Artículo aparecido en el libro Philipp Mainländer. Actualidad de su pensamiento, publicado recientemente en México, escrito por Carlos Javier González Serrano, editor, gestor y crítico cultural. Presidente de la Sociedad de Estudios en Español sobre Schopenhauer (SEES) y secretario de la Sección Española de la Internationale Philipp Mainländer-Gesellschaft
Resumen
Aunque la figura y el pensamiento de Philipp Mainländer (1841-1876) cobran un protagonismo cada vez más justo y relevante en el panorama académico del estudio de la historia de la filosofía, aún permanecen, sin embargo y en gran parte, desconocidos para una amplia capa de alumnos y profesores. A pesar de ello, su influjo resultó fundamental en el devenir del pensamiento europeo decimonónico (Nietzsche, Freud), así como en el desarrollo de la filosofía y la literatura del siglo XX (Thomas Mann, Cioran, Caraco, Akutagawa Ryunosuke, Zapffe) e incluso del XXI (David Benatar). La obra capital de Mainländer, su Filosofía de la redención (Philosophie der Erlösung, 1876), recoge el resultado de sus investigaciones, así como su testamento filosófico y, podría decirse, vital. Pocas existencias se han mostrado tan coherentes como la del pensador de Offenbach am Main, quien puso fin a sus días tras haber descubierto que el devenir (Werden) del mundo se encamina hacia la nada (Nichts), hacia el no ser, en virtud de una pura voluntad de morir (reiner Wille zum Tode) que mora en el corazón de todo lo existente. A partir de tales premisas, en este breve texto se ponen en valor los conceptos de «dignidad» y «libertad fragmentada», mediante los cuales el ser humano ha de enfrentarse al que, quizá, sea su único y auténtico destino: la muerte.
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“Nadie está tan solo en el Todo como quien niega a Dios”
[Niemand ist im All so sehr allein als ein Gottesleugner].
Jean Paul Richter
Erstes Blumenstück. Rede des Toten Christus vom Weltgebäude herab, dass kein Gott sei
En agosto de 1789, pocos días después de la toma de la Bastilla en París, mientras gran parte de Europa veía nacer un nuevo mundo –alumbrado con toda clase de dolores de parto en la capital francesa–, Jean Paul Richter (1763-1825) anotaba las primeras líneas de un texto que, con el tiempo, se convertiría en su célebre Discurso de Cristo muerto, sin duda uno de los documentos fundacionales del moderno nihilismo. En él asistimos al desarrollo de un espectral sueño que el autor sintió, como él mismo confesó en carta, transido de miedo y temblores. Un sueño en el que se dejan escuchar los murmullos –cada vez más audibles– de un todavía incipiente ateísmo por boca de un atrevido espíritu, aparecido nada menos que en medio de una iglesia, y que proclamaba la vanidad de todas las cosas («der Eitelkeit aller Dinge»). Más aún: en la reformulación definitiva del texto (1795), Jean Paul proclamaba que no era ya un espíritu cualquiera, sino Cristo quien comunicaba «desde lo alto del edificio del mundo», que «Dios no existe». Tal era la hondura del problema planteado que la mismísima Madame de Staël, tan bien considerada en los entornos culturales europeos de alto copete, tradujo al francés el panfleto nihilista de Jean Paul en 1810, traducción autorizada por el propio autor.
