La necesidad de un giro educativo: esperanza, mirada y atención

(Texto publicado originalmente en Debates, número 15, revista del Consejo Escolar de la Comunidad de Madrid.)

La escuela debe ser más que nunca el lugar en el que, junto con el estudiantado, podamos imaginar posibilidades de existir al margen de nuestra normalizada condición de consumidores o clientes. Como profesionales de la educación deberíamos preguntarnos con preocupación qué formación –o deformación– estaremos dando a los jóvenes si, en vez de transmitirles conocimiento (para crear libertad y cuestionar el origen de sus malestares), les administramos distracciones y placebos afectivos que los amolden dócilmente al engranaje del mercado, sin dotarlos de lo que la auténtica escuela, como creadora de tiempo libre (σχολή), debería generar: una mirada imaginativa y atenta que trascienda los yugos contemporáneos (productividad, rapidez, disponibilidad e interrupción).

Aristóteles explicó en su Política (VIII, 3, 1338a) que «El buscar en todo la utilidad es lo que menos se adapta a las personas magnánimas y libres». La educación no debe transmitir tan sólo lo provechoso y rentable para vivir suficientemente, sino también lo enriquecedor, lo noble, lo valioso y, en general, todo aquello que puede hacer bella una vida –o que al menos pueda disponerla hacia la belleza–; y es que, gracias a nuestra inteligencia, si logramos mantenerla como timón, podemos llegar a asemejarnos a los dioses. Al contrario, poner nuestros ojos únicamente en lo útil, sostenía Aristóteles, hace que convirtamos al estudiantado en utensilios, en herramientas al servicio de diversos intereses, y no en ciudadanos, es decir, en sujetos a la altura de su libertad y responsabilidad.

Es por eso que una reconsideración del sistema educativo en su conjunto debería llevarnos a cuestionar qué es y qué significa realmente aprender y enseñar y, de su mano, a la peliaguda cuestión de qué estamos enseñando y qué se está aprendiendo. Por esta razón, la educación habría de relacionarse en la actualidad, sobre todo, con una reorientación de nuestro deseo (hoy perdido, expropiado, secuestrado) y, con ello, con una reconquista de la atención, que no debemos definir como –o asimilar a la– concentración, pues la atención es apertura: abierta disposición al mundo. 

No por casualidad cuenta Aristóteles en el Protréptico una enriquecedora anécdota. Dos sabios filósofos presocráticos, Anaxágoras y Pitágoras, fueron preguntados por el propósito de la vida, para qué nos han dado la existencia los dioses. Relata Aristóteles que ambos contestaron lo mismo: hemos nacido para contemplar el cielo, para dirigir nuestra mirada en dirección a los astros celestes. En otras palabras: nuestra vida cobra sentido cuando logramos levantar la vista más allá –o más acá– de lo perentorio, de lo urgente, de lo que nos ancla al yugo de sólo-poder-mirar-hacia-nosotros. Nuestra actualidad se ve así des-astrada (sin poder contemplar los astros) y, por ello, abocada al des-astre (a la imposibilidad de mirar hacia el cielo, allende nuestra subjetividad), lo cual esconde una honda y preocupante consecuencia: carecemos de horizonte al que mirar, la única referencia es el propio sujeto, que subsiste a malas penas, superando numerosos malestares, en su esfera privada, pretendidamente autónoma, renegadora de una sana interdependencia. Es esto, y no otra cosa, el auténtico –y más trágico– narcisismo: no tener otro lugar al que ir y al que mirar que a sí mismo.

¿Podemos desde la educación, profesorado de todas las etapas, avivar la curiosidad y el ahínco por transformar la mirada, por ver algo más que no sea pura subjetividad? Un enriquecedor sistema educativo resulta central para el desarrollo de la responsabilidad individual, pues ofrece a los individuos las herramientas intelectuales necesarias para tomar decisiones informadas y actuar de manera responsable. Por si fuera poco, la educación también nos ayuda a comprender las consecuencias de nuestras acciones y a desarrollar habilidades para resolver problemas y preocuparnos por los asuntos comunes, por los asuntos de la polis. En este sentido, la responsabilidad individual es el resultado de la interacción entre un sano ejercicio de la memoria y el fomento de una educación crítica y humanística. Como sostuvo la pensadora veleña María Zambrano en diversos puntos de su obra, la responsabilidad individual es un componente central de la democracia y cada persona alberga la obligación de participar activamente en la sociedad y en la construcción de un mundo más justo, más solidario e interdependiente. Por eso es tan relevante mirar más allá de uno mismo; la responsabilidad individual no puede pensarse sin la responsabilidad social, ya que cada persona se encuentra inmersa en una comunidad y es a su vez responsable de sus acciones y decisiones no sólo en lo tocante para sí misma, sino también para los demás.

