El llamado Siglo de Oro de la literatura española nos ofrece un considerable material para la reflexión filosófica: desde los místicos y el Quijote hasta Quevedo y Gracián. Calderón de la Barca supone a este respecto el máximo exponente del teatro áureo. De las ciento veinte comedias y dramas que se conservan del autor, El alcalde de Zalamea pasa por ser, junto a La vida es sueño, la obra más universalmente conocida de nuestro teatro clásico. Casi ningún otro drama ha sido tan estudiado por la crítica especializada ni tan alabado en todo tiempo de manera tan unánime. Aunque la confección de la obra se inspirara en el título homónimo de Lope de Vega, la versión de Calderón eclipsó por completo a la de aquel primero.
Calderón, autor único en la creación de símbolos, optó por la confección de personajes dotados de una profunda personalidad, sinceros y, en palabras del director teatral Eduardo Vasco, «asombrosamente apegados a la realidad». Vasco explica en uno de sus libretos dedicados a El alcalde de Zalamea que «don Pedro elige aquí una forma que transmite una extraordinaria sensación de realidad. Narra una historia de tal potencia que, aun tomando como eje fundamental el tema tan español del honor, nos sigue conmoviendo, porque comprendemos y compartimos sin obstáculos el drama en su contexto».
Calderón es sin duda hombre de su tiempo –aunque escriba sin embargo, y también, para el nuestro–. El tema del honor (el «honor del alma, que es cosa de Dios», dirá a lo largo de la obra Pedro Crespo, interpretado ya tantas veces por el magnífico actor Joaquín Notario en el montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico), tan candente en la actualidad, inunda la intervención de todos y cada uno de los personajes –que parecen gozar, como decimos, de una existencia absolutamente normal (es conveniente recordar el final de la obra, donde se dice: «Con que fin el autor da / a esta historia verdadera: / sus defectos perdonad»)–. Es por ello, por la enorme fuerza del personaje principal (Pedro Crespo), por lo que nada será lo mismo después de los cuatro días de agosto en los que su familia se ve obligada a convivir con la milicia real.
Este poderoso personaje, dotado de gran fuerza dramática, echa por tierra toda aspiración de vanagloria y considera el código del honor caballeresco como extraño a él, bárbaro y ridículo. El honor «del alma», el verdadero honor, no puede depositar su fuente en la adquisición de bienes perecederos, de consignas y títulos efímeros; más bien ha de consistir en la presuposición de que respetaremos absolutamente los derechos de cada uno y que, además, jamás emplearemos en nuestro beneficio medios injustos o ilícitos.
De entre las muy numerosas tensiones que las normas y la estructuración de la sociedad imponen a nuestra libertad, Calderón pone su atención en las del honor, un autor que vive inmerso en una sociedad dominada por la apariencia. Aunque, hemos dicho, Calderón explique en El alcalde de Zalamea que el honor pertenecer al alma y a Dios, lo cierto es que se halla sujeto a la opinión de los demás: honra, fama, opinión.
Si algo hay que evitar es el escándalo, aunque ello conlleve vivir encerrado, casi aislado. Un asunto espinoso, el del honor caballeresco, del que el propio Calderón no pudo escapar: desde 1634 comienza a ser considerado como el poeta de la corte; todas las fiestas reales cuentan con la representación de alguna de sus obras. En 1637 es nombrado por el rey Caballero de la Orden de Santiago. Más tarde, tras algunas experiencias militares, ostentaría numerosos títulos de los que don Pedro siempre se sintió orgulloso (por ejemplo, capellán mayor de la Congregación de Presbíteros Naturales de Madrid y capellán de honor del propio rey).
En El alcalde de Zalamea Calderón plantea la tensión entre el ser y la apariencia, y nos invita a reflexionar sobre la absorción del ser del hombre en su ser social. Qué mejor escenario que el del drama para escenificarla, allí donde la acción de unos personajes influyen tan decisivamente en la de sus semejantes. Un honor, el caballeresco, que mina cualquier tipo de relación, familiar o de amistad, y que establece entre los individuos una incómoda distancia –alimentada por la desconfianza– que hace que permanezcamos en permanente defensa y actitud de ataque. Como apuntara un par de siglos más tarde un muy atento lector suyo, Arthur Schopenhauer, «vivimos con las armas en la mano».
