El pensamiento de Franz Rosenzweig (1886-1929) configura una de las propuestas más arriesgadas sobre la subjetividad contemporánea. El sujeto es el centro de gravedad sobre el que se sostiene toda la especulación filosófica, según Rosenzweig, y, por ese motivo, es fundamental penetrar en sus estructuras para ver de qué manera podemos edificar una filosofía rigurosa, lúcida y profunda.
Para Rosenzweig, la filosofía, tal y como podemos observar en su crucial obra La estrella de la redención, busca extirpar la angustia ante la muerte. Todo mortal vive angustiando ante su finitud y por esa razón edifica abstracciones y razonamientos que mitiguen o, en el mejor de los casos, eliminen dicha profunda desestabilización que provoca la muerte. En particular, dentro de estas abstracciones, será la del Uno-Todo la que tenga mayor peso, según Rosenzweig, para alcanzar la ansiada tranquilidad. Ejemplos de Uno-Todo los encontramos en Hegel, con su concepción del Estado, pero también lo observamos en el Ser de Parménides o en las Ideas platónicas… La cuestión de fondo es que en todos estos planteamientos se denigra la individualidad al considerarla como un simple epifenómeno de una realidad que se define como esencial. Por todo ello la muerte sólo afectaría a lo insustancial, a lo despreciable, a lo más desechable, el sujeto, y dejaría incólume esa esencia que estructura la realidad. Así, bajo esta premisa, la muerte se considerará como una nada que no afecta a la raíz de lo real. Sin embargo, contra este anhelo filosófico, esa nada continua acechando (y mucho).
Realmente a esta propuesta totalizadora, que va de Parménides a Hegel (von Jonia bis Jena, como afirma recurrentemente Rosenzweig) se le escabulle la muerte, ya que no consigue ubicarla, explicarla y tipificarla tal y como querría o pretendería hacerlo. Piensan que únicamente con la derrota de la muerte (Abschaffung des Todes) se podría garantizar la verdad de la filosofía, pero ello, en última instancia, es imposible.
Si eso es así, ¿muere la filosofía? Sí y no. Muere una determinada manera de hacer filosofía, en particular aquella que apuesta todos sus recursos a eliminar lo subjetivo, singular, individual. Es decir, Rosenzweig aboga por un neues Denken en el que se reconoce al individuo, con plenitud de derechos ontológicos, y se reniega de la existencia de un Uno-Todo que lo aglutinaría, definiría y, en definitiva, eliminaría cualquier especificidad subjetiva. Hay un yo empírico que se escurre a toda totalización, verdaderamente. A su vez, se trata de un yo no objetivable, que es contingente, errante y con el que, finalmente, se deberá redefinir y replantear las coordenadas Gott-Welt-Mensch (Dios-Mundo-Hombre) que han trazado la filosofía moderna y parte de la contemporánea (o cómo mínimo, la de inicios del siglo XX).
Para penetrar en ese nuevo eje de coordenadas, para ahondar en ese yo específico e inconmensurable, deberemos elaborar una psicología negativa, que transcurra desde los productos y efectos de las acciones de ese sujeto concreto, hasta la contemplación esquiva, insuficiente pero, a pesar de todo ello, algo alumbradora, de algunos resortes de su naturaleza más profunda. En primer término, lo que nos ofrece esta psicología negativa es que el ser verdadero del sujeto es su fugacidad. La especificidad del sujeto se define principalmente por su carácter finito, efímero, volátil. En segundo lugar, el yo empírico, el sujeto concreto, goza de una libertad que se sostiene en la Nada. Es decir, no hay ninguna esencia o naturaleza en la que se enraíce la libertad, sino que más bien hay una voluntad obstinada que desde su finitud y muda facticidad, escoge entre la infinitud de proyectos y posibilidades que tiene a su alcance. De esta obstinación nacerá el carácter y, a medida que este va configurándose, es cuando puede vislumbrarse, a través de sus contenidos, el sí-mismo de la subjetividad.
La principal característica del sí-mismo es que permanece por completo cerrado en sí mismo, se define por su radical solipsismo. El mundo y todas sus leyes son absolutamente ajenos al sí-mismo que, como contrapartida, construye su ethos a medida que actúa. La ética que impone la realidad, las leyes morales que establece lo social, no afecta a la singularidad profunda y concreta del sí-mismo. Sucintamente expresado, el sí-mismo es, en el fondo, un sujeto metaético.
Además, este sí-mismo irrumpe sin previo aviso, emerge como un acontecimiento que destroza cualesquier horizontes de espera. A su vez, cuando el sujeto es alumbrado por este rayo de mismisidad, alcanza su verdadero estatuto ontológico de subjetividad. Hasta su irrupción, este yo era un pedazo de mundo, carente de problematicidad, dicho en términos de Patocka, que gozaba de su mundo sin cuestionarse nada de su entidad o funcionamiento. Cuando brota el sí mismo, en cambio, estalla toda esa estulticia mundanal, la Uneigentlichkeit salta por los aires, y el sujeto queda absolutamente a la intemperie de su ser.
Este relámpago del sí-mismo se produce por primera vez, dirá Rosenzweig, bajo la máscara de Eros. En el amor el mundo deja de ser lo que hasta entonces había sido, el sujeto inicia un progresivo ensimismamiento, se sorprende por la vacuidad de lo que se rodea y que no se identifica con el objeto de su enamoramiento.
Sin embargo, como bien sabemos desde el Romanticismo, aunque ya se apuntaba en la tragedia griega, el amor tiene una naturaleza medusea ya que en su seno se aloja la fatalidad, en sus vísceras descansa la muerte. Tomando como interlocutores la figura de Guilgamesh o bien a autores como Goethe, Kleist, Keats o Leopardi, la muerte se consolidará como el fenómeno que otorgará el sí-mismo al sujeto ya que a partir de ella este alcanzará su especificidad. La muerte tiene un sentido y es la de revelar el auténtico sí-mismo, específico, irreductible e intransferible de cada subjetividad.
Ahora bien, la muerte que despierta el sí-mismo, a través de la virulencia del Eros, se escapa a cualquier teoría, tesis o planteamiento científico. Podemos tener un leve rumor de su importancia al observar al Otro, podemos vislumbrar algo de su violencia al mirar el rostro del agonizante, pero todo eso no es suficiente para definir su cartografía. Es una experiencia y, como tal, solamente puede ser vivida en la inconmensurabilidad de nuestro cuerpo (agonizante).