Pero ¿cómo fomentar esta mirada si las humanidades, que ensanchan nuestra visión, son muchas veces expulsadas de los currículos? En una de las últimas cartas de Arthur Schopenhauer, dirigida a dos jóvenes estudiantes que le habían solicitado consejo, incitaba a confiar siempre en la filosofía, que es una luz incandescente en la oscuridad. Y sobre todo, un modo de estar en la realidad que nos aleja del adormecimiento intelectual. La filosofía nos invita a permanecer despiertos en un entorno cada vez más dominado por la hiperestimulación, que nos amodorra a través de una rapidez que no nos deja tiempo para reflexionar sobre el modo y los ritmos en que estamos viviendo. El valor de la filosofía consiste en no guardarse ningún interrogante en el corazón, en tener la valentía para preguntar en un escenario donde las respuestas son múltiples, pero donde se señalan como sospechosas la duda o la disidencia. El ejercicio sanamente cuestionador de la filosofía es hoy un baluarte y una resistencia ante el dominio de la rapidez, del estrés, del ruido, de la polarización y de la lógica digital, que impregna la vida de los jóvenes y de cada vez más adultos. En definitiva, la filosofía es la disciplina que nos permite reapropiarnos de nuestra atención, de la capacidad para observar con viva curiosidad nuestra circunstancia y para operar en ella desde la libertad. También fue Zambrano quien señaló que existe un peligro en vida mucho más decisivo que el de la propia muerte. Ese peligro consiste en dejarse resbalar por la vida, como si no tuviéramos una responsabilidad individual por intervenir en cuanto ocurre en el mundo. Existen dos formas de habitar nuestro meollo vital, explicaba la filósofa. Una de ellas es la indiferencia, que nos hace cómplices de los acontecimientos, y con ella el silencio, que no se atreve a denunciar las injusticias o vergüenzas de nuestro tiempo. La otra actitud posible es el compromiso, asumir que nuestras acciones y palabras pueden ser decisivas para lo mejor y para lo peor. Renunciar a la filosofía, o a las humanidades en general, que son y representan un ahínco por saber siempre más y un motor para la acción responsable, significa dejar a un lado el ejercicio consciente y despierto, ávido, de nuestra atención. Por esta razón, renunciar a la filosofía es dejar de atender deliberadamente a nuestra realidad. Pensar nuestra circunstancia no debería ser un privilegio de intelectuales o especialistas. Pensar ha de ser un derecho ejercido por toda la ciudadanía desde la independencia intelectual y la autonomía emocional. Para ello, necesitamos una educación comprometida con las humanidades que nos empuje a ser legisladores de nuestra propia libertad.

En una cultura que, mediante diversos dispositivos disciplinantes, promueve la desafección cívica y la manipulación emocional, el papel de la filosofía en la educación cobra una función central, porque dota al estudiantado de un sentido de pertenencia a la polis. Esta conciencia de lo común que promueve el pensamiento comprometido con la realidad nos insta a reconocer nuestra responsabilidad individual en el funcionamiento de nuestros barrios y ciudades. El mencionado Aristóteles defendió que la polis se compone de iguales, es decir, de sujetos que (se) reconocen mutuamente su capacidad para hablar y actuar en igualdad de condiciones. Por supuesto, alcanzar esta igualdad depende de las decisiones de las instancias políticas institucionales, pero también de los lazos de cooperación y solidaridad generados entre los miembros de una sociedad. Ambos procesos se encuentran inexorablemente implicados. La filosofía, como pensar comprometido, incita a la ciudadanía a pujar por la equidad y la igualdad que nos ponen en condiciones de desarrollar nuestras respectivas potencias y capacidades, y permite que nadie deba dejar de pensar porque tenga que ocuparse con necesidad por su supervivencia.

