La noche oscura del alma: Béla Hamvas y la perdición del yo

Béla Hamvas, pensador crucial para entender el desarrollo de la cultura centroeuropea contemporánea, es, al mismo tiempo, casi un completo desconocido en la nuestra. Únicamente dos obras han llegado hasta nuestra lengua, gracias sobre todo al ímpetu de su traductor y estudioso, Adan Kovacsis. Si en Filosofía del vino, la atención se centra en la vitalidad y la jovialidad del ser humano, en La melancolía de las obras tardías (editado pulcra y magistralmente por Ediciones del Subsuelo), podemos observar el despliegue de su pensamiento desde todos sus vértices.

El espíritu de su pensamiento se acerca considerablemente al de Schopenhauer en diferentes aspectos (renuncia del yo, afirmación de una realidad que va más allá de la realidad cotidiana, incapacidad de la razón para alcanzar dicha realidad esencial, importancia del ascetismo, deseo de aunar la cultura oriental con la occidental…) aunque, paradójicamente, no lo cite casi nunca (sí que lo hace, y en innumerables ocasiones, con Nietzsche, por contra). En todo caso, uno de los temas más relevantes, y que vincula tan estrechamente a ambos, es la preponderancia que otorgan a la música como el lenguaje propio de la esencia de la realidad. En particular, Hamvas encumbra lo musical, sirviéndose en gran medida de Beethoven y, más concretamente, de su Séptima sinfonía. Mostrando una gran profundidad intelectual y un encomiable conocimiento de la obra beethoveniana, identifica la música de Beethoven como el lugar en el que el sujeto se trasciende a sí mismo. Ahora bien, esta superación Hamvas la define, en último término, como ascetismo.

Hablamos de ascetismo cuando se es más fuerte que uno mismo. La forma básica de la vida ascética es la que se manifiesta en el piano beethoveniano: deja estallar libremente la pasión y luego, en el último instante, antes de que nos arrastre, vencerla. Así se vuelve el hombre más fuerte que él mismo (p. 37).

El eco de Schopenhauer se hace cada vez más palpable a medida que se desarrolla su explicación. La música, en definitiva, a modo de trance, provoca que el individuo vaya más allá de sus posibilidades, sea capaz de hacer trizas el imperio de su cotidianidad, lo que, finalmente, le conducirá a la ruptura con su identidad, por un lado, y abrazar la esencia de la realidad, por el otro.

Todo esto es posible, según Hamvas, porque lo musical constituye un lenguaje que va más allá de la representación. Expresado en otros términos, Hamvas nos introduce en un lenguaje que está más cercano al conjuro y al hechizo que al conceptualismo y sus reglas, y que, por todo ello, permite socavar los decretos de lo cotidiano. A diferencia del lenguaje mimético, que intenta copiar la realidad a través de su urdimbre morfosintáctica, existe una palabra que reside en las proximidades de lo místico, alumbrando en todo momento lo taumatúrgico, y que, gracias a ello, mediante su invocación, la esencia despierta de su letargo y se trastoca definitivamente la hegemonía de la normalidad.

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Y esto es lo que hace Beethoven con su Séptima sinfonía, pero también lo que realiza el ruiseñor con su canto o lo que acomete la verdadera escritura, aquella que, en el fondo, se nutre perpetuamente de la fuerza incontrolable del Logos. De ahí que, por lo que concierne a este último punto, Heráclito juegue un papel fundamental para nuestro autor. El filósofo de Efeso, el oscuro, el extraño, el críptico, el pensador que osaba contradecir las leyes escritas y no escritas de su sociedad e intentaba establecer un nuevo orden, más acorde al verdadero devenir de lo real, es una figura crucial para Hamvas (como también lo son, por cierto, Homero, Platón, Plotino, Montaigne y tantos otros que o bien cita directamente o bien circulan espectralmente por el texto). Para Heráclito la existencia del Logos va más allá de las veleidades de lo terrenal. Logos, por otra parte, es de aquellos conceptos imposibles de traducir. Cualquier tentativa sucumbe ante los infinitos matices que se escapan cuando se intenta absorber su sentido unívoco. Siempre existirá una arista del concepto que se escapará irremediablemente de su captura. Por suerte, si lo pensamos bien.

Hamvas asume completamente esta pérdida, y la consiguiente intraducibilidad (aquí hubiese sido interesante establecer un diálogo entre nuestro autor y Blanchot…), y se reafirma en la necesidad del Logos como la entidad que nos remite, en última instancia, al lenguaje que rebasa cualquier limitación mimética y sintáctica.

Es comprensible, si atendemos a lo anteriormente expuesto, que Hamvas sea tan duro con el lenguaje literario, por ejemplo. Aunque pueda desconcertar un tanto, el (mal) escritor emplea un lenguaje caduco, anquilosado, cansino, que devora, en todo momento, la verdadera expresividad de la palabra. En efecto,

Este lenguaje está muerto en el fondo o es una lengua extraña o una lengua prestada; es decir, no una lengua, sino a lo sumo una cifra, a lo sumo jerga, o sea, terminología. El literato parasita el verdadero lenguaje. Por eso es tan infinitamente pobre en palabras y por eso ha de mostrarse tan rico. […] El lenguaje del literato, sin embargo, se caracteriza precisamente por no ser mantra, sino terminología, es decir, carece de sentido y no es capaz de acercarse a la realidad. El lenguaje del literato es un sucedáneo y encaja perfectamente con las necesidades de quienes o no saben o no quieren o no osan vivir una vida verdadera (pp. 76-77).

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La lengua del Logos, que la hablan, entre otros, Homero, Sófocles, Heráclito, Lao-Tse, Platón, Shakespeare, Goethe o Rilke, es una exhortación hacia lo desconocido, un impulso hacia una renuncia infinita de la materialidad e idealidad del lenguaje de la cotidianidad. Sin embargo, quien habla esta lengua necesariamente tiene que abdicar de su yo, debe renunciar al narcisismo. La palabra que desborda su contenido exige romper con la identidad, en resumidas cuentas. Es en este punto donde sus admirados Upanisads (otro rasgo que, por cierto, lo emparenta con Schopenhauer) empapa el espíritu de varios textos de la obra. Sin embargo, esta apuesta por la huida del ego tendrá como consecuencia el rechazo y alejamiento de propuestas como las de Kierkegaard (memorable su texto Kierkegaard en Sicilia), Heidegger o los existencialistas. En especial, se centra en atacar el individualismo estéril de Kierkegaard que le provocó, entre otras cosas, cegarse en su angustia y regocijarse en la desesperación. Su cerrazón en el yo, su narcisismo llevado al paroxismo, le hizo ser incapaz de abrirse al Otro, de ver que estaba unido intrínsecamente a esa realidad de la que abjuraba constantemente, le impidió ir, en definitiva, más allá de vivencias que nacían y morían únicamente para su goce narcisista. Todo ello constituye un mapa sórdido que guía no sólo el pensamiento del Kierkegaard, sino que también estructura toda una mentalidad que abastecerá a Europa durante su época más oscura, según Hamvas (Una gota de la perdición, La formación de los Estados, Nadie). La ausencia de afuera, de puntos de fuga, nos dirá, conduce inexorablemente a la noche oscura del alma, un estado caracterizado por la oscuridad permanente e insondable, donde la imaginación negra reina a sus anchas para enclaustrarnos, definitivamente, en la prisión de nuestro cuerpo.

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