Se cumplen cien años de uno de los acontecimientos más complejos e importantes de la historia política: el estallido de la Revolución rusa en febrero de 1917. En los últimos años del siglo XIX, Rusia constituía el único régimen absolutista que aún quedaba vivo en Europa; su economía se basaba fundamentalmente en un sistema agrario. Hasta 1861, cuando el zar Alejandro II abolió la servidumbre, las condiciones de vida de los campesinos eran terriblemente duras, por lo que ciertos intelectuales comenzaron a mostrarse reacios respecto a la ciega aceptación del régimen –hasta que el propio zar fue al fin asesinado veinte años después de aquella abolición–.
Le sucedió Alejandro III, quien, en vista de lo que a su antecesor le había ocurrido, tomó fuertes y drásticas medidas frente a cualquier posible introducción de ideas liberales y democráticas en Rusia, manteniendo el régimen lejos de cualquier atisbo de progreso político y social. Sin embargo, a causa de la evolución y propagación imparable del capitalismo y la aparición y consolidación de una clase obrera, la expansión de las ideas socialistas-demócratas se hizo patente e irrefrenable.
En 1870 nacía Lenin (Vladimir Ilich Uliánov) en una familia acomodada, hijo de un inspector de enseñanza y de una madre de refinada cultura: debido a este origen, en la casa de Lenin se respiraba un ambiente liberal. Cuando cumple los dieciséis años, el seguro mundo de su infancia comienza a tambalearse: muere su padre y aparecen algunos problemas económicos en el contexto familiar; por otro lado, su hermano Alejandro, al que desde bien pequeño Lenin idolatraba, es detenido por «nihilista» (acusación semejante a la de anarquista) y además señalado por presuntamente planear un inminente atentado contra el recién estrenado zar.
El hermano querido fue ejecutado en la horca y Lenin descubre en él un hombre hasta entonces desconocido: lector de libros «prohibidos» y un absoluto rebelde ante las injusticias sociales, que nunca, ni siquiera bajo el yugo de terribles amenazas, abjuró de sus ideas políticas –llegando a pagar su defensa con la propia muerte–. Algún tiempo después, Lenin ingresa en la universidad para estudiar Derecho, pero a los pocos meses es detenido momentáneamente y expulsado por agitador, no habiendo aún cumplido los dieciocho. Desde aquel momento decide asumir enteramente los ideales revolucionarios, en pos de una sociedad igualitaria. En estos años Lenin se convierte en un auténtico devorador de obras de corte revolucionario (entre ellos, por supuesto, los escritos de Marx).
El descubrimiento de El Capital resulta decisivo para su futura formación intelectual. El punto en desacuerdo con Marx supondrá la originalidad de la doctrina de Lenin: fomentar y llevar a cabo la revolución en Rusia, país donde quizás para Marx hubiera sido impensable enarbolarla y después desarrollarla, precisamente a causa de su mínima industrialización y el bajo número de proletarios. En este sentido, la sobresaliente inteligencia política de Lenin supo convertir el plural grupo bolchevique (el partido) en un instrumento constituido por profesionales de la propaganda –e incluso de la conspiración–, cuya misión principal estribaría en concienciar a la clase obrera y en fomentar una suerte de centralismo democrático, para acabar por entregarse al fin a la causa de la revolución.
En El Estado y la revolución Lenin se mostraba contundente. Merece la pena citar por extenso las palabras con las que justifica la existencia del Estado únicamente en su función de instrumento para la revolución:
El Estado es una organización especial de la fuerza, es una organización de la violencia para la represión de una clase cualquiera. ¿Qué clase es la que el proletariado tiene que reprimir? Sólo es, naturalmente, la clase explotadora, es decir, la burguesía. Los trabajadores sólo necesitan el Estado para aplastar la resistencia de los explotadores, y este aplastamiento sólo puede dirigirlo, sólo puede llevarlo a la práctica el proletariado, como la única clase consecuentemente revolucionaria, como la única clase capaz de unir a todos los trabajadores y explotados en la lucha contra la burguesía, por la completa eliminación de ésta.
A continuación señalaba sin pelos en la lengua a los culpables:
Las clases explotadoras necesitan la dominación política para mantener la explotación, es decir, en interés egoísta de una minoría insignificante contra la mayoría inmensa del pueblo. Las clases explotadas necesitan la dominación política para destruir completamente toda explotación, es decir, en interés de la mayoría del pueblo contra la minoría insignificante de los esclavistas modernos, es decir, los terratenientes y capitalistas.
Y, por último, apuntaba a quienes debían llevar a efecto la revolución:
El derrocamiento de la dominación de la burguesía sólo puede llevarlo a cabo el proletariado, como clase especial cuyas condiciones económicas de existencia le preparan para ese derrocamiento y le dan la posibilidad y la fuerza de efectuarlo.