Por otro lado, la educación y sus ritmos quedan igualmente impregnados por los lugares en que nos hemos acostumbrado a existir. Las ciudades contemporáneas se ha transformado en un espacio zombi saturado de consumismo. La voraz dinámica económica ha repercutido enormemente en la configuración de los espacios urbanos y debemos preguntarnos si tales lugares, convertidos en pasillos de incesante tránsito, son verdaderamente acogedores para la ciudadanía. La omnipresencia de centros comerciales, anuncios publicitarios y zonas comerciales de alta densidad ha conducido a la creación de un entorno urbano donde existimos avasallados por estímulos que sólo invitan al consumo. Son espacios diseñados para incentivar el gasto que resultan hostiles para los residentes, quienes con cada vez mayor asiduidad deben abandonar los centros de las ciudades por el ruido, la inasumible concentración poblacional o la subida de precios de inmuebles y alquileres. El desarrollo de la arquitectura y el urbanismo han sido definitivamente modelados por esta destructiva lógica económica, que atenta contra la interacción social, al querernos veloces y eficaces, y contra nuestro sentido estético, atrofiado por la hiperestimulación. Como defendió la pensadora y urbanista Jane Jacobs en 1961, en su obra Muerte y vida de las grandes ciudades, necesitamos espacios públicos donde los individuos puedan interactuar sin el imperativo de la prisa y donde poder construir relaciones significativas, frente a la urgencia y la homogeneización a la que nos expone el látigo comercial. Debemos recordar con claridad que la disposición de calles, plazas y edificios no es tan sólo un asunto de funcionalidad o estética, sino que la distribución física de nuestras ciudades y pueblos ejerce una honda influencia en nuestro modo de vivir, pensar y sentir.

Nuestros entornos existenciales repercuten en nuestra percepción de la seguridad, en la calidad de nuestras interacciones sociales y delimitan las actividades que podemos llevar a cabo y las que no. Se trata de silenciosas influencias que modulan nuestra conducta. En algunas áreas urbanas la disposición de los espacios públicos puede resultar muy poco acogedora y propiciar la alienación, el aislamiento o el tan diseminado sentimiento de soledad no deseada: la proliferación de altos edificios y carreteras congestionadas o la falta de zonas verdes puede conducirnos a un sentimiento de angustia o abandono, lo que, a su vez, puede generar trastornos emocionales como estrés, ansiedad o depresión. En las grandes ciudades todo parece dispuesto para vagar ininterrumpidamente, sin que haya lugar para la detención y la pausa, lo que puede desembocar en un pensamiento progresivamente más individualista y menos comunitario, por el cual el otro, nuestros conciudadanos, llegan a ser vistos como un impedimento e incluso como una amenaza. Y esto también lo absorben los estudiantes.

¿Qué puede hacer la educación ante este panorama esbozado? ¿Qué podemos hacer desde la docencia? Enseñar a mirar. Reconducir el foco y la amplitud de nuestra mirada y transmitir este ahínco a nuestros estudiantes, haciendo comprender a las instituciones políticas –y pedagógicas– que educar, y enseñar son verbos que tienen que ver, sobre todo, con un aprendizaje que aboga por querer atender en medio de un voraz océano de estímulos. Por eso explicó la pensadora francesa Simone Weil que la atención es, sin duda, la forma más pura y generosa de la inteligencia. Atender es amor. Atender es ser afectado por lo que aparece sin querer apropiárselo (como sucede con el scrolling infinito, que puja por un «siempre más», por una visión comercial y esquilmadora de la realidad); atender es un ver que no busca la rentabilidad, la utilidad ni el placer. Atender es, en definitiva, un gesto de apertura, de bella pasividad

Por eso la escuela ha de enseñar también la esperanza, en tanto que sólo quien puede mirar más allá de lo dado, de la estimulación constante y atenazadora propia de nuestro tiempo, es quien trasciende el yugo atencional y espera sin desesperar, apreciando el tiempo de la víspera, de lo porvenir. La escuela, dicho en una palabra, puede enseñar que el presente no está cerrado para siempre. La escuela crea horizonte e invita a transitarlo

