
Detalle del impactante cuadro de Francisco Pradilla en el que representa el viaje por tierras castellanas que Juana emprendió junto al cadáver de su marido, Felipe
Explicaba Hegel en sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal que existen designios que, por nuestra limitada condición humana, escapan de nuestra comprensión. En ocasiones deseamos rebelarnos contra un Destino cuya necesidad se impone con fuerza singular, contra una Providencia que maneja unas cartas de las que sólo logramos discernir su envés, siempre idéntico. Esta «cara B» de la Necesidad como Destino no es otra que el paso del tiempo: el contenido histórico, su haz o desarrollo, queda sin embargo vedado para nosotros.
Hegel manifiesta en la obra citada (II, 2, d) que, por su parte, existen individuos que, al margen de la moralidad de sus acciones, y movidos por su pasión, son capaces de hacer suyo el «fin universal» de la Historia. «La pasión -escribe Hegel- es la condición para que algo grande nazca del hombre; no es pues inmoral». Tales personajes, a juicio del filósofo, fijan para sí un fin que, en realidad, se corresponde con la «voluntad interna» de todos los hombres. De tal manera que la razón universal pone en juego ciertos «ardides» que hacen pasar nuestros veleidosos y mortales fines particulares por simples estratagemas del Espíritu para lograr lo universal; y es que precisamente, explica Hegel, «con la lucha, con la ruina de lo particular se produce lo universal». Los individuos son en este sentido sacrificados por la Idea, por un fin mayor -e inescrutable a nuestros ojos-, pues «lo particular es la mayoría de las veces harto mezquino, frente a lo universal».
Algunas páginas más adelante, Hegel describe (III, 1) -en un párrafo en el que no ahorra carga dramática- cómo se desenvuelve este proceso en la historia, un proceso en el que nunca ocurre nada nuevo bajo el sol ni azarosamente:
La evolución, que es en sí un sosegado producirse -puesto que consiste en permanecer a la vez en sí e igual a sí en la exteriorización- es, en el espíritu, una dura e infinita lucha contra sí mismo. Lo que el espíritu quiere es alcanzar su propio concepto; pero el espíritu mismo se lo encubre, orgulloso y rebosante de satisfacción, en este alejamiento de sí mismo. La evolución no es, pues, un mero producirse, inocente y pacífico, como en la vida orgánica, sino un duro y enojoso trabajo contra sí mismo.

Retrato de Juana de Castilla realizado por Juan de Flandes alrededor de 1497, cuando la por entonces infanta de España y archiduquesa de Austria apenas contaba 18 años
Muy bien conoció nuestra protagonista esta doble vertiente -trágicamente jánica, doble- de la historia. La aún hoy conocida como Juana la Loca es sin duda uno de los personajes más apasionantes del siglo XVI español. Ella, que tuvo que doblegarse a los designios de una sociedad patriarcal -acaudillada por monarcas déspotas, egoístas y ambiciosos- fue muy consciente de cómo se las gasta el Espíritu para hacer realidad lo universal, la Idea.
Aunque diversos documentos históricos y testimonios de la época no dejan lugar a dudas de los desarreglos psicológicos que Juana sufrió a partir de cierto momento de su vida, también es cierto que aquellos males que tanto le aquejaron fueron provocados en gran parte por la insidia de esos individuos que, a juicio de Hegel, no dudan en poner en juego sus pasiones de cara a la realización plena del Absoluto. Y aunque todo un especialista como Manuel Fernández Álvarez escriba en su imprescindible biografía sobre Juana que fue su «voluntad inerme» la que le impidió asumir «el activo protagonismo al que, por su alto linaje, parecía destinada», lo cierto es que el carácter inerme de tal voluntad fue forjado enteramente en la fragua de ciertos acuerdos palaciegos en los que se dejó deliberadamente fuera de juego a la que debería haber sido reina de Castilla y que, sin embargo, no pudo pasar de ser, a excepción de un breve periodo, reina nominal.
Juana sufrió mucho, como era costumbre en la época, su condición de mujer destinada a servir a los fines de los padres monarcas, en una España que por entonces gozaba de un relumbrón sin precedentes (unificación de los reinos españoles, imperio del cristianismo tras la expulsión de los judíos y los árabes del territorio nacional, descubrimiento de América, etc.) y que, como es evidente, deseaba proseguir con la consolidación y expansión de sus dominios. Como el resto de sus hermanas (pues Juan, hijo de Fernando e Isabel -Reyes Católicos-, murió joven a causa de sus excesos en materia sexual), Juana fue desposada a distancia con el borgoñón Felipe el Hermoso, de quien ni siquiera había visto un retrato.
Tras haber recibido la educación que le era propia (de carácter humanista, una educación que el mismo Luis Vives ensalzaría), Juana parte con apenas dieciséis años hacia la corte belga para convertirse en condesa de Flandes. Y es aquí donde comienza la verdadera absorción de Juana «la Desventurada» (como acertadamente la llama Fernández Álvarez) por el Absoluto, donde una vida que podría haberse convertido en alegría y boato se trueca en sueños desvanecidos, en nada. Como expresa Luis Suárez Fernández en La España de los Reyes Católicos:
Isabel la Católica despidió así uno de los grandes amores de su vida; no volvería a ver en Juana nunca más la muchacha nerviosa y alegre que se embarcaba temerosa del mar. De Flandes volvería una mujer distinta, con un jirón de tinieblas en el alma turbada.

