En el cuento «Utopía de un hombre que está cansado», de Jorge Luis Borges, encontramos la siguiente cita: «Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante». Esta descripción, aparentemente indicativa de un tiempo pasado dada su redacción, hace referencia, sin embargo, a nuestra época. Para muchos, aquello resultará efectivamente cierto, a juzgar sobre todo por la cada vez mayor presencia de la propaganda en nuestra vida diaria; no obstante, una comprensión cabal del fenómeno, muchas veces inadvertida, puede indicarnos otras señales no menos –e incluso más– relevantes que deberíamos tener en cuenta en el momento de efectuar algunas críticas.
En su libro La sociedad del espectáculo (tomamos aquí la traducción de Rodrigo Vicuña), Guy Debord (1931-1994) asume como tarea principal la de profundizar en la evaluación de la progresiva centralidad de la imagen en la vida cotidiana de las sociedades modernas. No se trata sin más de aproximarse a la mera constatación de la omnipresencia de la imagen en la vida pública y, sobre todo, en el ámbito «privado», sino de exponer históricamente las condiciones ontológicas –extradiscursivas, si se quiere– que han hecho posible tal centralidad.
Para Debord, tales condiciones se corresponden plenamente con las propiciadas por el despliegue del capitalismo a nivel planetario. Cuando afirma que «El espectáculo es el capital a un grado de acumulación tal que éste deviene imagen» no quiere poner énfasis sino en cómo la necesidad de la imagen en la actual cultura occidental no es más que la realización efectiva de la posibilidad de dominación que llevaba y lleva dentro de sí el capitalismo.
Lo que caracteriza esencialmente al espectáculo es la separación que lleva a cabo en las esferas de interacción humanas: del mismo modo que en las fábricas los obreros se ven separados del producto de su trabajo al igual que de sus compañeros, la imagen no hace más que producir una distancia –mediante la representación– entre los individuos y su interacción con lo real. Ya en un texto anterior habíamos señalado, de la mano de Heidegger cómo la representación adquiere un puesto esencial en la metafísica moderna. Toda relación posible entre un sujeto y un objeto es posible sólo a través de la representación. Lo que distingue (y amplía), meritoriamente, el análisis de Debord es que no solamente se dirige al examen del pensamiento occidental, sino que apunta principalmente a las condiciones materiales de su surgimiento. En una retroalimentación continua, los sujetos piensan el mundo a través de la representación, y el mundo mismo existe y se perpetúa a través de tales individuos.
De ahí que el espectáculo no sólo sea el conjunto de la publicidad o los mass media, fenómenos sociales a los que nos hemos habituado tanto: el término se refiere fundamentalmente a las condiciones de posibilidad de la comunicación hoy en día («a la comunicabilidad misma», como diría Giorgio Agamben). Mediante aquella inserción en las estructuras básicas de la socialización humana, imprimiendo así un sentido absolutamente espectacular, la dominación ideológica cobra plena efectividad.
No obstante, de lo que se trata aquí no es de un dominio de consciencias que favorece a los intereses de los grandes capitalistas y que para sustraernos de ello habría que buscar o intentar otras interpretaciones de lo real. No es una tarea epistémica, de resignificaciones, o «un conflicto de interpretaciones» lo que abre las posibilidades de la liberación. Antes bien, lo que el espectáculo atestigua en el nivel lingüístico no es más que una dominación de todas las aristas de la existencia. En las fases actuales del capitalismo, toda la narrativa espectacular no es más que la esfera cuyo desarrollo apunta a su perpetuidad, y en ello no hace otra cosa que reproducir el orden social existente.
De la misma manera en que la dependencia hacia las redes sociales se ha vuelto general (no sólo hablamos aquí en un sentido subjetivo, sino también objetivo: una condición básica de la socialización actual es la capacidad que tenemos para «conectarnos al mundo») y la manifiesta y apabullante dictadura de la moda sobre los modos de fabricar nuestra propia imagen (la «buena presencia»), las sujeciones del individuo hacia los poderes existentes se han vuelto quizá más fuertes que nunca. Se diseña la forma en que hay que vivir ante los demás y ante uno mismo, pero también las formas en que podemos escapar o sustraernos al continuo mundo laboral (las ofertas de vacaciones, viajes a lugares exóticos, el turismo, todo aquello se sigue moviendo bajo la contemplación del espectáculo).
Que el mundo se haya unificado en torno a una «aldea global» con un código simbólico hegemonizado es la señal de que la historia efectivamente ha devenido universal, pero a costa de extender la dominación del capitalismo a todos los lugares del planeta. De hecho, como apunta Debord, esta universalización del espectáculo se hace patente no sólo en la vida cotidiana, sino también en las organizaciones burocráticas (que en la globalización tienden a ser bastante similares): la cosificación que en ella impera (como lo describe perfectamente Kafka en El proceso), la separación jerarquizada que lleva a cabo y su dependencia en torno a las figuras soberanas para justificar su existencia (Debord piensa en las imágenes construidas de Stalin y otros dictadores posteriores en la URSS), todo ello no hace más que indicar que incluso la institucionalidad aparentemente democrática se funda hoy en los parámetros del capitalismo (no está de más recordar las razones que señalaba Platón para criticar la democracia sofística de su época: son los sofistas quienes sostienen los objetos y crean las sombras o imágenes que no se corresponden con lo real).
Frente a ello, Debord no propone una relativización del discurso capitalista para acudir a otro más «objetivo» o «humano». En líneas generales, Debord se inscribe también en la tarea de una revolución completa de las estructuras sociales para eliminar de raíz la metafísica del espectáculo: sólo mediante la reactivación de los móviles de la historia puede hacerse frente al anquilosamiento al que están sometidas las clases en el capitalismo. Tarea que, con lo avanzado y naturalizado que está el espectáculo a día de hoy, se presenta como cada vez más difícil de realizar… si bien no lo es para aquellos que experimentan la excepcionalidad y la pobreza sin mediación de representación alguna.
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Muy buen artículo.
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El desarrollo tecnologico digital puede crear una «realidad virtual»que de muchas formas reemplazara las carencias fisicas intelectuales, esteticas,políticas, economicas,de la población por algo que le llaman influencers,lideres de opinion,»personalidades «,»especialistas» ,coach,etc.que habran de «orientarte» o darte una forma de vida,informarte y «guiarte»,en suma,se siguen utilizando estos medios para manipular,adoctrinar,confundir,amedrentar,a la poblacion tal como lo iniciaron los ingleses,los nazis,stalin,mussolini,los gringos y que ya forma parte se su «cultura» y en México se utliza para lo mismo.
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