Antonio Gramsci: el socialismo de acción

Antonio Gramsci, nacido en Cagliari en 1891, fue un activo y fundamental personaje político. A caballo entre los siglos XIX y XX, todavía hoy puede enseñarnos muchas cosas sobre el funcionamiento del Estado y los movimientos sociales a través de sus numerosos escritos. De hecho, su obra adquiere –en este contexto de crisis social y económica global– una presencia sobresaliente. Contamos, además, con una extensa, magnífica y muy lograda antología de sus textos más representativos que Alianza ha publicado en brillante edición del profesor César Rendueles bajo el título de Escritos. Y es que «hay pocos autores –sugiere Rendueles en su introducción– tan proclives a ser antologizados como Gramsci. Escribió mucho pero casi nunca sistemáticamente. Sus conceptos filosóficos, históricos y científicos esenciales están dispersos en textos de ocasión o en los apuntes de los Cuadernos de la cárcel que, además, son muy variados temáticamente».

Su marxismo sui generis le condujo a fundar lo que él mismo denominó «filosofía de la praxis». En «Oprimidos y opresores», una breve y temprana pero compendiosa reflexión sobre la naturaleza humana que compuso en 1910 como ejercicio escolar, nos explica que «parece que sea un cruel destino de los humanos este instinto que los domina de querer devorarse unos a los otros, en vez de hacer que converjan las fuerzas unidas de todos para luchar contra la naturaleza y hacerla cada vez más útil para las necesidades de los hombres».

El significado de la emigración en masa de los trabajadores es este: el sistema capitalista, que es el sistema predominante, no es capaz de dar alimento, vivienda y vestido a la población, y una parte no pequeña de ésta se ve obligada a emigrar…

Gramsci Alianza

A juicio de Gramsci, para solucionar progresivamente esta desventaja «connatural» que portamos los humanos en nuestras relaciones mutuas, debemos llevar a la práctica lo que postula la teoría marxista. Pero, lejos de prestar oídos al «marxismo oficial» –dogmático y anquilosado en el papel–, Gramsci nos propone tomarnos muy en serio la dialéctica marxista, de corte hegeliano, que encontramos en las obras de Karl Marx. Como indica acertadamente César Rendueles, desde la perspectiva gramsciana «la tarea del marxismo no es tanto elaborar una concepción general de la causalidad histórica como estudiar la forma en que distintos elementos sociales conflictivos, algunos más frágiles y otros más duraderos, se articulan de forma contingente para dar solidez a un macizo social en particular». Por su parte, Gramsci trazaba esta cariñosa y atenta semblanza de Marx en su escrito «Nuestro Marx»:

Karl Marx es para nosotros el maestro de vida espiritual y moral, no un pastor con báculo. Es estimulador de las perezas mentales, es el que despierta las buenas energías dormidas que hay que despertar para la buena batalla. Es un ejemplo de trabajo intenso y tenaz para conseguir la clara honradez de las ideas, la sólida cultura necesaria para no hablar vacuamente de abstracciones. Es bloque monolítico de humanidad que sabe y piensa, que no se contempla la lengua al hablar, ni se pone la mano en el corazón para sentir, sino que construye silogismos de hierro que aferran la realidad en su esencia y la dominan, que penetran en los cerebros, disuelven las sedimentaciones del prejuicio y la idea fija y robustecen el carácter moral.

Si bien es cierto que ha existido y existe una «codicia insaciable» en el panorama de los asuntos humanos, debemos acudir a lo mejor de nuestra condición para superar tamañas trabas estructurales: la cultura. Una cultura que, a fin de cuentas, intenta convertir el pensamiento en acción; en concreto, el pensamiento marxista, la sincera y descarnada lucha por los derechos de los trabajadores. Gramsci es tajante al respecto: debemos dejar de pensar la cultura como un saber enciclopédico que se queda en la tinta.

Hay que perder la costumbre y dejar de concebir la cultura como saber enciclopédico en el cual el hombre no se contempla más que bajo la forma de un recipiente que hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos […]. Pero esto no es cultura, sino pedantería; no es inteligencia, sino intelecto, y es justo reaccionar contra ello.

El ser humano no es un simple recipiente que hay que llenar de la mejor manera posible, pues lo importante, al fin y al cabo, es qué hace cada uno con ese contenido, con el propio conocimiento. «La cultura –escribía el italiano– es organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de una superior consciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes». Entender la cultura como mera acumulación de datos e información es para Gramsci uno de los aspectos que más daño hace al proletariado como grupo social, pues «sólo sirve para producir desorientados, gente que se cree superior al resto de la humanidad porque ha amontonado en la memoria cierta cantidad de datos». De ahí la importancia de la praxis, de la acción. Como indica Ferrater Mora, «el marxismo de Gramsci aparecía como una revivificación de la teoría de la práctica marxista contra todo intento de congelación. La filosofía de la praxis podía convertirse de este modo en una reforma revolucionaria de la sociedad en la que pudieran tener cabida la organización socialista y la libertad cultural».

