre, solaz y despreocupada que iba de acá para allá buscando la compañía del joven más bello, al que embaucaba con su retórica para retozar con él bajo la sombra de un olivo, o como alguien que no dudaba en aprovecharse de las riquezas de algún acaudalado mecenas. Estas sátiras tuvieron tal éxito en la Atenas de Sócrates que no sólo se transmitían a través del boca a boca, sino que, como auténticos best sellers, se editaban y difundían con normalidad. Resulta comprensible, por tanto, que la imagen de Sócrates se viera mermada a medida que estos discursos que deformaban su imagen se hacían cada vez más conocidos.

Este afanoso empeño por vilipendiar a Sócrates, podemos suponer, sólo respondía a la envidia que despertó la ejemplar fama que el filósofo había ganado como fiel guerrero en la batalla de Delion y, antes, en la de Potidea. Una actitud que le hizo muy famoso: su respeto por la ley, se dice, siempre fue modélico. Pero tampoco podemos desmerecer las opiniones de Aristófanes (y otros autores satíricos), porque, muy probablemente, el Sócrates-hombre, más allá del Sócrates-mito, reuniera algo de todas estas características sin que llegaran al paroxismo con el que quedaron expuestas por tales escritores. Aquel individuo sin duda genial, de dotes intelectuales brillantes, poseía también, muy probablemente, una vertiente desenfrenada que, por cierto, quedó refrendada por su desmesurado ahínco por amainar nuestras más excesivas pasiones.

Por ejemplo, leemos en el diálogo platónico Gorgias (507 d-a) que “El que quiera ser feliz ha de perseguir y ejercitar la moderación, así como huir de la indisciplina lo más rápido que uno pueda […], de modo que haya justicia y moderación para el que se propone ser dichoso, y así debe obrar, sin dejar que los apetitos se queden sin recibir disciplina y que por intentar colmarlos, mal inacabable, se lleve vida de bandido”. Por su parte, ahondando en el mismo asunto, el Sócrates del diálogo Protágoras no consideraba que el placer constituyera un fin suficiente de la vida (aunque sí moderadamente necesario), ni mucho menos que la vida pudiera reducirse al placer. ¿Retrata aquí el afán socrático por calmar nuestras pasiones a un hombre avasallado por ellas? Lo cierto es que, para Sócrates, debemos “calcular” con gran cuidado los placeres a los que nos dejamos someter, y eso significa conocer su medida. Pero si conocemos su medida, ¿debemos también haberlos antes probado?

Todo apunta, por estas y otras obsesiones socráticas, a que el filósofo, antes de serlo, fue un joven muy ardiente y entusiasta, sujeto a todo tipo de vaivenes pasionales: desde el amor sentimental al amor sexual, pasando por su valeroso y aguerrido carácter mostrado en combate, hasta llegar a su gusto más que probable por las bebidas espirituosas. Y aunque sí parece cierto, por testimonios de la época, que atemperó tales actitudes con el paso de los años, es más que probable que muchos de esos impulsos quedaran latentes en el Sócrates más reflexivo. Sólo más tarde, como también le ocurriera al Tolstói más maduro, habría caído en la cuenta de que una posición moderada en la vida es lo que más conviene a las complejas fluctuaciones de nuestro ánimo. No contamos con testimonios directos del propio Sócrates, y por tanto su imagen siempre quedará sujeta a la interpretación: bien de sus más amigables seguidores o continuadores (Jenofonte, Platón, Aristóteles) o bien de sus más duros y cáusticos enemigos.

Como también ocurre en el caso de Epicuro, es posible que la tradición cristiana haya dulcificado, o incluso silenciado, los rasgos del Sócrates más impetuoso. Pero no cabe duda alguna de que nuestro protagonista debió tener un fuerte y decidido carácter que cautivaba y encendía los ánimos de quienes de él se rodeaban. El magnetismo y fascinación que despertaba se deja ver en un diálogo como Cármides, en el que un glorioso Sócrates no duda en acudir al gimnasio a ejercitar su cuerpo recién llegado de la batalla de Potidea, quedando sus interlocutores asombrados. Su sentido de la justicia y de la honradez parece probado, y no dudaba en criticar el exceso de individualización: pero ¿habría huido de las redes sociales y los medios de comunicación un Sócrates actual? En tanto que Sócrates deseaba repercutir en el sano funcionamiento de su ciudad, es probable que hubiera empleado todos los medios a su alcance.

Nos cuenta Jenofonte que Sócrates se opuso con dureza a su fiel discípulo Critón cuando éste se quejaba amargamente de la molesta y bulliciosa vida ateniense, lo que, al parecer, le impedía desarrollar con libertad y sosegadamente su espíritu. Sócrates no duda entonces en enfrentarse a él y le recomienda que, para preocuparse por la justicia de todo un pueblo, es necesario difundir la concordia entre ciudadanos, y que para ello es preciso practicar la moderación, la cordialidad y la amabilidad. Fuera de la ciudad, el individuo es nada, y muy bien lo sabía Sócrates, en una época en la que el destierro era moneda corriente en la práctica de la justicia, o cuando él mismo tuvo que acudir al campo de batalla.