Terminemos refiriéndonos a la esperanza. Algunos de los verbos que más pronunciamos los seres humanos son los de comenzar, iniciar o empezar. Y es que somos permanentes iniciadores. Como sugirió Hannah Arendt, pensadora política del pasado siglo, nos entregamos a la acción inaugural con tanto deleite por su imprevisibilidad, porque no podemos vaticinar con seguridad las definitivas consecuencias de un hacer determinado. El comienzo de algo sólo se refiere a un punto desde el que partir, pero las consecuencias de la acción humana, en su desarrollo y por definición, son inesperados y pueden desembocar en hechos insospechados. Es por eso que, incluso en tiempos de oscuridad, la esperanza nos resitúa en la interminable aventura humana de lo imprevisto. La esperanza, emparentada con una espera activa, no tiene que ver con cumplir ciertas expectativas sociales o productivas, sino con llegar a poder atravesar los senderos de lo imposible, incluso en las garras de la desesperación. La esperanza es un renacer a la vida incluso cuando sabemos que todo parece perdido, una atalaya en medio de la contienda de la vida y, por ello, es mucho más que un simple consuelo; más bien se trata de una interminable búsqueda hacia un futuro u-tópico, no localizado ni zanjado, esto es, no sujeto a la servidumbre. No debemos definir la esperanza como un inocente anhelo, sino como una virtud cívica y política, en tanto que pone en marcha lo común, y por eso es tan necesaria para enfrentar tiempos aciagos. Por último: la esperanza aviva nuestra imaginación, fomentando así una sana resistencia contra la oscuridad que amenaza con envolver nuestros ánimos y que coarta el civismo y la solidaridad. 

No olvidemos, finalmente, el imperio de lo digital, que deberíamos repensar. Dominados por la omnímoda presencia de herramientas tecnológicas, hemos ido olvidando peligrosamente el valor de la escritura a mano. Esta actividad conecta nuestra corporalidad con nuestra psique. Pero, además, se podría decir que con la escritura a mano nos jugamos nuestra comprensión del mundo. Una acción tan en apariencia insignificante como escribir detiene nuestra hiperestimulada realidad y nos aporta el tiempo preciso para poder entender cuanto nos rodea. La escritura nos permite recuperar nuestro tiempo. Por eso, escribir a mano no sólo esconde un componente cognitivo irrenunciable, al ayudarnos a reconquistar nuestra atención. Detenernos a escribir también se asemeja al talante filosófico, al asombro que provoca la reflexión. Filosofía y escritura a mano comparten la creación de un espacio donde es posible pensar y romper las voraces dinámicas de la aceleración, que nos sumerge en una narcotizada inconsciencia. Al contrario, la escritura a mano nos une al mundo. Al escribir no sólo recuperamos nuestra atención, sino también la libertad, porque nos hace responsables de qué palabras queremos elegir para expresarnos y actuar en el mundo. En un escenario saturado por luminosas pantallas e intrusivas notificaciones, perdemos paulatinamente de vista la riqueza de nuestra dimensión corporal. La unión entre el bolígrafo y la mano nos hace recordar la presencia física de nuestro cuerpo. Mientras escribimos y apretamos con nuestras manos el lápiz o la pluma, sentimos a la vez la resistencia del papel. Esta relación táctil hace que no olvidemos la importancia de la acción. En lugar de dejarnos llevar por el influjo de la cultura automatizada de los algoritmos, el acto de escribir a mano hace que redescubramos nuestra corporeidad como el lugar desde el que debemos ejercer una presencialidad comprometida con nuestro puesto en el mundo.

Aludamos para acabar a la centralidad del conocimiento. Desde numerosas plataformas pedagógicas se defiende que la educación no debe limitarse a la transmisión de conocimientos; que la educación ha de estar centrada –dicen– en el desarrollo de destrezas y habilidades que capaciten al alumnado para su futuro laboral. Sin embargo, este enfoque presenta un problema doctrinal de base: si el conocimiento y su valor pierden protagonismo en la educación, con ello también impediremos crecientemente la formación de un pensar independiente en los jóvenes, que quedan supeditados a las demandas del mercado laboral y son transformados en autómatas que reproducen las dinámicas del sistema productivo. Si el sistema educativo pierde de vista la importancia central del conocimiento, con ello transmutamos escuelas, colegios e institutos en lugares donde el servilismo estará garantizado. El conocimiento y su transmisión deben recuperar la centralidad en la educación. Urgentemente.

