Johanna Schopenhauer: la «literata de los tiempos de Goethe»

Johanna Schopenhauer (1766-1838), autora prolífica (sus obras completas se recogen en 24 nada desdeñables volúmenes, entre novelas, diarios de viaje y epistolarios), no comenzó a escribir “profesionalmente” hasta una edad, para la época, bastante avanzada (su primera novela ve la luz a sus cincuenta años), cuando los problemas económicos amenazaban seriamente la tranquilidad de su familia. Una familia que había quedado tiempo atrás huérfana a medias, tras el fallecimiento –en oscuras circunstancias– de su marido Henrich Floris Schopenhauer. Johanna y Henrich Floris fueron padres de dos niños con destinos muy diferentes: el célebre filósofo Arthur Schopenhauer (1788-1860), a quien nos referiremos más adelante, y su hermana, Adele (1797-1849), que apenas se separó de su madre hasta la muerte de ésta.

Johanna fue conocida sobre todo como novelista (Thomas Mann se refiere a ella como una “literata de los tiempos de Goethe”), una ocupación que, salvo en círculos de alto copete, no estaba demasiado bien considerada. Será 1806 el año que, definitivamente, cambiará la vida de la autora, enfrascada hasta un año antes (cuando muere su marido) en el papel de mujer florero. Es, como decimos, en 1806 cuando toma la decisión de trasladarse junto a su hija a Weimar –la capital cultural de aquella Alemania de principios del XIX–, aunque no con demasiada fortuna: las tropas napoleónicas se abrían paso con la intención de llegar a los confines del imperio prusiano[1].

Por otro lado, y al margen del funesto y bélico panorama, como nos explica Rüdiger Safranski, “Johanna Schopenhauer se adaptó” muy rápido a esta nueva situación, rodeada de personalidades de la altura de Wieland, Tieck, los hermanos Schlegel y los Humboldt, Herder o el propio Goethe, “y desempolvó pronto el título polaco de consejero áulico de su marido (que éste nunca había utilizado). De modo que, en Weimar, se la llamaba siempre ‘consejera áulica Schopenhauer’”[2].

Arthur Schopenhauer, dolorosamente resentido con su madre desde la muerte de Henrich Floris, no dudará más adelante en denunciar este supuesto aprovechamiento que Johanna llevó a cabo en Weimar del título de su difunto marido. Un airado Arthur confesaba a su amigo Adam von Doß: “Yo conozco bien a las mujeres, sólo respetan el matrimonio en tanto que institución que les da de comer. Hasta mi propio padre, achacoso y afligido, postrado en su silla de enfermo, hubiera quedado abandonado de no ser por los cuidados de un viejo sirviente… Mi señora madre daba fiestas mientras él se consumía en su soledad; ella se divertía mientras él padecía amargas torturas. ¡Eso es amor de mujer!”[3]. Y es que, tras algunos enamoramientos juveniles muy probablemente frustrados por razones ajenas a su voluntad, Johanna conoce a Heinrich Floris Schopenhauer, hábil empresario con los bolsillos más que repletos de dinero –y por tanto, alguien nada despreciable a pesar de su no demasiado atractiva figura, teniendo en cuenta el modo en que por aquel entonces se llevaban a cabo los casamientos–, portador de un carácter taciturno que, andando el tiempo, se convertirá incluso en peligrosamente oscuro.

Johanna-Schopenhauer

Johanna Schopenhauer mantuvo siempre una turbulenta relación con su hijo, el filósofo Arthur Schopenhauer

Sin embargo, y a pesar de este dato indiscutible, achacable a las costumbres de aquel tiempo, no hay que negar el gracejo y habilidad con los que Johanna se desenvolvía en el eminente contexto que Weimar ofrecía. Es a su hijo Arthur a quien, paradójicamente, relata cómo llegó a intimar definitivamente con Goethe, una tarde en la que éste se presentó en casa de nuestra escritora, recibiéndole con toda normalidad y sin la pompa a la que el genio estaba acostumbrado. Es sabido que Goethe se unió en nupcias con Christiane Vulpius, la que antaño fuera su amante, y hermana asimismo del novelista y dramaturgo Christian August Vulpius. A pesar del tremebundo revuelo que este matrimonio provocó en la sociedad weimariana, Johanna lo tomó con absoluta naturalidad, acogiendo con mucho gusto la noticia y demostrándolo públicamente. En este sentido, explica a su hijo que en aquella jornada con Goethe “vi con claridad lo mucho que le alegró mi manera de proceder. Había además algunas damas conmigo, quienes aunque al principio se pusieron tiesas y formales, siguieron luego mi ejemplo. Goethe permaneció casi dos horas en la casa y estuvo tan hablador y amistoso como no se le había visto desde hacía dos años. No se había atrevido a llevarla en persona [se refiere e Christiane Vulpius, ya de apellido Goethe] a ninguna casa más que a la mía. Confió en que yo, siendo forastera y viniendo de una gran ciudad [Hamburgo], recibiría a la mujer como corresponde. Ella estaba en efecto turbada, pero yo me apresuré a echarle un cable. En mi situación, y teniendo en mente la consideración y el aprecio que he conseguido aquí, puedo facilitarle mucho la vida social en poco tiempo. Goethe lo desea y tiene una confianza en mí de la que pienso ser digna. Mañana devolveré la visita”[4]. Desde entonces, las visitas y continuos encuentros entre Johanna, Christiane y Goethe no tuvieron pausa, permitiendo así que ese “aprecio” que había conseguido Johanna en Weimar, del que tanto (y con tanta razón) se jactaba, se consolidase e incluso creciese, hasta convertir su casa en uno de los salones culturales más importantes de la Weimar del siglo XIX.