Uno de los fragmentos más contundentes del Discurso de Cristo muerto, que puede a la vez ponernos sobre la pista de Philipp Mainländer (1841-1876), es el siguiente:
[L]a mano del ateísmo despedaza [zersprengt] el entero universo espiritual, fragmentándolo [zerschlagen] en innumerables puntos-yo [Punkte von Ichs], como gotas de mercurio brillantes, centelleantes, errabundas, fugitivas, que se encuentran y se separan sin unidad ni consistencia […]. [H]abiendo perdido al Padre supremo se aflige, huérfano su corazón, junto al inconmensurable cadáver de la naturaleza, que medra en la tumba y al que ya no anima no cohesiona el Espíritu del mundo; y el incrédulo se aflige así en el tiempo, hasta que él mismo se desprende como una escama de ese cadáver.[1]
Sin entrar a analizar con detenimiento el texto de Jean Paul, lo que parece evidente tras su lectura es que nuestra vida, una vez que «el Padre» nos ha abandonado, no es otra cosa que un “suspiro de la naturaleza, o nada más que su eco” (“der Seufzer der Natur oder nur sein Echo”), un tránsito carente de suelo o razón (Grund), un movimiento trazado en el reino de la sempiterna disolución, de la nada. Bajo este esquema, el infierno de Dante no cobra la forma de un universo paralelo o subsiguiente a la existencia terrena o natural, sino que se instala en el seno mismo del alma humana. El descenso hacia sus más abisales profundidades nos instalaría en la constatación, y más tarde asunción, de un universo huérfano, abandonado a sí mismo, situado en el escenario donde una incómoda pero necesaria libertad debe ser acogida y practicada tras haber sido arrojados al mundo, allí donde el Cristo de Jean Paul suspira: «He atravesado los mundos, subido hasta los soles y volado con las galaxias a través de los yermos del cielo; pero no hay ningún Dios [aber es kein Gott]. He bajado hasta donde el ser proyecta sus sombras, me he asomado al abismo y gritado: ‘¿Dónde estás, Padre?’. Pero no he oído más que la eterna tormenta que nadie gobierna»[2]. Las órbitas están vacías (leeren) y lo que llamamos eternidad (Ewigkeit) no es más que el caos donde ésta se roe y se rumia a sí misma.
Por otro lado, en la obra filosófica cumbre de Mainländer, la Filosofía de la redención (Philosophie der Erlösung, 1876), encontramos un fragmento en el que el pensador de Offenbach am Main se expresa de forma muy parecida a Jean Paul. Así, leemos:
Esta unidad simple [Dios] ha existido[ist gewesen], pero ya no existe[sie ist nicht mehr]. Se ha hecho añicos [zersplittert], transformando su esencia completa y enteramente en el mundo de la pluralidad. Dios ha muerto y su muerte fue la vida del mundo[Gott ist gestorben und sein Tod war das Leben der Welt]. […] Además, nosotros ya no estamos en Dios[sind wir nicht mehr in Gott], pues la unidad simple se ha destruido y ha muerto. Por eso estamos en el mundo de la pluralidad, cuyos individuos están enlazados por una firme unidad colectiva[3].
Tanto Jean Paul como Mainländer anuncian un mismo hecho: la desaparición de Dios del escenario de los asuntos humanos. Ahora bien, mientras que en el texto de Jean Paul es Cristo, esto es, un espíritu privilegiado –e incluso muerto y después resucitado en una eternidad allende la existencia terrena–, quien avisa a los hombres de que están solos, expuestos del todo y para siempre a su libertad, y de que, en fin, ha intentado buscar a Dios y sólo ha dado con «órbitas vacías», en Mainländer se trata de un análisis epistemológico de la realidad que redunda, a fin de cuentas, en un análisis metafísico que el propio investigador lleva a cabo. La diferencia resulta imprescindible y tendrá consecuencias, por ejemplo, en la manera en que Friedrich Nietzsche (1844-1900) plantea su particular muerte de Dios en La gaya ciencia (sabido es que Nietzsche, aunque de manera ocasional, leyó y estudió a Mainländer entre los años 1876 y 1888).
Entre Jean Paul y Mainländer, al igual que entre éste y Nietzsche, se da una llamativa progresión en el concepto de libertad, o mejor, en el diferente estado-de-libertad en que la muerte de Dios deja al ser humano. En Jean Paul contamos con la autoridad de Cristo, quien asegura no haber encontrado a Dios: el hombre, en este sentido, ha de realizar un (segundo) acto de fe, es decir, creer en el testimonio nihilista de Cristo. En este sentido, el hombre no deja de estar sujeto a una autoridad, a una revelación y, por tanto, lo que de él haga el propio hombre seguirá dependiendo de lo que un tercero le ha comunicado. Sigue anclado, en cierta forma, a la heteronomía del testimonio de lo sagrado.