Precisamente por defender con uñas y dientes su postura (una firme defensa de la libertad y de los trabajadores), además de por su militancia en el Partido Comunista de Italia, Gramsci dará con sus huesos en la cárcel en los primeros años de gobierno de Mussolini. De su encierro saldrá, lamentablemente, muy maltrecho, debido a una precaria salud que empeoró entre barrotes. Muere con apenas cuarenta y cinco años a causa de una hemorragia cerebral en 1937. Y es que, como él mismo advertía en su juventud, «los hombres están sólo barnizados de civilización, y en cuanto se les rasca aparece inmediatamente la piel de lobo». De nada sirve la erudición si no conduce a una pasión activa y operante que contribuya a obtener los derechos de la clase trabajadora, como sugiere en uno de sus textos más célebres (recogido en esta excelente antología): «Odio a los indiferentes».

La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es el lastre para el innovador, es la materia inerte en la que con frecuencia se ahogan las pasiones más brillantes, es el pantano que rodea la vieja ciudad y la protege mejor que las murallas más sólidas, mejor que las corazas de sus guerreros, porque engulle en sus remolinos limosos a los asaltantes, y los diezma y los acobarda y finalmente los hace desistir de su empresa heroica.

gramsci-antologia

Debemos tener claro –como nos enseñó este sincero italiano que nunca escondió sus ideas incluso bajo riesgo de perder la vida– que en la historia no hay nada absoluto, inamovible, del todo rígido. Si una tarea debe proponerse el socialismo no es la de sustituir un orden por otro, como muchos piensan, sino instaurar «el orden en sí», es decir, aquel que nos permita, como congéneres, realizar íntegramente nuestra personalidad y que, a la vez, ésta sea reconocida por todos los ciudadanos. Asegura Gramsci que cuando esta máxima se cumpla «todos los privilegios constituidos se derrumbarán».

Los privilegios y las diferencias sociales, puesto que son producto de la sociedad y no de la naturaleza, pueden sobrepasarse. La humanidad necesita otro baño de sangre para borrar muchas de esas injusticias: que los dominantes no se arrepientan entonces de haber dejado a las muchedumbres en un estado de ignorancia y salvajismos.

El socialismo de acción de Gramsci no es (como en ocasiones se ha defendido) pura utopía, y él luchó sin descanso por que así lo comprendieran sus amigos y colegas. Su meta fue clara: que la riqueza «no sea instrumento de esclavitud, sino que, al serlo de todos impersonalmente, dé a todos los medios para conseguir todo el bienestar posible». Hemos de acabar con el «sentido común», ese «terrible negrero de los espíritus», que nos adocena y enclaustra en la masa sin posibilidad de actuar para mejorar las cosas; el sentido común nos hace cobardes y nos impide ver el nuevo orden posible, ese socialismo por llegar. Pero, sobre todo, nos hace sentir miedo y caer presas de un grave temor a perderlo todo, circunstancias que finalmente redundan en la inmovilidad social y en un frío y aberrante conformismo.

La crítica al sistema capitalista que hace suya Gramsci se desarrolla de una manera un tanto socrática, absolutamente filosófica, casi espiritualista. Él mismo puso por escrito que «el hombre es sobre todo espíritu, o sea, creación histórica, y no naturaleza». La conciencia unitaria del proletariado ha de venir dada por el conocimiento de uno mismo. Como ya planteara Novalis, «el problema supremo de la cultura consiste en hacerse dueño del propio yo». A hombros del poeta romántico, Gramsci nos regala uno de los fragmentos más bellos del pensamiento político del siglo XX y, de nuevo, nos ofrece toda una lección antropológica («Socialismo y cultura», 1916):

Conocerse a sí mismo quiere decir ser lo que se es, quiere decir ser dueños de sí mismo, distinguirse, salir fuera del caso, ser elemento de orden, pero del orden propio y de la propia disciplina a un ideal. Y eso no se puede obtener si no se reconoce también a los demás, su historia, el decurso de los esfuerzos que han hecho los demás para ser lo que son, para crear la civilización que han creado y que queremos sustituir por la nuestra.

Ni la revolución ni el cambio social llegarán si no se produce un «intenso trabajo» de crítica y penetración cultural. Un trabajo que debe comenzar por nosotros mismos, por asumir nuestra propia responsabilidad. Leer a Gramsci puede ser un buen primer movimiento, y esta antología, editada excelentemente por Alianza y comentada con mano experta por César Rendueles, nos brinda una inmejorable oportunidad.

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