Cábala y poesía mística: el caso de Muerte sin fin de José Gorostiza

blake_ancient_of_days.jpgComo suele ocurrir con cualquier conocimiento esotérico que pretenda revelar la esencia recóndita del mensaje divino, la Cábala nació y se transmitió rodeada de misterios, siendo un secreto accesible a pocos, muchas veces temido y susceptible de fabulaciones. Para algunos, su origen se remonta hasta los inicios del mundo, pues habría sido revelada por Yahveh primero a Adán, luego a Abraham y finalmente a Moisés, junto con las tablas de la Ley. La diáspora le sirvió de caldo de cultivo, quizás porque la lengua y la comunidad del libro sagrado eran lo único que unía al pueblo judío tras generaciones de destierro, pero el contacto con otras culturas la fue nutriendo de ideas mágicas, filosóficas y religiosas procedentes de contextos ajenos a su propia tradición. El momento de emergencia en esta historia subterránea se produjo en la España del siglo XIII con el sefardí Abraham Abulafi, quien dio a conocer diversas técnicas para interpretar las letras del alfabeto hebreo con el propósito de alcanzar la unión con Dios. Se trataba, por tanto, de una mística contemplativa, extática, cuyo objeto de exaltación era el nombre divino, el Tetragrámaton. Poco después, el rabino sefardita Moisés de León escribía el Zohar o Libro del esplendor, fijando los principios hermenéuticos para una mística teosófica, menos elitista que la anterior, pues explicaba el proceso de la creación con el fin de ofrecer una orientación ante los problemas del mundo y del hombre. Según el propio autor, el texto se basaba en antiguos manuscritos de Shimon bar Yojai, místico judío del siglo II, inspirado por el profeta Elías, quien había vivido en una cueva estudiando la Torá durante treinta años.

El principal objetivo de la Cábala es descubrir en el Pentateuco el mensaje de una inteligencia infinita que nada ha dejado librado al azar y que hizo del Verbo instrumento de creación con sólo pronunciar el «Hágase la luz». Toda su práctica se concentra en la certeza de que el lenguaje contiene la totalidad del mundo. Por eso, la hermenéutica cabalista busca el significado escondido en los textos bíblicos penetrando esa supuesta unidad de sentido que son las frases completas y no se detiene en su análisis hasta llegar a las mismas letras. El lugar que éstas ocupan en el conjunto del discurso adquiere una peculiar relevancia semántica, al completar la comunicación divina, como si se tratara de una escritura cifrada, criptográfica. De hecho, contrariando el orden histórico que hace nacer primero la palabra hablada y luego la escritura, los cabalistas creyeron que el origen de todo remitía a los signos gráficos que, incluso, podían ser reemplazados por números. Pero la cábala no fue únicamente un método interpretativo; construyó un sistema de teosofía, que compartía muchos puntos en común con el neoplatonismo y el gnosticismo (por ejemplo, la idea de que el origen del mundo se encuentra en la caída o que, tras su completa degradación, éste retornará a lo divino). A partir del Renacimiento, sus doctrinas fueron asimiladas, junto con la magia, por la religión cristiana. No obstante, los textos inspirados en ella son reconocibles aun cuando aparezcan en tradiciones aparentemente muy alejadas de la hebrea. Y lo son por las imágenes que utilizan y los conceptos que evocan.

