Oscar Wilde, un poeta en presidio

oscar-wilde-el-retrato-de-dorian-gray-alianza-editorial-D_NQ_NP_406021-MLA20678891693_042016-F.jpgFrente a las luces de la Ilustración, la literatura británica de finales del siglo XVIII y de todo el XIX medró en un territorio de sombras y misterios, ensoñaciones e imaginación, que hoy llamamos romanticismo oscuro y solemos aunar en nebulosa con lo gótico, lo fantástico y lo terrorífico. En esa región lóbrega pudieron prosperar con facilidad las pasiones desbocadas, los crímenes, lo macabro, lo repulsivo, todas aquellas excrecencias de la sociedad victoriana rechazadas abiertamente por ella. De ahí que en estas obras proliferasen sujetos siniestros, autodestructivos, proclives a la locura o a cualquier otra clase de enajenación que los pusiera al margen de la cotidianidad y los hiciese diferentes ante una producción en serie, que ya empezaba a despuntar con la revolución industrial. Muchas veces los personajes ni siquiera parecían seres de este mundo y hasta daba la impresión de que se habían colado por una brecha desde el infierno. En ellos se trasuntaba la presencia misma del mal o –como diría Kant– del mal en su radicalidad, aunque nunca absoluto, y por tanto, la comparecencia de lo demoníaco, cuyo origen resulta insondable. El abanico de estos individuos iba desde Drácula a Frankenstein, si bien varios de ellos podían convivir en un único sujeto como ocurre con Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, o con Dorian Gray, quien se encuentra desdoblado entre lo que realmente es y la bella apariencia que desea, sólo que una de sus partes se refleja en un retrato. Sus historias fueron digno objeto de estudio para la psicología y la psiquiatría. Pintaban los monstruos a los cuales se refiere Goya en su Capricho 43, los producidos por la fantasía cuando la razón duerme. Y, sin embargo, pese a que estos escritores ahondaron en las profundidades abisales del alma humana y se atrevieron a emprender un corrosivo cuestionamiento de la sociedad y sus costumbres, con el tiempo sus textos se transformaron en clásicos juveniles y, ayudados sobre todo por el cine, se fueron banalizando y perdiendo su contenido crítico, en una estrategia de neutralización propia del capitalismo, que consiste en incorporar al mercado y popularizar con todos los parabienes aquello que subvierte el orden establecido, de modo que la masificación aplaste a las conciencias. Éste es el caso del escritor dublinés Oscar Wilde, como en su momento también lo fue el de su compatriota Jonathan Swift con los mordaces cuentos sobre los viajes de Gulliver.9788420654928.jpg

Qué niño lector podría olvidar aquellos relatos cuyos finales amargos derrumban a pedradas el supuesto idealismo infantil haciendo evidentes las consecuencias perniciosas del egoísmo y la indiferencia ante la codicia o la inevitabilidad de las diferencias sociales, como «El ruiseñor y la rosa», donde el ave muere con el corazón atravesado por una espina ante la ingratitud del joven por quien se inmoló para que pudiera realizar sus deseos, o «El príncipe feliz», donde los protagonistas (la estatua y la golondrina) terminan siendo arrojados al fuego justamente por quien representa a los destinatarios de la donación de las riquezas de las que el príncipe se despojó. En realidad, son cuentos para adultos que encubren con sencillez denuncias o reivindicaciones que, bajo un manto de esteticismo, realiza una sensualidad anhelante, temerosa del rechazo amoroso tanto social como personal. Aunque, en cierto sentido, alguien podría detectar aquí una actitud hipócrita, porque sabemos que Wilde tuvo una infancia dichosa, una educación exquisita y una acomodada vida aristocrática, incluso disoluta, pletórica de éxitos literarios, especialmente los teatrales, que lo convirtieron en algo parecido a las estrellas mediáticas de hoy día. Sin duda, constituyó un prototipo del fenómeno del dandismo por su capacidad para despertar la admiración y suscitar la imitación, lo cual requiere siempre de una elevada dosis de narcisismo, precisamente el tema investigado en El retrato de Dorian Gray. De hecho, Oscar Wilde no era ajeno a estas ideas y hasta definió dicho movimiento, del que también participaron Baudelaire y Lord Byron –tocado con un turbante–, como «proclamación de la absoluta modernidad en la belleza». No obstante, conocer de primera mano esa clase de vida vana y aparentemente plena de satisfacción le hizo declarar que un hombre cínico es el que sabe el precio de todo pero desconoce el valor de nada, y reconocer que un moralista casi siempre es un hipócrita, mientras una mujer que moraliza es invariablemente fea. En definitiva, «el cinismo consiste en ver las cosas como realmente son, y no como se quiere que sean».

