Las cartas de Friedrich Hölderlin

HölderlinFriedrich Hölderlin (1770-1843) ha pasado a la historia de la literatura como un autor polifacético, creador de obras inmortales (Hiperión, La muerte de EmpédoclesEl Archipiélago o Los himnos de Tubinga), contemporáneo de figuras de la talla de Novalis, Tieck, los hermanos Schlegel, Goethe o Schiller. Aunque, sin duda, es la postrera locura que hubiera de sufrir (y bendecir, en palabras suyas) la característica más conocida de este genio alemán. Sin embargo, y a pesar de la indudable altura literaria de sus textos, Hölderlin quisiera haber engrosado la lista de los filósofos de su tiempo.

Desde muy pronto comenzó a estudiar las obras clásicas de Homero, Sófocles o Píndaro, un conocimiento que le valdría harto reconocimiento entre sus conocidos (sobre todo por parte de sus egregios compañeros Hegel y Schelling). Pero fue una de las divinidades griegas la que, antecediendo en ello a Nietzsche, más despertó su atención: Dioniso, a quien incluso los mencionados Hegel y Schelling, acompañados de su inseparable Hölderlin, habían procurado una suerte de culto secreto. Como apunta Safranski en su libro sobre el Romanticismo, Friedrich brindó numerosos pensamientos a «los misterios dionisiacos del renacimiento y de la renovación», que habían ocupado sin cesar su fantasía. Una fantasía que, desde muy temprano, se manifestó apegada a lo religioso y al componente misterioso que la teología alberga. Así, leemos en una carta de 1785 dirigida a Nathanael Köstlin (profesor pietista de nuestro protagonista):

Consideraciones varias […] me han conducido a meditar sobre cómo es posible combinar la inteligencia en la conducta con la amabilidad y la religión. Nunca fui capaz de conseguirlo; siempre oscilé entre lo uno y lo otro. De pronto me asaltaban bondadosos y frecuentes enternecimientos que sin duda procedían de mi natural sentimentalismo, pero que por lo tanto eran aún más inconstantes. […] Si quería ser cabal, mi corazón se tornaba malévolo, y la menor ofensa parecía convencerlo de la gran maldad y lo diabólico de los hombres, y de que hay que guardarse y evitar la menor familiaridad con ellos.

Una conciencia religioso-mítica, conducente a un progresivo aislamiento, que se vio apoyada igualmente por su admirado -si no endiosado- Schiller y su poema «Los dioses de Grecia». Höderlin intenta así dar con un lenguaje que se haga cargo de la riqueza de lo mítico, a su juicio perdida. En un sentido muy cercano a algunos venideros asertos nietzscheanos, Hölderlin desea concentrar el poder de la palabra para poder atesorar, a través del lenguaje, la enjundia de la vida allí donde ésta es celebrada. Como expresa Safranski, a ojos de Hölderlin «lo divino muere cuando los hombres se convierten recíprocamente en una cosa. Entonces, como si reinara una nada sobre nosotros, -y cita a nuestro autor- ‘nos sucede que nacemos para la nada, que amamos una nada, para pasar paulatinamente a la nada'». El propio Hölderlin escribe en El Archipiélago: «¡Delicioso tiempo de primavera en Grecia!, cuando llegue nuestro otoño, cuando maduréis vosotros, espíritus del pasado. Volved y mirad: la consumación del año está próxima. Y entonces, que la fiesta os reciba también a vosotros, días pasados. Que el pueblo mire hacia la Hélade y, con llanto y gratitud, se amanse en recuerdos el día orgulloso del triunfo».

correspondencia HölderlinComo es palpable en su epistolario, que podemos leer en espléndida edición de Arturo Leyte y Helena Cortés (Hiperión), el ánimo y carácter de Hölderlin fluctuaron de manera constante a lo largo de toda su vida. En una carta a su estimado amigo Immanuel Nast, fechada en 1787, escribe que éste no debe sorprenderse «si en mí todo parece tan dividido, tan contradictorio. Te explicaré: conservo una predisposición de mis años mozos, de mi corazón de entonces -en el fondo la que prefiero, pues consistía en una especie de creciente ternura-, que es el motivo por el que en determinados estados de ánimo puedo llorar por cualquier cosa, y esta parte de mi corazón es la que, precisamente, más duramente se ve maltratada mientras dura mi estancia en el convento».