A pesar de su sigilo, la Cábala sólo podía recluirse en el silencio como medida de protección ante el acoso desatado por la constante vigilancia de la ortodoxia religiosa dominante. En oposición a la mística pagana –pensemos, por ejemplo, en los misterios eleusinos, donde estaba prohibido a los participantes revelar su contenido–, la tradición judía despliega una actitud positiva frente al lenguaje, que en gran medida comparte con todas las religiones reveladas y, en particular, con las otras religiones del libro, aunque en un sentido más fuerte que en las demás. Sería lógico pensar, entonces, que su lugar natural de expresión debía haber sido la poesía, dada la capacidad que ésta tiene de poner al lenguaje contra las cuerdas, independizándolo del acto de denotación y de la mera descripción, para producir nuevos significados que configuren otros mundos, distintos del de la percepción sensible. Sin embargo, no es esto lo que ocurrió, tal vez porque ello implicaba un reto a la divinidad y una blasfemia, que habría abocado a un desenlace fatal semejante al de las dramáticas leyendas rabínicas sobre la creación del golem. No hay una poesía mística en el judaísmo como sí la hay, por ejemplo, en el cristianismo con Meister Eckhart, san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila, o en el sufismo islámico con Rumi y sus seguidores, o en el budismo zen con Matsuo Basho y la tradición del haiku. El Cantar de los Cantares, que sirvió como modelo a la poesía religiosa para presentar a Dios bajo la figura del amado, sólo contiene poemas eróticos que celebran el amor sexual de una pareja sin que se sepa exactamente quién fue el autor y cuál su intención. La posterior exégesis alegórica que interpreta la relación pasional entre los amantes como un matrimonio místico de Cristo con su iglesia es muy posterior. Por supuesto, sí hay textos teóricos –como el de Isaac Luria, quien tanta influencia tuvo en el Romanticismo–, pero se limitan a sugerir, nunca a explicitar, porque no pretenden sustituir el proceso de aprendizaje personal de los iniciados sino sólo apoyarlo. Curiosamente, en el ámbito poético, la Cábala siguió su camino subterráneo y afloró puntualmente, asociándose a otras fuentes ocultistas, por ejemplo, en algunos poetas de lengua inglesa, como William Blake o William B. Yeats, para renacer con mucha fuerza en la lírica hispana de finales del siglo XIX y gran parte del XX en autores tales como Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Amado Nervo, José Gorostiza, Jorge Luis Borges, Juan Eduardo Cirlot, Clarisse Nicoïdski (quien, siendo francesa, escribe en sefardí), José Ángel Valente o Juan Gelman.

jose-gorostiza.jpg«Muerte sin fin» es uno de los poemas más extraordinarios en lengua española del siglo pasado, compuesto por el mexicano José Gorostiza y publicado en 1939. Sus metáforas desafiantes, de una belleza inédita y contradictoria, están construidas atendiendo a la visión cabalística, que, para explicar la génesis del mundo, parte del Tsim Tsum, es decir, de la idea de que sólo la necesaria contracción de la energía divina que todo lo llena puede permitir la aparición de lo finito. La presencia en la ausencia constituiría la huella en los seres vivos de una creación hecha desde la nada por un dios que, en cierto sentido, va perdiendo fuerza en su descenso a través de los distintos niveles de lo creado para finalmente elevarse, una vez que ha tocado fondo. Según Mónica Mansour, el contacto de Gorostiza con la cábala se produjo cuando fue diplomático en Londres y se relacionó con la Orden Hermética del Alba Dorada, una sociedad iniciática de ocultismo y magia, ligada a la masonería, de la que también el poeta era miembro. La secta se consideraba depositaria del saber hermético, gnóstico, teosófico, cabalístico, alquímico, teúrgico, así como de la tradición mágica rosacruz. A ella habían pertenecido prestigiosos escritores (Bram Stoker, W. B. Yeats, Bernard Shaw o H. G. Wells), además del polémico brujo Aleister Crowley, quien fue expulsado por el líder de la Orden, McGregor Mathers, autor del libro La cábala sin velo.

Puede que el título del poema confunda al lector no avezado en tal tipo de mística. Aclaremos que éste no es, sin más, el relato mítico de una muerte sin fin sino el de una creación infinita, constante, que emana a partir de lo divino inabarcable y escurridizo al pensamiento, desde la oscuridad de la nada, abriéndose paso hacia la luz, alumbrándose a sí misma, para desdoblarse y descender en cada fase hacia la existencia, por trinidades donde cada posición se relaciona con las de su mismo nivel, pero también con las inferiores y superiores. Al nacer como decía Hermann Hesse en Demian, se hace necesario romper el cascarón y abandonar o aniquilar la situación previa. Por eso, la llegada al mundo se produce en la angustia del ahogo, con llanto, dolor y deslumbramiento. De igual manera, el momento de la creación es el del quebranto, la catástrofe que augura la separación del todo, dejando a cada uno librado a sí, y el cataclismo que engendra la caída, donde los ángeles se estremecen con sus «alas rotas en esquirlas en el aire», hasta aterrizar en el lodazal que recubre la tenebrosa base del abismo. Es el momento en que el ser se distiende para hacer surgir de sus pliegues agrietados el tiempo y la dualidad, por donde se abre paso lo demoníaco. Pero también es el «cóncavo minuto del espíritu», la figura de la razón o del lenguaje, que acoge el contenido caótico, con lo cual se genera un itinerario ascendente que limita lo infinito e informe, para dar lugar a la belleza, a la conciencia y a lo humano. En esa ruta, la poesía actúa como espejo del acto creador, porque igual que había dicho Novalis «en todo poema el caos debe resplandecer a través del velo regular del orden». Pero, además, en ese «rito de eslabones» se va erigiendo una cosmogonía repetida a cada instante, siempre mecánica, inocente, más allá del bien y del mal, pura sobreabundancia que se goza a sí misma al hacerse transparente, como «un ojo proyectil que cobra alturas» y que, al refractarse y reflejarse, consuma su deseo de volver a la unidad originaria, lo cual sólo se logra con la muerte.