En Mainländer, a diferencia de Jean Paul, es la investigación del filósofo –es decir, la investigación de un ser racional que escruta la realidad a hombros de sus capacidades intelectuales– la que conduce a la constatación de la muerte de Dios. Una investigación, por cierto, que el autor declara plenamente “inmanente”, en contraste con la aserción trascendente de Cristo en el texto de Jean Paul. A pesar de la dificultad de este estudio que pretende conocer lo trascendente a partir de lo inmanente (ámbitos que, a juicio de Mainländer «quedan separados por un abismo que el abismo no puede traspasar de ninguna manera»), contamos sin embargo con «un hilillo» que une a ambos: ese hilillo es la existencia[4]. De ahí que «el verdadero origen del mundo no puede averiguarlo nunca un espíritu humano. Lo único que podemos y nos es permitido hacer […] es concluir el acto divino por analogía con los actos que en el mundo»[5]. En Mainländer, el mundo no es más que el medio elegido por la divinidad para alcanzar su fin: el absoluto no ser. Y es que «Dios conoció que solamente a través del devenir [Werden] de un mundo real de la pluralidad; sólo a través del ámbito inmanente, es decir, del mundo, podría ingresar desde el supra ser [Übersein] en el no ser»[6]. La unidad primigenia (Ursein), hastiada del ser absoluto, y en su decisión de dejar de ser para no ser nada (Nichts), eligió la pluralidad, y de su mano el devenir, para hacer realidad su libre voluntad: «El no ser ha debido, desde luego, ser preferido al supra ser, pues, si no, Dios, con su perfecta sabiduría, no lo habría elegido».
Asistimos aquí a la formulación de una de las tesis más radicales y originales de Mainländer: el tránsito hacia la nada absoluta no es sólo decisión de una voluntad absolutamente libre, sino, lo que es más importante, de la inteligencia más perfecta y poderosa. La nada se convierte, así, en la herramienta de Dios para llegar a su plenitud. Una plenitud, pues, que debemos entender como el supremo acabamiento del ser, que partió del Absoluto y que, hecho añicos, está viviendo su particular odisea a través del universo hacia su postrera meta, la nada.
Por eso cualquier ser integrante de esa pluralidad, es decir, todo lo existente a partir de la disgregación de Dios, de aquella unidad primigenia, tiende de manera espontánea, e incluso podría decirse «naturalmente», a su autodestrucción en el no ser. Tal es uno de los puntos más singulares del pensamiento mainländeriano: el descubrimiento de la «pura voluntad de morir» (reiner Wille zum Tod). Tal descubrimiento nos pone sobre la pista de una crítica velada al maestro Arthur Schopenhauer (1788-1860), quien, como es sabido, postulaba la existencia de una voluntad que nos empuja hacia la perseverancia desaforada en el ser, en la existencia, sea ésta como sea y bajo cualquier circunstancia. En Schopenhauer, incluso el más infeliz de los hombres quiere la vida, aunque la quiera, a fin de cuentas, al precio de la muerte. La vida es en Schopenhauer el escenario en el que la voluntad tiene la oportunidad de redimirse de su propio imperio, aunque, en la existencia de un hombre cualquiera, puede muy bien llegar al fin de su periplo sin haber siquiera recapacitado en este asunto[7]. En Mainländer, sin embargo, ese querer la vida no es sino un medio inconsciente a través del cual se manifiesta la voluntad de morir, de manera que el reino orgánico no es otra cosa que “la forma más perfecta para la mortificación de la fuerza” que mueve el mundo.
Como he defendido en diversos escritos y conferencias, puede hablarse en este punto de una honda «enfermedad ontológica». Si bien la voluntad de vivir imprime su sello en todo cuanto existe, empujándolo hacia la vida, ese impulso no es más que la máscara, el pretexto encubierto, que oculta el auténtico fin del universo, la nada. En este punto, las palabras de Mainländer resultan no sólo llamativas desde el punto de vista filosófico, sino también bellas desde una perspectiva literaria:
En el hombre, pues, la voluntad de morir, que es el impulso más íntimo de su ser, no está solamente recubierta por la voluntad de vivir, como en el animal, sino que se eclipsa completamente en lo más profundo, desde donde se manifiesta, de tarde en tarde, como un profundo anhelo de reposo. La voluntad pierde completamente de vista, y del pensamiento, su fin, y se aferrasólo al medio[8].