Famoso por su talento, su sentido del humor y sus extravagancias en el vestir, el hacer y el decir, pasó a la posteridad como autor de frases célebres, por ejemplo, ésa que se le atribuyó al entrar en Norteamérica ante los requerimientos de la aduana: «No tengo nada que declarar excepto mi genio». Sentencias lapidarias, ingeniosas y transgresoras, citadas después muchas veces sin saber a quién pertenecían, como si formaran parte de un acervo común que se transmite de forma subrepticia. Por escrito y de palabra, dejó cientos de ellas:

Conseguir ser natural es la más difícil de las poses.

Mantengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo.

Lo peor en este mundo no es estar en boca de los demás, sino no estar en boca de nadie.

 La mejor manera de librarse de una tentación es caer en ella.

 Amarse a sí mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida.

 Nada que valga la pena se puede enseñar.

La gente es tan sólo aburrida o encantadora, no hay buena ni mala.

Los libros que el mundo llama inmorales son los que muestran al mundo su propia vergüenza.

La diferencia entre literatura y periodismo es que el periodismo es ilegible y la literatura no es leída.

Creer es muy monótono, la duda y la curiosidad son apasionantes.

9788420654911.jpgEsta habilidad en la creación de aforismos –entre los que también se cuentan epigramas– parece estar ligada al desenvolvimiento social de Oscar Wilde, a su constante exposición pública y a su brillante participación en tertulias, a las que estaba acostumbrado desde su infancia ya que sus padres eran intelectuales: ella, poetisa y él, el más reconocido cirujano especializado en otología y oftalmología de Irlanda, además de arqueólogo. Pero, en verdad, Oscar siempre se sintió un poeta. Y aunque sus primeros escarceos literarios se dieron en ese ámbito, sólo consiguió alcanzar su cota más alta en la poesía al sufrir en la vida un giro radical. Y esto sucedió cuando se hallaba en la cumbre de su carrera, mientras se representaba la que fue su última comedia y uno de sus mejores trabajos, La importancia de llamarse Ernesto (earnest=serio), precisamente, una sátira sobre la severidad de la sociedad de entonces. Harto de las acusaciones de homosexualidad y del hostigamiento del padre de su joven amante, lo demandó por difamación. Lamentablemente, una vez terminado el juicio, el imputado acusó a Wilde de indecencia grave, quien, después de atravesar otras dos querellas, fue declarado culpable y recluido en la prisión de Reading, donde se le obligó a realizar trabajos forzados durante un bienio. En la cárcel escribió De Profundis, una extensa carta dirigida a su amigo recriminándole su comportamiento frívolo y egoísta,  explicando a la vez su propia transformación espiritual desde el hedonismo anterior debido a la humillación sufrida durante los juicios y a la demoledora experiencia en presidio:

El sufrimiento –por curioso que esto pueda parecerte– es el medio por el que existimos, y es el único medio por el que somos conscientes de existir; y el recuerdo del sufrimiento en el pasado nos es necesario como garantía, evidencia, de nuestra identidad continuada. Entre yo y el recuerdo de la alegría hay un abismo no menos profundo que entre yo y la alegría en su inmediatez.

9788420610757.jpgTras cumplir la condena, estaba sordo, moral y económicamente en la ruina. Su madre había muerto al poco tiempo de su encarcelamiento y seguramente a causa de ello. Su mujer le había prohibido ver a sus hijos, después de cambiarles el apellido y llevarlos a Alemania. No obstante, continuó enviándole dinero siempre y cuando no reanudase el romance que había acabado con su vida. Al salir de presidio, partió a Francia de inmediato, pero allí intentó rehacer sin éxito la relación con el examante. A cambio, escribió su última obra y su mejor poema, La balada de la cárcel de Reading, en medio de la mayor pobreza.

Nacida en las cortes italianas medievales y originariamente ligada a la música y el baile, la balada fue una de las formas poéticas características del romanticismo en lengua inglesa y alemana. Se separó del canto, pero mantuvo su carácter heroico, puesto que en principio estaba destinaba a la narración de gestas legendarias, si bien lo hacía con sencillez y cierta ingenuidad popular. Wilde conservó su estructura formal y, con ello, ese ritmo que emana de la rima cruzada y los estribillos, pero mutó completamente su propósito al dedicarla a un villano, a un compañero presidiario quien terminó en la horca por un crimen pasional. Así, el poema aborda la muerte desde distintas perspectivas. Por una parte, llama la atención sobre la naturaleza tanática del deseo que, en su frenesí, se convierte en el impulso contrario y termina por destruir su objeto:

Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama.
Que todos oigan esto:
unos lo hacen con mirada torva,
otros con la palabra halagadora;
el cobarde lo hace con un beso,
con la espada el valiente.

