François La Mothe Le Vayer, nacido en París en 1588, forma parte de la historia más oculta del pensamiento. De lo que Michel Onfray ha denominado la «contrahistoria» de la filosofía. En sus obras rastreamos un amplio y contrastado conocimiento de la condición humana, adquirido en su cotidiano trato con numerosas y diversas personalidades de la época. Su prosa, amena pero incisiva, anuncia el despertar de una época que, sobre todo en Francia, dará luz a una nueva concepción del ser humano en todas sus facetas. Su estela, marcada por un amable liberalismo intelectual y una decidida tendencia a descifrar los más oscuros enigmas por encima de cualquier prejuicio, la seguirían señeras figuras como Holbach, Diderot o los conocidos como moralistas franceses: La Bruyère, La Rouchefoucauld o Vauvenargues, casi contemporáneos suyos.
Este parisino de noble familia toma de los clásicos griegos y latinos la elegancia en el modo de expresión, pero el tono suave y edificante de aquéllos es sustituido por otro más crítico y en ocasiones cáustico y lenguaraz que no duda en mostrar las contradicciones y paradojas que La Mothe encuentra en el seno de la sociedad de su tiempo y, sobre todo, en el seno del poder. Nadie como él podría haber conocido mejor los entresijos de las altas esferas: tras sus tempranos estudios en Derecho y después de verse obligado a ejercer el oficio de las leyes por la prematura muerte de su padre, en 1639 es elegido miembro de la Academia Francesa. Ocho años más tarde renuncia a su puesto y emprende diversos viajes a lo largo y ancho de Europa. Es en 1649 cuando definitivamente se instala en los más cercanos puestos de la sociedad de más alto copete, al ser nombrado educador del segundo de los hijos de Ana de Austria (a instancias del cardenal Mazarino). Aquel joven al que La Mothe instruyó se convertiría, a la postre, en Duque de Orleans y, finalmente, en el rey Luis XIV. A los setenta años decide retirarse de su aristocrática labor. Falleció en la ciudad que lo vio nacer el 9 de mayo de 1672.
La editorial La Lucerna cuenta en su catálogo con una magnífica traducción (a cargo de Miguel Veyrat, José Luis Reina Segura y Pedro Juan Gomila Martorell) de dos textos fundamentales de La Mothe, en los que queda plasmado el elegante pero nunca adocenado verbo de este libertino francés. Se trata de dos diálogos de atractivo título: «De la vida privada» y «De las raras y eminentes cualidades de los asnos de nuestro tiempo». En ellos se muestra la permanente preocupación del autor por introducir la filosofía, el pensamiento y la reflexión en el interior de la sociedad. Su objetivo no responde a una necesidad eminentemente erudita, sino también y sobre todo pedagógica: el autor piensa con y para el lector, a quien aporta material con el que observar críticamente el mundo de su tiempo. Así, en uno de los momentos álgidos del primero de los diálogos, leemos en palabras de Filopono:
Cuando concebís a vuestro filósofo tan espiritual que sólo actúa por esta principal y superior parte, no os dais cuenta que en lugar de un hombre fabricáis un fantasma, y que para darle mayor perfección, le despojáis de lo real, o al menos de lo razonable, reemplazándolo por lo quimérico
A lo que su interlocutor, Hesiquio, contesta casi airado explicando a Filopono que el filósofo ha nacido para desasirse, precisamente, de toda corrupción material y de todo cuanto con los sentidos está relacionado. Una disputa tan antigua, al menos, como Platón y la fundación de su Academia, y que con el paso de los siglos recogerá Hannah Arendt cuando estudia el papel de la filosofía en la sociedad y se interroga si, al fin y al cabo, la filosofía debe estar relacionada de una manera directa con la acción política del ser humano. Filopono, muy arendtiano, acusa a Hesiquio de abstraerse de la realidad en la que vivimos, inquiriéndole: «¿Y por qué medio, viviendo en soledad, fuera del trato