La sinceridad, la ternura y la confianza son anuladas y, en este sentido, nuestra libertad queda vendida y entregada a manos de cualquiera, en una suerte de alienación social. Wolfgang Matzat, en su artículo «Honor e intersubjetividad. Funciones del diálogo en el teatro de Calderón», explica muy atinadamente que «vistas en su conjunto, las obras de Calderón acentúan más los efectos negativos de las normas del honor en la comunicación. Lo que conjura la catástrofe en los dramas de honor es sobre todo la incapacidad de los personajes de aclarar los conflictos que surgen en sus relaciones privadas».
El deshonor pasa a ser considerado como algo incluso peor que la muerte; ésta, de hecho, será en ocasiones el único modo de repararlo. En El médico de su honra, Calderón explicaba por boca de uno de los personajes «que el honor / con sangre, señor, se lava» (vv. 2938-2939). Y en La vida es sueño: «porque el honor / es de materia tan fácil / que con una acción se quiebra / o se mancha con un aire» (vv. 447-450).
El mundo, en definitiva, queda convertido en un teatro en el que se observa y, sobre todo, se es observado, examinado, enjuiciado. La sociedad no es más que un escenario de retórica ostentosa repleto de espejos en los que uno queda reflejado –casi nunca, sin embargo, fielmente–. Aparece la necesidad de ocultar y guardar para sí lo no conveniente, silenciando con ello muchos de nuestros pensamientos que no cuadran con la opinión social vigente. «Pues la muerte te daré, / porque no sepas que sé / que sabes flaquezas mías», se quejaba Segismundo en La vida es sueño (vv. 180-182). Sólo el bufón o el loco de la corte se pueden permitir gritar la verdad, su verdad, y acomodar sus acciones a ella. Una definición de locura que en nuestra sociedad vuelve a estar vigente.
Pero el honor no es sólo cuestión de opinión, sino también de casta, sangre, abolengo o cuna; un honor que, desde luego, no es accesible para todos. De igual manera que hoy sucede, este tipo de realidad honorífica se halla fuera del alcance de la libertad del sujeto: el honor es conseguido en base a la estructura jerárquica de la sociedad. Y así lo expresa doña Hipólita en otra obra de Calderón, Saber del mal y del bien: «La mayor dicha del suelo / en tener nobleza está; / que si las riquezas da / la fortuna varia, el Cielo/ la sangre; y no hay duda alguna / que ésta es la dicha mayor, / cuando es más noble y mejor / el Cielo que la fortuna». El propio Calderón tuvo que probar su pureza de sangre (ser cristiano viejo y no descendiente de musulmanes o judíos conversos) antes de formar parte de la Orden de Santiago.
Al igual que en nuestros días, inmersos en una crisis que vuelve a reabrir la terrible brecha entre estratos sociales bien diferenciados, el vulgo pobre y trabajador de la época de Calderón (hoy convertido en una clase media cada vez menos acomodada) carecía por lo normal de honor y era considerado como un colectivo holgazán y zafio. De vez en cuando aparece en las obras de Calderón algún noble (de alma y abolengo) que defiende su honor de la manera más juiciosa posible, como en el caso de Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea: es él el hombre más rico de la comarca, pero nunca deja de lado su condición de labrador («persuadido a que el obrar / importa más que el nacer», dice el Demonio en Amar y ser amado), defendiendo el reparto igualitario del honor –frente a la opinión del resto de los biennacidos–. Crespo, a pesar de seguir apegado a la creencia en el honor de la sangre «limpia», se niega a comprar su nobleza con dinero («Yo no quiero amor postizo», asegura en el verso 517).
Aquellas figuras que defienden el honor como el fruto de la honradez son consideradas falsarias, embusteras: «He oído que es el más vano / hombre del mundo, y que tiene / más pompa y más presunción / que un infante de León» (vv. 168-171), afirma un sargento en El alcalde de Zalamea al referirse a Pedro Crespo. Pero lo cierto, a fin de cuentas, es que «no habría capitán si no hubiera un labrador». Calderón, al igual que nosotros, se preguntaba si llegaría el día en que todos pudiéramos ser hidalgos y caballeros, de manera que la aplicación de la justicia fuera igual para todos…
¡O quién pudiera dar voces,
y romper con el silencio
cárceles de nieve, donde
está aprisionado el fuego […]
yo debo callar, […]
ni para sentir soy mía; […]
¡Viva callando, pues callando muero!
Calderón, El médico de su honra, vv. 125-128, 137, 139 y 154
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