Por otra parte, insiste en el gran miedo que resume a todos los demás y de los cuales es su origen: el temor a la muerte. Mucho más a aquella que ni siquiera es obra de la naturaleza o resultado de una decisión propia sino el producto de la violencia ajena en pos de una justicia en sí misma cuestionable:

No conoce la sed brutal que lija la garganta
antes de que el verdugo
se deslice con guantes de jardín
por la puerta acolchada,
y lo ate con tres correas para apagar por siempre
la sed de la garganta.

Dulce es bailar al ritmo de violines
cuando la vida y el amor son justos;
y extraño y delicado
al ritmo de laúdes y de flautas;
mas no hay dulzura cuando un ágil pie
baila en el aire.

Como consecuencia, se denuncia la falta de respeto que evidencian carceleros y verdugos ante el dolor y la muerte de los condenados. Los difuntos no se consideran humanos, pero tampoco los prisioneros vivos. En un intento de frenar cualquier atisbo de autonomía, que individualice y confiera autoestima, reciben un trato infame, cosificador. Así, al  castigo del encierro se suma la constante inspección, la vigilancia para evitar el suicidio, pues éste sería el acto supremo de libertad, que robaría la presa al patíbulo. Desde esa perspectiva, la institución penitenciaria deja de ser correctiva y se convierte exclusivamente en lugar de sanción y desecho, en fábrica de horror y de cadáveres:

Los guardias lo desnudaron,
lo entregaron a las moscas:
se mofaron de la garganta grana e inflamada,
y de los ojos que miraban rígidos.
Entre risotadas le echaron el sudario
en el que yace el convicto.

No se sienta con hombres silenciosos
que lo vigilan noche y día,
que lo vigilan cuando busca el llanto
y también cuando busca la plegaria.
Que lo vigilan; no sea que él mismo robe
de la prisión la presa.

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Es evidente que la balada constituye una crítica a la pena de muerte y al sistema carcelariocomo institución que aísla de la sociedad lo que ella misma produce, su lado oscuro, no para enmendar los crímenes de los reclusos ni prevenirlos en el futuro sino para generar más corrupción, porque sus modos de operar son claramente vejatorios, delictivos:

Los actos más viles, cual hierbas venenosas
crecen lozanos en el aire de la prisión.
Sólo aquello que en el hombre es bueno
allí se arruina y se marchita:
la pálida angustia guarda el pesado portal
y el guardián es la desesperación.

Cada prisión que los hombres construyen
está hecha con los ladrillos de la vergüenza
y cercada por barrotes, no sea que Cristo pueda observar
cómo los hombres mutilan a sus hermanos.
Con rejas desdibujan la misericordiosa luna
y ciegan al bienhechor sol:
y ellos hacen bien ocultando su Infierno
pues en él ocurren cosas
que nunca el hijo de Dios ni el hijo del Hombre
debieran contemplar.

En este contexto, la balada narra la vida en la prisión y los trabajos forzados:

Cabizbajos por el ruedo
hicimos el Desfile de los Locos.
Nada nos importaba: sabíamos bien
que éramos la Brigada del Diablo,
y con cabeza rapada y pies de plomo
nos prestamos a la alegre mascarada.

Desgarramos la cuerda alquitranada
con uñas romas, sangrantes;
frotamos las puertas, fregamos los pisos
y pulimos los barrotes brillantes;
y madero tras madero el tablón jabonamos
entre el estruendo de los cubos.

Como una llamarada de luz, surge conmovedor un estribillo entre los versos, que describe el cielo acotado de los presos, el inalcanzable lugar de ideales y libertad, para contrastarlo con la cárcel donde, igual que en el infierno de Dante, la principal pena es la pérdida irremisible de toda esperanza:

Jamás vi a nadie que mirara
con ojos tan ansiosos
la pequeña tienda azul
que los presos llaman cielo
y a cada nube arrastrando
sus enredados vellones.

Éramos como hombres que a través de un pantano
de inmunda oscuridad a tientas van.
No osamos murmurar una plegaria
ni tampoco alentamos nuestra angustia,
algo muerto se encontraba en nosotros
y eso muerto era la Esperanza.

Poco después de escribir la balada, Wilde murió de una meningitis provocada por una otitis crónica. Ansioso de morbo, el público la atribuyó a una sífilis.

5 comentarios en “Oscar Wilde, un poeta en presidio

  1. El narcisismo intelectual o más bien el opio de los intelectuales, tal vez sea la peor de las enfermedades humanas, de las que solo se libra el indigente, quien ignora su propia indigencia.

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  2. Pingback: Oscar Wilde, un poeta en presidio — El vuelo de la lechuza – Lupita Cuevas

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