del resto de los hombres, obtendríais la recompensa de una virtud desconocida y de un mérito ignorado?». A ello responde Hesiquio con ayuda de Aristóteles, asegurando que «no hay acciones más grandes e importantes que las de un alma verdaderamente filosófica que ha llegado a la más elevada contemplación». El más atractivo aspecto que presentan estos maravillosos y encantadores textos de La Mothe es la facilidad para introducir, en un mismo tertuliano, posturas opuestas y antagónicas, de manera que los propios interlocutores acaban por dudar de sus propias convicciones, si bien en ocasiones no tienen reparos en defenderlas con uñas y dientes. Leamos un fragmento del radical Hesiquio, que parece integrar en su discurso (si bien a regañadientes y con no pocas reticencias) algunas de las dificultades que le hace ver Filopono sobre la necesidad de actuar en y para el mundo:
Pero puesto que las virtudes son diferentes, y siendo unas más elevadas que otras, innatas y adquiridas, morales e intelectuales, me parece que en cuanto que las más heroicas y divinas acompañan la vida contemplativa, y que este género de vida, como ya os he señalado, mueve a las más dignas e importantes acciones, debéis excusarme si en el compromiso en que me habéis puesto yo la prefiero no sólo a la vida activa del mundo común de los hombres, sino incluso a la que vos habéis llamado racional, y que está compuesta de acción y contemplación.
Como apunta de manera muy acertada en la introducción al volumen José Luis Reina, los libertinos eruditos o intelectuales como La Mothe se independizan de los grilletes impuestos por la fe «para concederle importancia a lo que es verificable y evidente». Nuestro protagonista, asegura Reina, «no niega la existencia de Dios, pero lo concibe al modo epicúreo, esto es, que ocupado en sus asuntos apenas repara en los de los hombres». Y sentencia con razón: «La semilla de librepensamiento que plantean en el XVII eclosionará, un siglo más tarde, en la Ilustración», en aquel sapere aude! (atrévete a saber) de Kant.
Las empeños de mis padres me habían atado a mil servidumbres, la filosofía me ha llevado a la plena y verdadera libertad. Las leyes y costumbres parecían obligarme a acciones vergonzosamente penosas; la filosofía, en cambio, me ha exonerado de ellas y me ha colmado de reposo y felicidad.
No sólo asistimos en La Mothe a una forma literaria en la que el diálogo y los asuntos más sesudos son los protagonistas. Como excelente conocedor de la sociedad de su tiempo, estos textos se encuentran ribeteados, aquí y allá, por lo que podríamos denominar una «sabiduría de la vida», consignada a través de sentencias puestas en boca de los personajes de sus encendidos coloquios: «disminuid vuestros deseos en lugar de aumentar vuestros bienes», «¿por qué nos consideramos más pobres por no poseer las cosas superfluas, o bien, por no ser poseídos por ellas, como decimos que tenemos la fiebre, cuando en realidad es ella quien nos tiene y nos posee?», «las almas bellas, libres de las tontas fantasías del vulgo, jamás se disgustan de sí mismas, la soledad no les perturba, no tienen ese gusano de una mala conciencia que les remuerda, su Genio no los hostiga»…
Una lectura que abre la puerta al conocimiento de un pensador muy poco conocido en el ámbito hispanohablante, y del que ahora, gracias a la laudable labor de La Lucerna, podemos disfrutar. Un autor tan franco como educado, tan ambiguo como expresivo. Un perfecto lanzador de dardos disfrazados bajo capa de amables sentencias y reflexiones. Una delicia literaria y filosófica.
No considero todas vuestras riquezas y opulencias más que como higos y nueces que la fortuna arroja entre los hombres […]. Reconociendo vuestros más grandes placeres como ridículos y ruinosos, yo me entrego al goce de los que sé puros, sólidas y verdaderos, los que puedo darme a mí mismo, que no podrían causarme perturbación ni molestia.