Esta indisposición permanente de su ánimo, indican los traductores de la correspondencia, se debió sin duda a la sobreprotección de la madre sobre el pequeño Hölderlin, acompañada de una «estricta y muy estrecha moral pietista y de afecto tiránico con la que Hölderlin mantuvo toda su vida una dolorosa relación de tira y afloja, dividido entre su sincero amor y respeto por ella y la dolorosa comprobación de la imposibilidad de un entendimiento profundo». Como también expresara a Nast, «precisamente lo que debería consolarme es lo que más me oprime».

Que cada uno sea como en verdad es. Que ninguno hable o actúe de manera contraria a como piensa y como siente su corazón. De este modo ya no verías más charlas a base de cumplidos, las personas ya no se pasarían medio día juntas sin hablar una palabra de corazón, serían buenas y nobles, precisamente porque ya no querrían parecer buenas y nobles, y sólo entonces habría amigos que se querrían hasta la muerte y, según creo, también mejores matrimonios e hijos. ¡Sinceridad! (marzo de 1791, a su hermana).

Toda la juventud de Hölderlin se halla repleta de una insatisfacción permanente, producto del contraste entre lo que ve y lo que anhela. Unos deseos que no tenían que ver en absoluto con el mundo material, sino con el pluriforme universo que fue creando en su cabeza a la luz de las lecturas y estudios que atesoró a lo largo de sus años más jóvenes. De nuevo a su inseparable Nast confiesa el verano de 1787 que «lo que veo sólo me gusta a medias, en todas partes siento un vacío muy grande y a menudo me hago reproches», pensamientos que le conducen a la tentativa de convertirse en ermitaño, idea que le cautivó tanto «que creo que durante toda una hora fui de hecho un ermitaño en mi fantasía».

No otra fue la causa de su ruptura con su prometida Louise Nast, producida muy seguramente por las dudas e indecisiones permanentes a las que el alma de Hölderlin se encontraba sujeta. Ya en su etapa de Tubinga, en la primavera de 1790, dirige estas palabras a su amada, en la que puede reconocerse como la carta de la definitiva despedida: «… quiero desearte alegremente felicidad para el momento en que elijas a alguien digno, y sólo entonces comprobarás que nunca hubieras podido ser feliz con tu malhumorado, triste y enfermizo amigo. ¡Mira, Louise!, te quiero confesar mi debilidad. La invencible melancolía que me domina -pero no te rías de mí- no es, si no siempre, al menos casi siempre… más que vanidad insatisfecha». Apenas un año más tarde, en una misiva dirigida a su madre, Hölderlin argumentaba que «aquello que deseamos es precisamente de lo que más dudamos».

Holderlin

Aunque no fue la única -ni la última- desventura amorosa del joven Friedrich. Su elegante aspecto y su atractivo intelectual conquistaron a Elise Lebret, hija del máximo responsable del Stift de Tubinga, de quien se apartó igualmente debido a su tendencia melancólica, del todo divergente con la personalidad de Elise, mucho más proclive a la alegría. Son los años en los que Hölderlin desecha definitivamente una vida guiada por el signo del estoicismo: «Eternamente flujo y reflujo».

Tras tales desengaños, producidos en realidad por su inconstante y dubitativo temple, aseguró también a su madre que no volvería a tomarse la molestia de cortejar a nadie, pues «mi extraño carácter, mis malos humores, mi dependencia de proyectos y (para ser fiel a la verdad) mi vanidad -rasgos, todos ellos, que no se dejan extirpar sin peligro- no me dejan esperar que pueda ser feliz en el estado de hombre casado en una tranquila parroquia». ¡Tan sólo contaba veintiún años!, y confiesa que «mi vida íntima ha perdido su fuerza juvenil», expresa un apenado Hölderlin en noviembre de 1791: «No sé si se trata de la evolución normal del carácter, si es que, por lo general, cuando nos acercamos a la edad madura perdemos algo de nuestra antigua vivacidad, o si por el contrario son mis estudios -o mi convento- los culpables de este estado».