Quien suscribe estas líneas considera que la reflexión sobre el sistema educativo ha de girar sobre una cuestión central: ¿debemos sin más adaptar a niños y jóvenes a las demandas del sistema productivo y del mercado laboral o tendríamos que cultivar y desarrollar su capacidad para considerarse libres y autónomos? Una educación que se centra exclusivamente en la adaptación y en la resiliencia tiende a enfatizar la conformidad y la sumisión hacia las expectativas sociales preestablecidas, en vez de fomentar la capacidad de los sujetos para cuestionar su entorno y hacerlo más habitable. Una educación que sólo tiene como cometido la adaptabilidad del individuo tiende a perpetuar las estructuras de poder, el statu quo y la desigualdad, mientras limita con ello la formación de un pensamiento disidente y el desarrollo de la creatividad. Si formamos al estudiantado para que sea y se sienta libre y autónomo no sólo intentará adaptarse pasivamente a las circunstancias, sino que también tratará de comprenderlas y transformarlas de acuerdo con sus propios principios, en diálogo con una sociedad solidaria y dialogante. 

En este sentido, la escuela debería dar un giro de lo competencial-laboral-productivo a lo transformador-valioso-bello. De las habilidades y destrezas al enriquecimiento anímico, a lo que trasciende la más violenta realidad fáctica. Ya escribió Lorca, en un conocido discurso, que el pueblo necesita, antes que pan, poesía, esto es, relatos para decirse, imaginación para dibujarse más allá de los yugos que parecen insalvables. Lo imaginativo va de la mano de lo esperanzador, pues es la esperanza una praxis transformadora que logra saltar los estrechos muros del des-encanto –porque justamente vivimos un mundo que ha perdido su encantamiento, que es cada vez menos evocador, menos sugeridor y cada vez más cercenador y hostil–. 

Cuando se dice que, en escuelas y universidades, los estudiantes sólo deben saber lo que es útil para el mercado laboral, no debemos olvidar que los señores feudales dotaban a sus siervos del conocimiento estrictamente útil para que sus trabajadores pudieran servirlos. Por eso, la escuela debe trascender la utilidad y superar la racionalidad instrumental, como apuntaron Horkheimer y Adorno: conocer para poder pensar en libertad. En el esquema feudal, el saber se subordinaba a una función utilitaria que mantenía intactas las relaciones de poder, perpetuando la dependencia y limitando cualquier atisbo de emancipación subjetiva o social. Para que los jóvenes logren tener una voz libre, no sometida a diversos intereses, hay que volver a dar una importancia central a la educación y, en particular, al conocimiento, que cambia y transforma la mirada, el lugar desde el que se mira. Seré contundente: la libertad comienza donde termina la tiranía de la utilidad.

Sólo quien ha aprendido a mirar y a esperar, a no someterse al imperativo de la prisa, puede comenzar a comprender. La escuela ha de tener hoy su promontorio desde lo que denomino la mirada fundante, que no clasifica o conceptualiza, sino que posibilita, que abre posibilidades, que genera horizonte esperanzado. Por eso no existe un mayor gesto militante desde la docencia que el de cultivar la atención, como apertura, de nuestro estudiantado, ante el imperio del ruido, de la permanente disponibilidad y de la interrupción constante.

No educar en (ni mencionar o ensalzar) el éxito o la rentabilidad, sino apelar e invocar de continuo al asombro, a la belleza y a la curiosidad, pues es el aula un espacio de lenta revelación que, a fuerza de transmitir obligaciones e imperativos, ha perdido su cometido más genuino: forjar libertad, fraguar la mirada, alimentar la esperanza. Y caminar –no como quien avanza a rastras, sino como quien es impulsado por un deseo incandescente de saber que, a la vez, alimenta la potencia de vida, de querer vivir–. Quien tiene algo por conocer y comprender: ése vive.