Una vez que somos conscientes de esta no-realidad (en tanto que la realidad se aproxima a su negación), de esta existencia que se encamina hacia la nada irremediablemente, y todo garantizado, además, por la omnipotencia libérrima de la inteligencia más pura, es decir, por Dios, no queda más (ni menos) que asumir el transcurso del universo hacia su meta. Todo, al fin y al cabo, sigue un primer y ciego impulso, patrocinado por la divinidad, de manera que “el mundo no es conducido por delante, ni dirigido desde arriba, sino que se ve arrastrado por sí mismo”[9]. No debemos negar la voluntad de vivir, como en Schopenhauer, porque tal voluntad sea un impulso insano y casi irreprimible, sino porque, a juicio de Mainländer, seguir los dictados de esa voluntad de vivir significa contravenir el decurso natural del mundo, que se dirige hacia el no ser. Cuando esto se ha conseguido, cuando, a través de la virginidad, primero, y después mediante el libre abandono de la vida, seguimos los dictados de aquella voluntad de morir, aduce Mainländer que nos hemos liberado, que nos hemos redimido a través de la auténtica filosofía de la redención, mientras que quien afirma activa y fervientemente su voluntad de vivir no puede encontrar redención alguna en la muerte, sino más bien una triste y dura condena. Este último es el hijo del mundo, mientras que aquél, ya redimido, es el hijo de la luz, un sabio que:
… elige solamente el estremecimiento de la aniquilación, al considerar las ventajas de la nada absoluta, y renuncia al placer; pues tras la noche, llega el día; tras la tormenta, la dulce paz del corazón; tras el cuelo tormentoso, la pura cúpula etérea, cuyo brillo muy rara vez turba la más pequeña nubecilla (el desasosiego provocado por el impulso sexual), y luego la muerte absoluta. ¡La redención de la vida y la liberación de sí mismo! [Erlösung vom Leben, Befreiung von sich selbst][10]
De esta manera se forja el héroe sabio (weise Held), el “fenómeno más puro y noble que hay en el mundo”, en contraposición a quien decide afirmar, demoníacamente (el término lo usa el propio Mainländer, en el sentido de maníaca o fanáticamente), la vida. Ésta es ya una manifestación de la voluntad de muerte por designio divino. El universo, aunque nihilizado en sus efectos (también en sus causas y en su desarrollo), sigue siendo en Mainländer un producto de Dios, de quien, sin embargo, hemos heredado una libertad fragmentadaen virtud de la cual nos es posible decantarnos, si bien trabajosamente, por un acabamiento que coincide con la finalidad del mundo. Aquí encuentra la plenitud el sistema mainländeriano, y, de su mano, también el Absoluto se (re)encuentra consigo mismo en la noche de los tiempos: allí donde un ser se redime, Dios está más cerca de alcanzar la finalidad de su obra, el no ser, «la nada absoluta, el vacío absoluto, el nihil negativum«. ¡Todo, así, se consuma!, exclama el propio Mainländer.
Como escribía en uno de sus poemas, no anhelamos otra cosa que el «reposo en el corazón» y una «paz dorada»[11]. Sólo un camino resta hacia la nada, y es la muerte. En otro de sus poemas, escribía Mainläner: «Oh, cuán vana, cuán triste / es la lucha por la existencia. Aprende, ¡oh, hombre!, / como primer principio de la sabiduría que por un bien / tu alma está en vilo. […] ¡Aprende a amar con el espíritu, mortifica / el amor del corazón; y bendice con alegría / cada hora que más cerca de la tumba / te conduce!»[12]. Al igual que en Schopenhauer, en quien la dignidad se corresponde con el valor de hacer frente al imperio de la voluntad de vivir para, finalmente, negarla a través del ascetismo y, llegado el caso, la muerte voluntaria por inanición, en Mainländer la dignidad tiene que ver con el ser racional que se ha redimido, con quien ha aceptado que la existencia es un simple medio para que la voluntad de morir –impresa en todos los corazones desde la primigenia disgregación de Dios en la pluralidad– lleve a cabo su propósito final, esto es, alcanzar la nada. Si bien, hay que hacerlo notar, mientras que en Schopenhauer se trata de una muerte fenoménica, es decir, de un ser individual que decide poner fin al estorbo que supone su manifestación en el mundo, en Mainländer la muerte adquiere un tinte metafísico, incluso trascendental, pues con nuestro acabamiento contribuimos, como piezas del escenario de la posibilidad de la Nada, a que el designio divino hacia el no ser se haga realidad. Un proceso que Mainländer puso de manifiesto, en forma literaria, a través de su novela Rupertine del Fino[13]. La vida, en fin, es la dura y constante batalla (Kampf) por la liberación –o redención– de sí mismo, en la que ni siquiera Dios queda indemne.