Los inicios de la Revolución en Rusia encuentran su germen en un suceso sociológico que hermana aquellos lejanos días con las circunstancias actuales de algunos países europeos: la merma de la confianza en el poder y, más allá, la falta de legitimidad de éste para tomar decisiones y, al fin, ejecutarlas. Los graves y profundos problemas económicos y sociales desencadenaron el desarrollo de una conciencia política por parte de las capas más modestas de la población que, con la chispa de los revolucionarios, causó sensación y se expandió muy rápidamente. Como sugiere Lenin: «Sólo el proletariado es capaz de ser el jefe de todas las masas trabajadoras y explotadas […] y [sólo ellos] son capaces de luchar por su cuenta para alcanzar su propia liberación».
El testimonio de un joven médico, Chekin, en su regreso desde el Cáucaso hacia su hogar en la Rusia central, resulta esclarecedor:
En el camino de Vladikavkaz a Samara la Revolución bullía, la libertad embriagaba a todos. Los trenes estaban repletos; a menudo en lugar de por la puerta había que subir a través de una ventana del vagón. Viajábamos sobre los techos, en las locomotoras, pero todos nos sentíamos dignos, solemnes, con la cabeza en alto y una visión clara. La gente se sentía iluminada: pues había colapsado el podrido yugo de trescientos años de los zares Romanov.
Palabras que contrastan con el caos que sin duda generó aquel vuelco de los acontecimientos. En mayo de 1917, Andrei Sunin, antiguo soldado, se refería a la compleja situación en esta descriptiva carta enviada al diario Izvestia:
Al volver a casa, veo en la aldea a mi alrededor un sueño del que no hay despertar y una horrible ignorancia. Ellos todavía están viviendo en el pasado y lloran diciendo que cómo van a vivir ahora sin el zar. No importa cuántas palabras gastes para convencerlos, siguen cantando la misma canción. No hay ningún tipo de organización y ellos no van a hacer nada al respecto. No son capaces ni siquiera de decidir enviar a su representante al comité de gobierno del volost. Siguen fijando su esperanza en que como somos analfabetos, no sabemos cómo actuar. De este modo, no hay orden en la aldea.
Además, los desórdenes sociales se hicieron pronto la normal. Un campesino aseguraba que «cuando llegó la Revolución de 1917, los campesinos locales se lanzaron sobre las mansiones señoriales tanto tiempo deseadas. Saquearon, quemaron y destruyeron todo. En una semana, la mayor parte de las mansiones en el distrito habían sido reducidas a cenizas. Cuando se llegó a dividir las tierras todavía hubo una mayor confusión y caos». Un caos que, poco después, vino a intentar solucionar el férreo y sanguinario gobierno de Stalin, quien también participó activamente en la Revolución.
El punto de partida para el trabajo fundamental de los comités de tierras debe ser la transformación de toda la tierra del Estado, Corona, monasterios, Iglesia y las tierras de propiedad privada, con todos sus contenidos (bosques y aguas), para ser utilizadas por los trabajadores de manera equilibrada, sin pagos a los antiguos propietarios. […] La tierra se pondrá a disposición de todos los que la necesiten para asegurar su utilización más completa posible (Resolución de un comité campesino de la región de Kursk, sur de Moscú).
Dejando a un lado ahora el devenir de la propia Revolución, resulta fundamental adentrarse en los textos de Lenin para conocer e investigar los pormenores de este fundamental y complejo suceso que condujo a Rusia a la constitución de la Unión Soviética. Lenin fue sin duda un erudito de fuerte y magnético carácter y sus textos resultan en muchos puntos profundos e inspiradores. Quizá sea muy buen momento para retomar la lectura de este clásico del pensamiento político en ocasiones tan injustamente vilipendiado.
No cabe hablar de la abolición repentina de la burocracia, en todas partes y hasta sus últimas raíces. Esto es una utopía. Pero el destruir de golpe la antigua máquina burocrática y comenzar a construir inmediatamente otra nueva, que permita ir reduciendo gradualmente a la nada toda burocracia, no es una utopía. […] Nosotros no somos utopistas. No «soñamos» en cómo podrá prescindirse de golpe de todo gobierno, de toda subordinación; estos sueños anarquistas […] son fundamentalmente ajenos al marxismo y, de hecho, sólo sirven para aplazar la revolución socialista […]. A quien hay que someterse es a la vanguardia armada de todos los esplotados y trabajadores: al proletariado.
Borrascoso año aquel. Los Huracanes sobrevolaban
El país entero. Se desataban los nubarrones,
Sobre nosotros se precipitaba la tempestad, y el granizo y el trueno.
Heridas
Se abrían en los campos y en las aldeas bajo los golpes del azote terrestre.
Estallaban los rayos, los relámpagos redoblablan violencia.
El calor quemaba sin piedad, los pechos estaban oprimidos
Y el reflejo de los incendios alumbraba
Las tinieblas mudas de las noches sin estrellas.
(Primeros versos del único poema de Lenín)
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Gracias por el aporte! Muy claro y conciso
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