6 comentarios en “La necesidad de un giro educativo: esperanza, mirada y atención

  1. La necesidad de un giro educativo: esperanza, mirada y atención https://public-api.wordpress.com/bar/?stat=groovemails-events&bin=wpcom_email_click&redirect_to=http%3A%2F%2Felvuelodelalechuza.com%2F2025%2F09%2F25%2Fla-necesidad-de-un-giro-educativo-esperanza-mirada-y-atencion%2F&sr=0&signature=05cc66fe425d2194e8a393e0b566d9b3&blog_id=106944087&user=c7b97d5aeae15883fbfef3f9fecc7977&_e=eyJlcnJvciI6bnVsbCwiYmxvZ19pZCI6MTA2OTQ0MDg3LCJibG9nX2xhbmciOiJlcyIsInNpdGVfaWRfbGFiZWwiOiJ3cGNvbSIsImhhc19mZWF0dXJlZF9pbWFnZSI6IjAiLCJzdWJzY3JpYmVyX2lkIjoiNDQ5ODE1MTg2IiwiX3VpIjoiYzdiOTdkNWFlYWUxNTg4M2ZiZmVmM2Y5ZmVjYzc5NzciLCJfdXQiOiJhbm9uIiwiZW1haWxfZG9tYWluIjoiZ21haWwuY29tIiwicG9zdF9pZCI6MjY2MTMsInVzZXJfZW1haWwiOiJwYW5kYXBhbG9taW5vQGdtYWlsLmNvbSIsImRhdGVfc2VudCI6IjIwMjUtMDktMjUiLCJlbWFpbF9uYW1lIjoibmV3LXBvc3QiLCJ0ZW1wbGF0ZSI6Im5ldy1wb3N0IiwiZW1haWxfaWQiOiJjYWU4ZmZjNTQyOWViMTdkNWRiMDIwZTZjZWNiNDhhYyIsImxpbmtfZGVzYyI6InBvc3QtdXJsIiwiYW5jaG9yX3RleHQiOiJMYSBuZWNlc2lkYWQgZGUgdW4gZ2lybyBlZHVjYXRpdm86IGVzcGVyYW56YSwgbWlyYWRhIHlcdTAwYTBhdGVuY2lcdTAwZjNuIiwiX2RyIjpudWxsLCJfZGwiOiJcL3dwXC92Mlwvc2l0ZXNcLzEwNjk0NDA4N1wvcG9zdHNcLzI2NjEzP19lbnZlbG9wZT0xJl9ndXRlbmJlcmdfbm9uY2U9YjNjNDI0ODY4OSZfbG9jYWxlPXVzZXIiLCJfZW4iOiJ3cGNvbV9lbWFpbF9jbGljayIsIl90cyI6MTc1ODgwNjkxNjIxMiwiYnJvd3Nlcl90eXBlIjoicGhwLWFnZW50IiwiX2F1YSI6IndwY29tLXRyYWNrcy1jbGllbnQtdjAuMyIsIl91bCI6bnVsbCwiYmxvZ190eiI6IjEiLCJ1c2VyX2xhbmciOm51bGx9&_z=z.

    Documento obligado para leer, releer y debatir pedagógicamente, para el logro definitivo de transformar el sistema perverso educativo que impide la libertad de pensamiento y acción . Gracias Carlos Javier González Serrano.

    Le gusta a 1 persona

  2. Gracias por escribir con atención, por detenerte a observar, por avivar la llama de la curiosidad en las aulas, por abrir horizonte y por cuestionar más allá de lo establecido. Gracias por este artículo. Es muy necesario en los tiempos que corren. Donde ya no se puede aprender por el mero placer de saber. Donde la educación pierde su valor fabricando estudiantes como productos de un sistema sin visión, un sistema que promueve la eficiencia antes que la creación. Un sistema que deja de lado la presencia, que olvida el amor por la sabiduría.

    Como estudiante de primer año en Filosofía, he de decir que me has transmitido esperanza y pasión para seguir indagando en las humanidades, para ver nuevas posibilidades y para crear con tanta vitalidad y fortaleza como lo haces tú, ¡¡muchas gracias!!

    Me gusta

  3. Pingback: Aprender a ver: la filosofía como un saber de la mirada. | Taller de Pensamiento Filosófico

Replica a Anónimo Cancelar la respuesta