Además de saber por dónde empezar, la narrativa breve necesita saber dónde terminar. Tras haber acumulado sus complejas tensiones, las historias cortas no deben abandonarnos con facilidad. En apenas un puñado de páginas, los relatos de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) representan la angustia de un fracaso, junto a la demencia del discurso. Tras haber leído de nuevo Ficciones (Borges esencial, RAE, Penguin Random House, 2017) es imposible, incluso sabiendo lo que está por venir, no dejarse atrapar, como en la primera lectura, por unos personajes y situaciones tan minuciosamente descritos, unas viñetas entrañables, a la espera de su novela, unos microensayos que piden ser desarrollados en una tesis doctoral: «[Ts’ui Pên] creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades» («El jardín de los senderos que se bifurcan»).
«Lo que me esfuerzo es en la autenticidad. Nada es real». Así describía W. G. Sebald sus propias incursiones en el género corto. Bien podrían ser el epígrafe de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», ficción borgiana que descree de su propia ficticidad: «Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica». Por extensión, los cuentos de Ficciones, donde se halla incluida, fracasan una y otra vez en ser cuentos: la metaficción insiste en su auto-referencialidad; conspiran lector y escritor por relatar su historia; la metanarrativa presupone revelaciones retenidas; se aíslan vidas y elecciones individuales.
Al igual que las historias de Chéjov o de Raymond Carver, los personajes no tienen una existencia fuera de los límites claustrofóbicos de unas pocas escenas. Se encuentran atrapados sin salida en los rincones particulares de un mundo estilístico, un universo moral instintivo, que el autor ya ha hecho suyo antes de hablar de ellos: «[Funes el memorioso] no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado»; «[Johannes Dahlmann] sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él […] que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, esta es la muerte que hubiera elegido o soñado» («El Sur»).
A tres décadas de la muerte del autor de La memoria de Shakespeare (1983), la metaficción borgiana sigue rompiendo los límites entre ficción y vida, autor y narrador. Borges quiere que nos identifiquemos con sus avatares, para sucumbir a la ilusión narrativa. Para cumplirse en su sacrificio, la obra debe compensar y confesar el error cometido. En la construcción del collage de historias que arma cuidadosamente, el argentino sugiere, tal vez, que la existencia nos llega demasiado fragmentada, demasiado múltiple, para ser reducida a una sola narración. Eso no significa que no puede ser capturada, en toda su desgarradora variedad, en las páginas de un libro.
Divergente, convergente y paralelo tres cuentos en un mismo libro, un objeto con el cual físicamente podemos dar forma a los tres conceptos, así del mismo modo el contenido de cada uno en si mismo fuera metáfora sobre metáfora de su título, y el autor relacione y entreteja.. procurando dejar todo encajado .. este trio en uno y todo, imposible e infinito..
Puede intuir, vislumbrar ciego lo sin forma .. innombrable, conciencia pura todo.
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