Más allá de la muerte no nos aguarda un Reino Celestial ni un Infierno: aquella libertad fragmentada, proveniente de la unidad primigenia, nos propone en última instancia una auténtica y radical apuesta por la nada absoluta. La mediación es la vida; el tránsito es la existencia; el resultado es el no ser. Mainländer no aboga por inútiles consuelos o estériles bicocas, sino por arrojarnos al desnudo ejercicio de nuestra libertad. Así preparaba el camino para la llegada del mediodía nietzscheano, para la entrada de Zaratustra… Pero antes, y ya en él, está configurada no sólo buena parte de los dictados más originales de Nietzsche, sino también una gran porción de los pensamientos más radicales de los existencialistas del XX e, incluso, de otros autores más cercanos en el tiempo como Albert Caraco, Emile Cioran o Akutagawa Ryunosuke.
Si a algo nos emplaza la muerte de Dios en Mainländer es a la posibilidad, siempre abierta, de hacer uso de la mencionada libertad fragmentada: a través de su decisión de no ser, es Dios quien pone en manos del ser humano la posibilidad de desaparecer, de dejar de ser sí mismo para convertirse, exactamente, en nada. ¿Cabe acaso una decisión más radical, y quizá –así lo dice Mainländer– más valiente que elegir la muerte por mor de la muerte misma?
He mostrado […] que cada cosa del mundo es voluntad de moririnconsciente [unwebusster Wille zum Tode]. Esta voluntad de morir está oculta, especialmente en el hombre, por la voluntad de vivir, porque la vida es un mediopara la muerte, algo que se expone incluso ante el más obtuso: morimos incesantemente, nuestra vida es una lenta lucha con la muerte, en la que diariamente la muerte gana poder frente a cualquier ser humano, hasta que apaga la luz de la vida en cada uno de nosotros[14].
[1]Vid. Jean Paul, Alba del nihilismo, Akal: Madrid, 2005, p. 47.
[2]Ibid., p. 51.
[3]Mainländer, Philipp, Filosofía de la redención, Ediciones Xorki: Madrid, 2014, “Física”, pp. 137-138. Trad. de Manuel Pérez Cornejo, ed. de Carlos Javier González Serrano.
[4]Ibid., “Analítica de la facultad cognoscitiva”, p. 69.
[5]Ibid., “Metafísica”, p. 339.
[6]Ibid., p. 338.
[7]Vid. sobre este asunto el estudio preliminar del autor de estas líneas en el libro Schopenhauer, Arthur, Parábolas y aforismos, Alianza Editorial: Madrid, 2018 (edición, selección y traducción de Carlos Javier González Serrano), cuyo título reza “Pesimismo que redime”.
[8]Mainländer, Philipp, Filosofía de la redención, ed. cit., “Metafísica”, p. 346.
[9]Ibid., p. 348.
[10]Ibid., p. 352.
[11]Vid. Mainländer, Philipp, Diario de un poeta (Aus dem Tagebuch eines Dichters), PyV: Madrid, 2015, p. 43. Ed. bilingüe de Manuel Pérez Cornejo y Carlos Javier González Serrano.
[12]Ibid., p. 147.
[13]Existe traducción española en Mainländer, Philipp, Rupertine del Fino. Novela filosófica, Guillermo Escolar Editor: Madrid, 2018. Trad. de Manuel Pérez Cornejo, epílogo de Carlos Javier González Serrano.
[14]Mainländer, Philipp, Filosofía de la redención, ed. cit., p. 394.
Curarse de la enfermedad ontológica que padece nuestra especie humana, es todavía un privilegio que pocos han logrado. Muchas quedaron en el camino convertidos en estatuas de sal, al pasar junto a ellos es un espectáculo sobrecogedor, que amedrenta a cualquiera, se requiere mucho valor para recuperarse. Y, aún recuperados ya nadie está libre de las recaídas.
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Cómo se puede conseguir el libro publicado recientemente en México?
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