Las reflexiones de Hannah Arendt resultan de más actualidad que nunca. Lo muestra la prolífica producción que sobre ella aparece en nuestros días de la mano de importantes especialistas. Noelia Bueno Gómez, doctora en Filosofía, publica Acción y biografía: de la política a la historia. La identidad individual (Tirant Humanidades), una monografía muy enjundiosa presentada desde un enfoque que, en el ámbito hispanohablante, aún se ha tratado poco: el concepto de identidad individual en el pensamiento de Arendt. A juicio de la autora, para la alemana «la identidad individual consiste en la historia de las acciones de una persona en el contexto del transcurso de su vida (contexto que incluye otros acontecimientos distintos de sus acciones que le hayan afectado y también los padecimientos producidos por éstas). De esta manera, el relato es capaz de unificar el quién es alguien y de recoger en parte y en parte formular el sentido de sus acciones, para mostrar al final lo que de único e irrepetible había en esa persona».
Partiendo de la reflexión arendtiana sobre lo político, Bueno Gómez lleva a cabo una magnífica, extensa y admirable investigación que navega todos los peldaños del ámbito público hasta desembarcar en el ámbito privado, mostrando cómo este último se encuentra irresolublemente ligado al comunitario. En Arendt, la identidad no puede resumirse a meros estados psicológicos, a los diversos momentos que un yo cualquiera vive y experimenta. Como apunta la autora del estudio, esa identidad no puede ser más que la unidad de la existencia del individuo «iluminada por la revelación de su unicidad mediante sus acciones, reconstruida en una historia», teniendo en cuenta la «percepción política» de la propia identidad: «política en el doble sentido de que la acción es política y las historias biográficas cumplen a su vez una función en el ámbito político». De ahí que la libertad, en este punto, cumpla un papel fundamental: «una libertad entendida como puesta en marcha de algo nuevo», aduce Bueno Gómez refiriéndose implícitamente a algunos fragmentos de La condición humana y a las siguientes líneas de Los orígenes del totalitarismo:
Destruir la individualidad es destruir la espontaneidad, el poder del hombre para comenzar algo nuevo a partir de sus propios recursos, algo que no puede ser explicado sobre la base de reacciones al ambiente y a los acontecimientos. Nada queda entonces más que fantasmales marionetas con rostros humanos
Nuestra identidad no puede –no debe– quedar sellada por una idiosincrasia impuesta. El peor favor que puede hacerse un ser humano a sí mismo es el de no pensar. La irreflexión, en un sentido amplio, nos expone a la superfluidad, a la más estúpida (y peligrosa) banalidad. Aunque el pensamiento, si no va a acompañado de acción, corre el riesgo de hacerse nimio, inútil, innecesario. Nuestra historia, y por tanto nuestra identidad, ha de entrelazar pensamiento y acción en un todo indistinguible, hasta que, al fin, pueda forjarse la historia de nuestra vida: la narración y los actos que somos. Sólo pensando y actuando frente a otros en el escenario de lo humano, de lo político, es como creamos realidad. En palabras de Arendt:
Lo milagroso es siempre la salvación, y no la ruina, pues sólo la salvación, y no la ruina, depende de la libertad de los hombres y de su capacidad de transformar el mundo y su curso natural. La absurda idea, tan generalizada en la época de Kafka y en la nuestra, de que la misión del hombre es someterse a un proceso determinado por unas fuerzas, cualesquiera que éstas sean, no puede más que acelerar la decadencia natural, pues con esta idea el hombre pone su libertad al servicio de la naturaleza y de su tendencia a la decadencia.
Pareciera que hemos llegado al punto, que tanto temía Arendt, en el que el sistema capitalista neoliberal ha puesto en marcha una tenebrosa sociedad compuesta de seres «laborantes» que sólo se preocupan de recibir su parte del pastel, de consumir cuanto ven y sienten, de tratar la realidad como un bien perecedero: el consumo rápido nos ha hecho perder de vista lo que de perdurable hay en la vida. Se ha impuesto, al fin, la sociedad de masas, «y un ejemplo –escribe Bueno Gómez– de su manera de convertir cualquier objeto en bien de consumo es su conversión de la cultura en entretenimiento». El animal laborans trata a los objetos como «meras funciones para el proceso vital de la sociedad, como si fueran los únicos capaces de satisfacer cierta necesidad, y para esa funcionalización casi carece de importancia que las necesidades en cuestión sean de una categoría suprema o ínfima», aduce Arendt.
