No siempre existieron medios de comunicación tan versátiles, directos y de tan vasta repercusión social como Twitter o Facebook. Las grandes revoluciones y los más importantes movimientos ciudadanos tuvieron lugar, hasta hace no mucho tiempo, gracias a –y a través de– mensajeros que, en muchas ocasiones, formaban parte de un cuerpo especializado (y también secreto), cuya única misión era trasladar las decisiones de la cúpula de turno a los gerifaltes de cada zona, que a su vez comunicaban las buenas nuevas a los representantes de cada familia.
Para aligerar este arduo y largo proceso de comunicación, que poseía graves peligros en lo que a confidencialidad se refiere, la moderna propaganda se abrió paso con el abaratamiento del papel y se inició la sustitución de aquellos emisarios. Fue entonces, a mediados del siglo XIX, cuando las categorías de ciudadano y soldado empezaron a equipararse: nos hallamos en los albores de la publicidad entendida como disciplina demoscópica. Sin embargo, es justo señalar que la auténtica expansión de la «comunicación de masas», comprendida bajo tal expresión, comenzó en la Inglaterra del siglo XVIII con el ascenso al poder de las clases medias, cuando los escritores comenzaron a depender económica y exclusivamente del público, y no ya del útil pero azaroso mecenazgo aristocrático.
Muy pronto, una de las tareas gubernamentales más acuciantes fue la de mostrar que el enemigo (político, por lo general) era el responsable absoluto de los males sociales: gran parte de la propaganda interna de los partidos se ocupó no tanto de mantener las fuerzas combatientes en alza, como de sanear la conciencia de toda una nación.
Así, cualesquiera que fueran los individuos que compusieran una sociedad, y por el mero hecho de considerarse una multitud, accedían a una suerte de mente colectiva que hacía que pensaran, sintieran y actuaran de una manera absolutamente diferente del modo en que pensarían, sentirían y actuarían en un estado de aislamiento, lo que se explica por tres factores: la extremada sugestionabilidad de la multitud, la facilidad de contagio o imitación en un grupo, y la sensación de poder invencible que hace que la propia multitud se vea a salvo de cualquier castigo. Un aspecto del que se ocuparon ampliamente autores como Gustave Le Bon, Ortega y Gasset, Canetti o Freud.
Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido. Deseamos ver qué intenta apresarnos; queremos identificarlo o, al menos, poder clasificarlo. En todas partes, el hombre elude el contacto con lo extraño. […] Solamente inmerso en la masa puede el hombre liberarse de este temor a ser tocado. […] En cuanto nos abandonamos a la masa, dejamos de temer su contacto. Llegados a esta situación ideal, todos somos iguales. […] Y, de pronto, todo acontece como dentro de un solo cuerpo. […] Esta inversión del temor a ser tocado es característica de la masa (Elias Canetti, Masa y poder).
Muy consciente de lo anterior, Adolf Hitler apuntaba en el capítulo «Propaganda guerrera» de Mi lucha que «la propaganda en la guerra era el medio de alcanzar un fin; tratábase de una lucha por la vida de la nación alemana y, por lo tanto, la propaganda sólo podía fundarse en principios que fuesen útiles a este objeto». Más adelante: «La inmensa mayoría de la gente es tan femenina en lo concerniente a su naturaleza y opiniones, que su pensamiento y acción se hallan gobernados por sensaciones y sentimientos más bien que por consideraciones razonadas». Y lo más importante, en relación a lo que comentábamos más arriba: «Este sentimiento, empero, no es complicado sino muy sencillo y consistente. Apenas sabe diferenciar, pero es, una de dos, positivo o negativo; ama o aborrece; exige verdades o mentiras, mas no acepta jamás medias verdades ni mentiras a medias, y así sucesivamente».
De lo que Hitler y sus acólitos más cercanos estaban muy seguros es de que se engaña quien piense que la abundancia de conocimientos teóricos constituye la prueba característica de la posesión de las cualidades para mandar; más bien sucede todo lo contrario. Cualquier impulso o patrón de conducta «innato», que creamos absolutamente arraigado en nuestra manera de ser y actuar, puede verse modificado en la medida en que nos involucramos en una acción comunitaria o de masa.
