Pío Baroja es sin duda uno de los escritores más visitados de la literatura española, y desde luego no resulta osado afirmar que la calidad de sus escritos así como el interés común de los temas tratados a lo largo de su carrera como escritor le permiten ingresar en los anales de la Historia Universal de la Literatura.
Es Baroja un autor poliédrico, repleto de aristas siempre dispuestas a ser pulidas y comentadas por los conocedores de su obra, por mucho que la mayor parte de sus textos mantenga una unidad personalísima que autoriza a declararlos hijos de un mismo espíritu. En este sentido, confesaba Baroja que…
Todo el mundo tiene alguna filosofía; mi filosofía, si es que uno puede pretender tenerla, no se ha formado en las aulas, ni con discursos de profesores, sino con charlas en las calles y lecturas de ocasión. Es una filosofía la mía de transeúnte y de paseante en corte; mis palabras no tienen, pues, aire de consejo, y menos aire social.
El investigador Francisco Fuster, especialista en la historia de la cultura española de la llamada Edad de Plata (1900-1936), publica un enjundioso y muy ameno estudio sobre el autor vasco en el que examina el talante barojiano a la luz de la que muchos han reconocido como su obra más importante, El árbol de la ciencia, publicada por vez primera en los albores del siglo pasado (1911). El libro de Fuster examina -con el rigor del anatomista y la gracia del literato- el periplo vital, existencial, político y filosófico-científico que condujo a don Pío a componer el fatalmente truncado relato biográfico de Andrés Hurtado, auténtico Doppelgänger del propio Baroja. Fuster apunta, en efecto, que…
Andrés Hurtado [protagonista de El árbol de la ciencia] es mucho más que un personaje autobiográfico, que un trasunto de sí mismo inventado por Baroja para expresar mediante la ficción lo que pensaba, en realidad, de la España de fin de siglo. […] Aun siendo un personaje de ficción, una creación brotada de la imaginación literaria de Baroja, Andrés Hurtado encarna una actitud y una forma de estar en el mundo perfectamente asimilable a la de esos españoles que, por los mismos años, tuvieron que experimentar sensaciones similares, llevando unas vidas muy parecidas a la suya.
El libro de Francisco Fuster, titulado Baroja y España. Un amor imposible (publicado en Fórcola), es de esos volúmenes que -empleando terminología hegeliana- se disfrutan desde su más insultante exterioridad (entendiendo por ésta la cubierta, el cuerpo del libro, lo que envuelve su contenido y, por tanto, cuanto arropa y acompaña a lo que se dice, a lo que se cuenta en su interior; la silueta que observamos en la portada corresponde a la estatua que del autor vasco se yergue en lo más alto de uno de los lugares más librescos de Madrid, la llamada Cuesta de Moyano, a escasos metros de una de las puertas de acceso más concurridas al Parque de El Retiro).
Aunque Fuster asegura en los primeros aldabonazos de la obra que lo que en ella se pretende es «recrear a partir de [El árbol de la ciencia] la visión personal que [Baroja] tuvo de la crisis que padece España durante el tránsito del siglo XIX al siglo XX», lo cierto es que el libro es mucho más que esto. A medida que el lector se sumerge en sus capítulos, Baroja y España va cobrando tintes de relato casi biográfico, alejado de la prosa rimbombante y rebuscada de los estudios eruditos, en el que asistimos al desarrollo vital de un autor y de una época -si es que la historia, como tantos creen, está aún más viva que los individuos que la hacen avanzar- repleta de traumas que supuran anhelos de un mundo mejor. Como indica Fuster, recordando el análisis de Eugenio G. de Nora,
… el personaje creado por el novelista vasco «es (y no sólo ‘se siente’) un tipo inadaptado, un ser en lucha potencial o efectiva contra el ambiente». […] [S]on muchos los pasajes de El árbol de la ciencia en los que su protagonista parece víctima de este «espíritu de orfandad» que, según Martínez Palacio, le caracteriza; ese espíritu que le hace sentirse solo y a disgusto en todos los ambientes que frecuenta, en todos los lugares en los que vive.
A lo largo de ocho capítulos en los que el autor examina histórica, descriptiva y críticamente los avatares del contexto social, científico y político que rodean el forjamiento de El árbol de la ciencia, el lector se impregnará de la extraña necesidad con la que Baroja redactó su novela, un influjo que, puede decirse, estuvo presidido por la Ananké griega, por una suerte de irrenunciable fuerza que empujaba la pluma del autor vasco en busca de una redención no sólo personal, sino también y sobre todo epocal, generacional. Parece que aquella maravillosa reflexión que Baroja pusiera en boca de su protagonista, Andrés Hurtado, se hiciera realidad a la hora de redactar El árbol de la ciencia: «Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el caminante detenerse y sentarse a la sombra de un árbol, algo como penetrar en un oasis de paz».
Pero un buen libro no sería tal si no introdujera en su desarrollo elementos para la discusión, si no abriera caminos por explorar y horadar. La brillante reflexión de Fuster sobre la obra barojiana de la que venimos hablando -si no la más importante, sí al menos la más representativa de uno de sus períodos más relevantes de creación-, concluye con dos afirmaciones en las que merece la pena reparar. La primera de ellas, que Fuster comparte con uno de los más eminentes comentadores de los escritos de Baroja, José-Carlos Mainer, es que las peripecias vitales de Hurtado se asemejan al patrón de la novela de formación (Bildungsroman), en cuyo desarrollo, escribe Fuster, asistimos a «la historia de un individuo que trata de forjarse una personalidad individual, una identidad propia, que, desgraciadamente para él, no termina de cuajar, entre otras cosas porque se trata de una personalidad contradictoria y algo volátil».