Ese proceso por el que la realidad se convierte en algo trivial, casi fungible, ha hecho que dejemos a un lado nuestra faceta de seres entre seres, el mundo-entre-los-hombres. Y es que, en palabras de Bueno Gómez, «la presencia de otros es la única manera de corroborar la presencia de uno. Es en el mundo-entre-los-hombres donde Arendt piensa que puede desarrollarse la identidad individual, entendida desde el punto de vista del testigo que articula la historia de las acciones, de las maneras en que el biografiado abrió espacios y momentos de realidad». Un aspecto que he puesto sobre la mesa en el capítulo que dedico a la relación entre Arendt y Homero en el volumen Hannah Arendt y la literatura. Un espacio que no debe entenderse como un reducto diseñado para alcanzar la igualdad, sino más bien la distinción:
Pertenecer a los pocos iguales (hómoi oi) significa que se les ha permitido vivir entre sus pares; pero el espacio público mismo, la polis, estaba impregnada de un intenso espíritu agonal donde todo el mundo tenía que distinguirse constantemente de todos los otros, demostrar a través de hechos únicos o logros que él era el mejor de todos (aien aristeuein).
Es desde este promontorio, desde el campo de lo público (en el que se ponen en juego palabras y acciones), desde el que la persona ha de configurar su propia personalidad y configurarse con y frente a los demás, allí donde no prime la coacción ni puedan discutirse los hechos mismos. Como explica Noelia Bueno Gómez, en Arendt «la acción necesita de un espacio público para tener lugar, y en ese sentido no puede tener lugar en aislamiento, o cuando los vínculos entre personas han sido rotos, como en el caso de los totalitarismos».
La reflexión de Arendt, así como la que realiza Bueno Gómez, nos ayuda a plantearnos si, en efecto, nuestros días parecen oscurecer la posibilidad de que nos realicemos y, más allá, de que podamos existir en ese espacio de lo público. Debemos plantearnos, apoyándonos en Arendt, si lo público ha dejado de pertenecer a los seres humanos y ha comenzado a ser propiedad privada de otros elementos que se presumen autónomos: el capital, la política (no lo político), los mercados, etc. Arendt no deja de referirse en sus escritos a la necesidad de articular un discurso, el propio, que actualice la realidad de la condición humana como pluralidad, donde se permite, precisamente, la distinción de unos y otros. Si convertirse en un ser humano (conquistar la humanidad) exige un estatus jurídico, político y moral, ¿cómo y dónde adquirir estas premisas en un mundo en el que precisamente lo humano se confunde con lo maquinal, con lo automático, y apenas puede diferenciarse de la inercia con la que se mueve un cuerpo empujado desde fuera?
Una vida sin pensamiento es posible, pero no logra desarrollar su esencia; no sólo carece de sentido, sino que además no es plenamente viva. Los hombres que no piensan son como los sonámbulos.
Planteaba Arendt que «la dominación total no permite la iniciativa libre en ningún campo de la vida, ninguna actividad que no sea enteramente predecible». Expresión providencial y del todo vaticinadora de unos tiempos que la pensadora alemana no vivió, pero que sí pudo imaginar. Este estudio de Nuria Bueno Gómez, excelente en todas sus vertientes, nos invita a reflexionar sobre el papel de la libertad en la forja de nuestra identidad. Una libertad que corre el peligro de haberse perdido para siempre entre los bastidores de un teatro en el que, a fuerza de parecer libres, hemos dejado de serlo. Algo a lo que Arendt llamó, sin tapujos, «deshumanización».
La dominación total se alcanza cuando la persona humana, quien de algún modo es siempre una mezcla específica de espontaneidad y condicionamiento, ha sido transformada en un ser completamente condicionado cuyas reacciones pueden ser calculadas incluso cuando es conducido a una muerte cierta.
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