Sin embargo… cayó de nuevo en las imprevisibles trampas de Cupido -urdidor de intrincados planes-, dando lugar a una auténtica novela de pasión y ocultación. La protagonista fue la distinguida Susette Gontard, esposa de Jakob Gontard, adinerado hombre de negocios. Hölderlin se enamoró perdidamente de Susette, hasta que finalmente hubo de huir de la casa Gontard. A pesar de ello, Susette y Friedrich mantuvieron una relación epistolar abundante en los años siguientes, correspondencia perdida casi en su totalidad, debido a que la amada recibía las cartas en secreto y, como resulta natural, se vio obligada a destruirlas. En una de las escasas cartas conservadas encontramos a un exaltado Hölderlin, quien en verano de 1799 escribe a Susette:

¿Recuerdas nuestras horas no perturbadas en las que sólo estábamos el uno junto al otro? ¡Aquello era triunfo! ¡Ambos tan libres y orgullosos y deslumbrantes de alma, corazón, ojos y rostro, y ambos en aquella paz celestial, el uno junto al otro! Ya lo presentí en aquel momento y dije: sería perfectamente posible recorrer el mundo y difícilmente se encontraría de nuevo algo semejante.

De hecho, Hölderlin envió la segunda parte de su Hiperión recién publicada a Susette, en 1799, con la dedicatoria «¡A quién, sino a ti! El volumen fue acompañado de una carta en la que, de nuevo, Friedrich se mostraba impetuoso, enardecido:

¡He aquí nuestro Hiperión, querida! Este fruto de nuestros días inspirados te procurará sin duda algo de alegría. […] Si hubiera podido modelarme paulatinamente como artista a tus pies, en calma y libertad, creo en efecto que me hubiera convertido pronto en uno, que es lo que anhela mi corazón atormentadamente en sueños y en pleno día, y frecuentemente con muda desesperación. […] A veces, ¡mi más querido amor!, incluso me he negado y he desmentido los pensamientos dirigidos a ti, sólo para poder sobrellevar este destino del modo más suave posible en consideración tuya. […] [E]sta eterna lucha y contradicción interna tiene naturalmente que matarme lentamente y, si ningún dios puede dulcificarla, no me queda más elección que languidecer por ti y por mí o preocuparme sólo por ti y buscar contigo un camino que acabe con nuestra lucha. He llegado a pensar si podríamos vivir también de negación y si también esto nos fortalecería, el que le dijéramos decididamente adiós a la esperanza.

La vida misma de Hölderlin fue poco a poco eclipsando la tendencia, hasta cierto momento sagrada -y de algún modo incorregible, inaprensible, necesaria-, hacia el amor y la amistad. Finalmente, tras una biografía repleta de hechos singulares, a partir de 1800 comienza a tener plena consciencia, tras algunas crisis, de sus desórdenes mentales, que le recluirán finalmente en una torre de Tubinga desde 1807 hasta la fecha de su muerte.

Aunque nunca dejó de escribir, ni de dirigirse a sus seres más queridos. Su talante fue paulatinamente transitando hacia la interioridad, horadando asuntos más circunspectos (el bien, el conocimiento de uno mismo, la moralidad, etc.). Y así, en una de estas misivas, escribe a su madre:

Creo poder decir que los buenos sentimientos, expresados en palabras, no son en balde, porque el espíritu también depende de prescripciones internas que están en la naturaleza del hombre y que mientras tengan validez cristiana interesan por su perpetuidad y bondad. El hombre parece estar gustosamente habituado a una responsabilidad, a una pureza, que parece acorde a su inclinación.

Como escribiera también a su madre, «el hombre debe expresarse, hacer algo bueno para merecer, llevar a cabo buenas acciones, pero el hombre no debe actuar sólo sobre la realidad, sino también sobre el alma». Alma que, de perdida, llegó a (re)encontrarse con el Absoluto.

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3 comentarios en “Las cartas de Friedrich Hölderlin

  1. saludos excelente sus publicaciones, GRACIAS.el amigo Holderlin, a ni humilde parecer lejos de ser loco, era autentico, tenia la lógica confusión que produce, la institucion a la cual pertenecia; me explico: pretender, ir mas allá de nuestra humanidad, infinita pero castrada por los misterios de una fé que lejos de aclarar oscurece.Triste dolor procurando santidad y tu cuerpo hinchandose por el dolor de tu sagrada humanidad.lógicamente, cualquiera se deprime, se enferma o se «deprava» segun sea su concepcion. La naturasleza humana va de la mano con lo religioso, sin misterios y transparente Humano 100%de hecho la biblia te recomienda que para, ser guia o diacono, debes ser hombre de una sola, mujer, sin mancha ni mancilla.que tu sí lo sea y tu no, tambien.Bonito sitio, para navegar y disfrutar.gracias.felicidad para todos.(as).

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  2. Pingback: «Cómo podré vivir sin ti». Historia de una amistad: las cartas entre Hannah Arendt y Hilde Fränkel. – Andando tras tu encuentro…

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