La creación universal, representada en el árbol judaico de la vida, se desenvuelve a través de diez emanaciones sefirot, mediante las cuales lo divino, que se desborda a sí mismo, es canalizado. Gorostiza desarrolla semejantes estaciones a través de cada una de las diez estrofas que componen la obra. Las sefirot son esferas que contienen la energía, le dan forma y se hacen una con ella, como sucede con cualquier líquido, que se acopla perfectamente al recipiente y adquiere su figura, abrazado por «una red de cristal que lo estrangula». La energía de Dios, el contenido puro, que sin continente se derramaría para disolverse en la nada, se representa con el agua, porque como afirma el Génesis (1:2) al principio, «la Tierra estaba desordenada y vacía y había oscuridad por encima del abismo y el espíritu de Dios flotaba sobre la faz de las aguas».

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí ahíto me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un turbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante oh paradoja constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
Más que vaso -también- más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!

Éste es el inicio del poema, que arranca en el momento inmediatamente posterior a la caída con una metáfora desconcertante y aterradora, donde se muestra al individuo lleno de sí, sitiado por un dios inasible que lo inunda hasta ahogarlo, matándolo con su presencia. La imagen abre a dos perspectivas opuestas de una misma situación: somos en Dios y, a la vez, él está en nosotros, como una esponja en el mar según decía san Agustín en sus Confesiones–. De esta manera, se indica que el camino más directo hacia lo divino consiste en internarnos en nosotros mismos. Para ello, hay que desapegarse del mundo y apropiarse de la chispa de luz que brilla en la intimidad de cada uno, dejando al margen todo egocentrismo. A su vez, eso significa que la creación no se considera algo externo sino un proceso espiritual que se engendra a diario en la profundidad del propio ser. Dicho de otro modo, el absoluto es inmanente y en cada instante se encuentra la eternidad.

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Semejante contradicción espanta al pensamiento lógico y genera paradojas que sólo pueden ser expresadas por la poesía, como se aprecia, por ejemplo, en los famosos versos de «Grano de mostaza» de Meister Eckhart, donde el maravilloso desierto se encuentra cuando uno se pierde, y sale al paso cuando uno escapa de él, porque está aquí y allá, lejos y cerca, profundo y elevado, sin ser esto ni aquello, claridad y tiniebla, liberado de todo comienzo, de todo fin y de toda imagen que se le pudiera dar. Como dice Gorostiza, el entendimiento mata, anquilosa la vida:

–¡oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado

Y la mayor de esas contradicciones es que sólo se accede al ser desde la nada, mediante la negación del yo, que clausura toda perspectiva haciéndola desaparecer en la inmensidad de Dios. Pero la cábala no se detiene en las prácticas ascéticas y contempla el regreso a lo Uno tras la dispersión, proclamando –como san Francisco de Asís– que la vuelta comienza con la alegría, el disfrute y el amor hacia todo lo creado, es decir, con la pérdida gozosa de la identidad en comunión con los demás:

Pero en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz
–ay, hermano Francisco–,
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres
antes turbios por la gruesa efusión de su egoísmo
de mí y de Él y de nosotros tres
¡siempre tres!

Es como si, mediante ese ojo que atisba la creación a través de los seres humanos, lo divino consiguiese enamorarse de sus propias creaciones y pretendiera atraerlas hacia sí. El proceso tiene siempre para el poeta un doble registro: vivir es morir y el enamorado, quien enamora. Por eso, se permite terminar el poema con un texto ambiguo, no sabemos si en clave de irreverencia o de humor, que trae ecos de «Augurios de inocencia», cuando Blake se refiere a la divinidad que termina embelesada de sus obras, porque contienen trazas de ese gesto suyo que las animó:

Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!

2 comentarios en “Cábala y poesía mística: el caso de Muerte sin fin de José Gorostiza

  1. Nuestra especie humana es proclive a las fabulaciones, estas ejercen un atractivo seductor que puede llegar a la delusión. Una fatal decisión errónea que enajena por completo a la persona. Disfrutar de las fabulaciones es grato, el riesgo es terminar dependiendo de ellas, por generaciones, por milenos, hasta la consumación de los siglos, amén…

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