La propaganda, y también la más moderna publicidad, se apoya en diversos estudios y testimonios que aseguran que la voluntad de creer es mucho más potente que cualquier simple experiencia, y que la emoción, por su parte, es más fuerte que la razón en la mayor parte de la gente.
Pensar –como sucede en estos días de crisis económica y sobre todo social– que una situación generalizada de pobreza o miseria da lugar (de manera automática) a un incendiario ardor revolucionario, es equivocado. Paradójicamente, si atendemos a diversos hechos históricos en los que se han dado revoluciones sociales, cuanto más alcanzable parecía un fin, mayor era la insatisfacción por no haberlo alcanzado.
Ya apuntó Tocqueville, cuando estudiaba la Francia prerrevolucionaria, que los franceses consideraban su situación tanto más intolerable a medida que ésta mejoraba. De hecho, fue la clase media en ascenso la que fraguó la Revolución francesa, y no aquellos ciudadanos que morían de hambre en los callejones de París. No son, por tanto, la miseria más abyecta ni el espíritu destronado o abatido los que traen las revoluciones –así como tampoco las levantan quienes se encuentran satisfechos–.
Tanto Hitler como Lenin (o Trostky) tuvieron muy claro que una doctrina eficaz no es siempre la –racionalmente– más comprensible. Heinrich Heine escribió en su libro sobre Alemania que «lo que el amor cristiano no puede hacer lo consigue el odio en común». Y es que, si existe algún disolvente de la depresión y la vacuidad, tal es la cólera; los discursos comunistas, en este sentido, poseían gran gusto por los eslóganes y conjuros puntuales, mediante los que se arengaba sin pudor a sus oyentes. En su breve escrito «El periódico y su lector», Trotsky explicaba que «un periódico no tiene el derecho de desinteresarse por aquello que interesa a la masa, a la multitud obrera». Consciente del poder propagandístico de la prensa, aducía párrafos antes: «Un periódico sirve ante todo como lazo entre los individuos; les hace conocer lo que ocurre y dónde ocurre», es decir: nos une como un todo y nos hace ver, a todos, lo que sucede en el mundo bajo la óptica del periodista en cuestión –un periodista que, huelga decirlo, está bajo las órdenes del régimen–.
La masa da al individuo la impresión de un poder ilimitado y de un peligro invencible. Sustituye, por el momento, a la entera sociedad humana, encarnación de la autoridad, cuyos castigos se han tenido y por la que nos imponemos tantas restricciones. Es evidentemente peligroso situarse enfrente de ella, y para garantizar la propia seguridad deberá cada uno seguir el ejemplo que observa en derredor suyo, e incluso, si es preciso, llegar a «aullar con los lobos» (Freud, Psicología de las masas).
¿Cómo seleccionar, en un mundo globalizado –también y sobre todo en lo que a publicidad y periodismo se refiere–, la información apropiada? Es cierto que la información a la que tiene acceso cualquier usuario de Twitter puede ser muy útil para la vida cotidiana o como objeto de reflexión, pero un exceso de noticias también puede dar lugar al fenómeno llamado «narcotización»: la mera posesión de nueva información se convierte en un fin en sí mismo que no empuja a ninguna acción positiva.
Concluimos con una elocuente cita de Hitler en Mi lucha (capítulo: «Propaganda y organización»), en la que escuchamos paradójicamente el funesto eco del capitalismo en su vertiente más violenta y neoliberal; un eco que sugiere la adscripción a un modo de vivir que no duda en arrasar cualquier atisbo de humanidad si es al precio de preservar el capital, los mercados, etc.: «La obra que debe realizar la propaganda es la de continuar conquistando partidarios para la idea, al paso que el objeto de la organización es el de convertir a mejores adherentes en miembros activos del Partido». ¿Se ha convertido el capitalismo, nuestro modo de vida occidental, en una idea a la que no podemos dejar de dar vueltas en un muy humano y auténtico infierno?
El más singular de los fenómenos presentados por una masa psicológica es el siguiente: cualesquiera que sean los individuos que la componen y por diversos o semejantes que puedan ser su género de vida, sus ocupaciones, su carácter o su inteligencia, el solo hecho de hallarse transformados en una unidad les dota de una especie de alma colectiva. Esta alma les hace sentir, pensar y obra de una manera por completo distinta de cómo sentiría, pensaría y obraría cada uno de ellos aisladamente (Le Bon, Psicología de las masas).