Gracias a la extraordinaria labor de traducción de Luis Fernando Moreno Claros (traductor de Arthur Schopenhauer, Nietzsche o Goethe), contamos en español con una envidiable muestra del trabajo novelístico de Johanna: se trata de una novelita, de apenas 150 páginas, que su autora tituló La nieve[5], imprescindible para conocer los gustos literarios de la época. Como apunta Moreno Claros, “La celebridad del salón [de Johanna] se mantuvo en su cima durante los años en los que pudo contar con Goethe entre sus visitas, más o menos hasta 1817”, momento en que el genio alemán pierde a su esposa, se encierra en sí mismo y abandona por largas temporadas su querida Weimar. A partir de cierto momento, el destino pareció conspirar contra Johanna (y su hija Adele, siempre a la sombra de su madre). Poco tiempo después, en 1818, la entidad financiera de Danzig en la que la consejera áulica tenía invertidos todos sus valores (heredados de la fortuna de su marido) se declara en quiebra, y ambas, madre e hija, se ven obligadas a desplazarse hasta la mencionada Danzig para salvar lo que estuviera en sus manos. La vuelta a Weimar no fue nada fácil… Es entonces cuando, a raíz de una oportunidad brindada –fatalmente– por la muerte de un íntimo amigo de Johanna (el erudito Ludwig Fernow[6], uno de sus mayores amigos y defensores en Weimar), la viuda Schopenhauer comienza a ejercitarse para “escribir por necesidad”. “Al parecer –nos cuenta Moreno Claros–, fue la primera autora alemana que adoptó la escritura como profesión: ni corta ni perezosa comenzó a colaborar en revistas literarias y artísticas con artículos misceláneos bien pagados, y pronto adquirió una gran maestría en la composición de relatos breves, cuentos y nouvelles. Johanna se cuenta también entre las primeras literatas que firmaron sus obras con su propio nombre, rechazando los seudónimos a los que recurrían otras autoras para hacerse pasar por hombres”. Un oficio que desempeñó con gusto y que le permitió, además, llegar hasta el final de su vida sin pasar penurias económicas.

Una invisible, sin duda, Johanna Schopenhauer, primero a la sombra de su marido y, actualmente, a la de los éxitos editoriales de su hijo Arthur (sin duda, uno de los filósofos más leídos en la actualidad, por mucho que sea a través de nada recomendables refritos de sus obras), a la que es conveniente seguir la pista para conocer una de las épocas más florecientes de la Weimar del primer tercio del XIX, un momento más que apasionante en el que ocupó un lugar predominante.

[1] A pesar de la desoladora situación, que sembró la ciudad de muertos y de destrucción, Johanna escribía durante aquellos días de ataque francés: “La necesidad aniquila todos los pequeños intereses y nos enseña cuán estrechamente emparentados estamos unos con otros”. Apud. SAFRANSKI, R., Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. Tusquets: Barcelona, 2008, p. 110.

[2] Ibid., p. 106.

[3] Apud. SCHOPENHAUER, J., La nieve. Periférica: Cáceres, 2007, p. 18.

[4] Vid. SAFRANSKI, R., op. cit., pp. 114-5.

[5] SCHOPENHAUER, J., op. cit. 

[6] Una figura que tendrá una importancia superlativa en el devenir vital de Johanna, incluso fallecido: las descripciones de los sucesos de la guerra de 1806-1807, “en forma epistolar, habían circulado ya entre sus conocidos y parientes como si fuesen auténticos documentos literarios. Incluso su hijo Arthur, tan poco dado a los cumplidos, la había elogiado por ello. Tras la muerte de Fernow, redactó una biografía de ese hombre al que admiraba [Carl Ludwig Fernow’s Leben]; lo hizo sin ambición literaria, con la única intención de cubrir con las ganancias del libro las deudas que Fernow había dejado con el editor Cotta. Pero al despertar el libro cierto interés en el público, y habiendo sido elogiado con vehemencia en el estrecho círculo de Weimar, se sintió animada a iniciar nuevas empresas literarias. Los asiduos a sus veladas de té elogiaban el talento narrativo con el que describía sus largos viajes. Era, pues, natural que explotase sus vivencias literariamente” (Vid. SAFRANSKI, R., op. cit., pp. 223-224), lo que Johanna no dudó en hacer, redactando sus Recuerdos de un viaje en los años 1803, 1804 y 1805, y su Viaje a través del sr de Francia (publicado en 1817). Luego, como comenta Safranski (idem), “se sucedieron las novelas unas detrás de otra y, a finales de la década de 1820, Brockhaus pudo realizar una edición de la obra en veinte volúmenes. Durante un decenio, Johanna Schopenhauer se convirtió en la escritora más famosa de Alemania”.

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