En el Gorgias (513 a), las palabras de Sócrates son a este respecto muy elocuentes y llamativas: “¡Iguálate a la ciudad en que habites, y así, ahora hazte lo más semejante posible al pueblo de los atenienses, si quieres serle caro y tener influencia en la ciudad!”. ¡Influencia! Sócrates, podemos concluir, deseaba y precisaba de la celebridad y la influencia para poder diseminar sus convicciones. Y de seguro lo consiguió a través de un verbo astuto (aunque no intrigante), contundente y claro que siempre conducía hasta sus límites intelectuales a su interlocutor. Mas, por otro lado, reivindicaba igualmente la función pública de la ciudad como conglomerado de personas que tienen un origen y, sobre todo, unas leyes en común. Aunque muy seguramente habría estado en desacuerdo con una política expansiva como la de Alejandro Magno, porque Sócrates ya criticó, sin tapujos, la deriva “democrático-imperialista” que en sus tiempos cobraba el gobierno de Pericles, y no tenía problema en denunciar los gastos excesivos en cargos públicos innecesarios para el sano funcionamiento de la polis.

Sócrates, que no nació entre gentes ricas ni nobles, ni era miembro de la aristocracia (como Platón) o ni siquiera de la burguesía, que tuvo que curtirse a sí mismo, fue todos estos hombres. El comprometido y diligente ciudadano pero también el ácido e irónico crítico de las instituciones cuando éstas se excedían en sus funciones; el moderador del ánimo y del espíritu pero también el apasionado individuo doblegado por las emociones; el adversario de las más bajas pasiones pero también el hombre que cayó (con gusto) en el embrujo de la carnalidad y el placer sexual; piadoso y mesurado por lo general pero, cuando tocaba, contundente, tajante y categórico (aunque en absoluto iracundo); el enemigo de la más vacía sofística pero, a la vez, el aglutinador y aguijoneador de las masas que no dudaba en exponer públicamente sus doctrinas éticas; el circunspecto y meditabundo pensador pero, igualmente, alguien que no eludía la fama y sus ventajas; y, en fin, el sobrio y comedido filósofo pero, también y sobre todo, el ardiente hombre que vivió y se nutrió de la experiencia cotidiana para poder dar forma a uno de los pensamientos más influyentes de la historia de la humanidad. Primum vivere deinde philosophari.

8 comentarios en “Sócrates en el ágora: filosofía y ciudadanía

  1. Indagar sobre la vida diaria de Sócrates, da curiosidad no solo intelectual, pueda que el morbo delate un intento por derogarlo. Que haya sido de carne y hueso lo expuso sin duda a pasiones juveniles que por su modesta procedencia debiían de haber tenido limitaciones en uns sociedad donde la aristocracia tenía más ventajas. Esta marginalidad debe haberlo curtido y se expresa en la ironía socrática por todos conocida. Solo en estac condiciones pudo haberdesarrollado la mayéutica que le resultaba grata para buscar un modo de lograr un posicionamiento intelectual que resulta incómoca para mucha gente hasta ahora.
    Ser sometido a una discusión de ese tipo debió haber irritado a muchos aristócratas y o comerciantes influyentes que lo llevaron a juicio con la sentencia, que luego de su defensa fue mucho peor, pues solo logró irritar más al jurado compuesto por numerosos jueces cuyo fallo lo acató con una dignidad, que hasta ahora nos asombra.

    Me gusta

    • Filosofo y sabio, aunque no podría a ver sido de otra forma con resabios, en esencia y presencia, de una evidente y contradictoria condición humana…….DFR.

      Me gusta

  2. Ostroponios el Oscuro en su «Amenaza a los Corintios» ponía en cuestión gran parte del pensamiento de la Hélade. Influido por la ausencia del tercero excluyente proveniente del pensamiento védico (una cosa puede ser cierta falsa ambas cosas o ninguna) Ostroponios cree que estamos en deuda con el placer y que todo absolutamente todo lo demás es fútil. Uno de sus comentarios «para qué tener ideas si puedes tener cosas» de su célebre imprecación resume perfectamente el grosor de la inutilidad del pensamiento abstracto.

    Me gusta

    • Los cuatro principios lógicos de Aristóteles, son falsos. La lógica dialéctica griega es falsa, ya el griego Crísipo se dió cuenta. La lógica tetraléctica, admite que una cosa piuede ser cierta, falsa, ambas cosas o niguna. Los tiwanakotas y los inkas ya la usaron antes que Crísipo. Los vándalos difícilmente la entenderán.

      Me gusta

  3. Los textos del señor Serrano tienen «alma».
    Su aproximación a los temas que elige es inteligente con lenguaje sencillo, lo que demuestra sabiduría. Los disfruto mucho.
    ¡Gracias, señor Serrano!

    Me gusta

  4. Pingback: Sócrates en el ágora: filosofía y ciudadanía – Ateneo Libertario Carabanchel Latina

  5. Pingback: «Cómo podré vivir sin ti». Historia de una amistad: las cartas entre Hannah Arendt y Hilde Fränkel. – Andando tras tu encuentro…

¿Algo que decir?