A mi juicio, Andrés Hurtado no es partícipe de una evolución buscada, que podríamos denominar de manera laxa «voluntaria»; más bien, el proceso de su Bildung o educación vital es llevado a cabo bajo la égida de la más descarnada violencia. Expresado brevemente: Andrés Hurtado es arrojado a su destino (al Destino de la humanidad, podríamos apuntar) de una manera en virtud de la cual se ve obligado a cumplirlo, a consentirlo. Su periplo vital, en este sentido, no es satisfecho en correspondencia con sus aspiraciones, sino tan sólo asumido -a la sombra de las circunstancias que le son impuestas-. La libertad es en este caso auténtico protagonista de El árbol de la ciencia, en tanto que su ausencia es contemplada por Baroja como un espacio donde se da pábulo a la aparición de su completa antagonista: la necesidad. Como escribiera en El mundo es ansí,
Todo es dureza, todo crueldad, todo egoísmo. ¡En la vida de la persona menos cruel, cuánta injusticia, cuánta ingratitud!… El mundo es ansí. […] ¡Cuánto dolor producido a los demás de una manera caprichosa e indiferente!
Del sentimiento de tan trágica dicotomía, de lo que aun pudiendo ser nunca es, provendría en mi opinión la constante desorientación de Andrés a lo largo de toda la novela: el protagonista ignora su lugar específico en el mundo no porque desconozca a dónde quiere ir, sino por la carencia de certeza que siembra su corazón al respecto de sí mismo. Hurtado, y quizá Baroja en la época en la que escribe El árbol de la ciencia, es víctima de su propia mismidad: de ahí que, como muy acertadamente sugiere Francisco Fuster en expresión de Camus, Hurtado (así como Fernando Ossorio en Camino de perfección) se encuentre sumido en un «exilio sin recurso», en el más pestilente y fangoso «sentimiento de lo absurdo». Es por eso que difícilmente esta obra de Baroja se presta a ser catalogada como «novela de formación», al menos desde un punto de vista restringido, estricto: la libertad no es una posibilidad para el protagonista, sino más bien un ideal nunca presente o realizable, siempre lejano y al que, a la vista de la dinámica que impone la propia vida, le está -y estará- vedado todo acceso.
En este sentido, tampoco puedo estar de acuerdo con las palabras de Imman Fox en su capítulo sobre la relación entre Schopenhauer y Baroja (incluido en el volumen Pío Baroja. El escritor y la crítica), cuando asegura que El árbol de la ciencia «es un estudio de la incapacidad del protagonista para adaptarse a la circunstancia que lo rodea (la España de principios de siglo) y de su esfuerzo por lograr un ajuste ideológico con las vicisitudes de la vida», pues es precisamente tal «inadaptación» la que ejerce como motor de la acción de Andrés. Baroja presente así la doble -y funesta- cara de la libertad: desde luego que Hurtado es incapaz de doblegar a aquello que lo mantiene sometido, pero -repito- tal sometimiento lo es de sí mismo, y no de lo que rodea al personaje.
La condena de nuestro personaje estriba en su incapacidad para someterse a un sano diálogo consigo mismo: y ello a pesar de que, como explica magníficamente Francisco Fuster, «su individualismo y ese deseo de mantener la independencia a toda costa hacen de él un individuo propenso a aislarse de los demás, a encerrarse en su mundo propio». Un enclaustramiento que se halla cortocircuitado: el camino hacia dentro se encuentra clausurado de forma inconsciente, mientras que la salida al mundo queda imposibilitada por su insociabilidad («—Pero, hombre, ¿no vas a salir? —le preguntaba Margarita. —Yo, no. ¿Para qué? No me interesa nada de cuanto pasa fuera»).
Para terminar, una breve consideración sobre el final de Andrés Hurtado, que Francisco Fuster analiza pormenorizadamente con mano maestra. Como sabemos, el protagonista de El árbol de la ciencia se suicida tras asistir a algunos sucesos familiares de desenlace fatal. Sin embargo, Fuster asegura, así como Imman Fox en el escrito aludido, que, en su condición de «ilustrado trágico», Hurtado responde al prototipo de «hombre sensible que ha confiado toda su fe a una cultura que no ha logrado redimirle; a una ciencia que no ha conseguido salvarle», una tesis que, tal y como yo veo el asunto, no se sigue de la lógica vital de Andrés.
Fuster asegura, así como lo hacía el propio Baroja, que el final de la vida del personaje barojiano no causa tristeza porque, de alguna manera, éste se ve venir. Lo previsible desactiva así la posibilidad de sorpresa. Pero, a pesar de esta evidencia (que suscribo del todo), no comparto la convicción de la no-redención de Hurtado a través de su suicidio. Podríamos considerar el fin voluntario de Andrés de una manera distinta: y es que resulta sintomático que éste cometa su fatal acción de manos, precisamente, de la ciencia, pues lleva a cabo el suicidio a través de la ingesta de aconitina cristalizada de Duquesnel. En este sentido, es la propia ciencia la que da muerte a Hurtado, tras no haber logrado dar con un dispositivo que lograra encajar las piezas de una vida que por todos lados se le escapa de las manos. De esta forma, la muerte es la única consejera que se le antoja a Hurtado digna de confianza, pues nada de cuanto la vida pueda ofrecer, ni siquiera la ciencia, representa un motivo suficiente que invite a horadar el que, podríamos decir, funciona como auténtico protagonista de El árbol de la ciencia: el misterio y la búsqueda del sentido en el sinsentido.
Muy interesante, muchas gracias!
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De Pío Baroja, como dijera de él josé Ortega y Gasset: el autor de lo pequeño.
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Excelente artículo. Gracias por tanta generosidad intelectual.
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