Francisco Pradilla retrata el ambiente en el que Juana vivió recluida en Tordesillas, junto a la más pequeña de sus hijas, Catalina, por la que sentía especial predilección (y que más tarde se convertiría en reina de Portugal)
Juana se enfrenta de este modo a un país desconocido, un nuevo idioma, un clima hostil (en nada parecido a los soleados parajes castellanos) y, sobre todo, a los vaivenes de un marido que, poco a poco, y tras los primeros embates amorosos con Juana, se muestra terriblemente mujeriego y ambicioso en sus deseos de poder. Lo que vendrá después es de sobra conocido: la muerte siega a diestro y siniestro y, por embates de un Destino siempre inescrutable, Juana se convierte en heredera al trono de Castilla. La muerte sorprende a Isabel, madre de Juana, por lo que ésta y su marido Felipe han de regresar a España para ser nombrados monarcas. Pero la maquinaria había comenzado a rodar; como nos cuenta en su brillante biografía Manuel Fernández Álvarez:
Esa vida amorosa, tomada con verdadero frenesí, fue el asidero al que se agarró Juana para olvidarse de todas sus zozobras, de sus angustias, de su soledad. Y a él se aferraría tan fuertemente, con una furia tan sin control, que Felipe, su joven marido, empezó a alarmarse, hasta tratar de poner límites a aquella verdadera guerra del sexo.
La muerte de la madre, su condición de reina incipiente y los continuos sinsabores de un marido más preocupado por el poder y el placer que por el bienestar de su esposa, hicieron mella en el ánimo de doña Juana, que muy pronto cayó en una agudísima depresión de la que acaso nunca logró salir, y por la que, nos dicen testimonios de la época, «no se hartaba de llorar y llorar», «gime y no hace más que llorar». Un desasosiego que la va hundiendo en un agreste y profundo infierno: «La disposición de la Princesa es tal que no solamente a quien tanto la quiere debe dar mucha pena, mas a cualquiera, aunque fuesen extraños…», dictan los médicos Soto y Gutiérrez de Toledo.
Los celos por las amantes de su marido, a quien amó tanto y tan desesperadamente, le llevaron a su vez a cometer algunos excesos que, en el seno de una estructura fuertemente patriarcal y machista, no fueron muy bien vistos:
Aquella serpiente de fuego [los celos] le hizo estallar en turbulentas llamaradas, y se dice que con el corazón lleno de rabia, vomitando llamas el rostro, rechinando los dientes, la emprendió a golpes contra una de sus damas que sospechaba era la amante y ordenó le cortaran a rape el rubio cabello que tanto agradaba a Felipe.
Un acontecimiento que propició nuevos malos tratos por parte del borgoñón a su ya perdida esposa, a quien no dudaba en encerrar largas horas en estancias palaciegas. Y tras tales enclaustramientos conyugales -siempre forzados-, vendrían los paternos e incluso los filiales: pues fue Fernando, padre de Juana, quien tuvo a bien trasladar a su hija a un castillo de Tordesillas (Valladolid), declarándola incapaz para el ejercicio de la gobernanza. Un encierro que sería patrocinado más tarde, ya cumplida la muerte de Fernando, por su nieto -e hijo de Juana-, el todopoderoso emperador Carlos. Hombres todos que, al decir de Hegel, forjaban paulatinamente la historia del Absoluto a pesar de lo particular, a pesar de Juana y de sus momentos de lucidez (que los tuvo, y muchos), a pesar de las insurrecciones comuneras que pudieron devolver a Juana el poder que le correspondía, a pesar de la inmoral desfachatez de tener a una esposa, a una hija o a una madre encerrada y domeñada en una fortaleza de piedra. El humanista Pedro Mártir de Anglería describe el terrible cuadro:
[Juana] arrastra una vida desdichada, gozándonse en la oscuridad y en el retiro, con la mano en la barbilla y cerrada la boca como si fuera muda. No gusta del trato con nadie y mucho menos con mujeres, a las que odia y aparta de sí como hacía en vida de su marido, sin que haya manera de convencerla de que ponga una firma o redacte unas líneas para el gobierno del Estado.
Y así es como Juana de Castilla, más conocida como Juana la Loca, sucumbió al Espíritu hegeliano y hubo de conformarse con sufrir y soportar la soledad que le impusieron desde la más temprana juventud. Así fue como el Absoluto convirtió Tordesillas en el Destino de Juana; «una Juana sin voluntad propia para decidir por sí misma- apunta Fernández Álvarez-, pese a que ella era, y no su padre, la Reina propietaria de Castilla». El fraile que le asistiría en los últimos momentos de su vida, fray Luis de la Cruz, describía así a una ya muy anciana Juana:
Su Alteza es tan sincera e inocente de pena y culpa, que verdaderamente es más de haberle envidia que lástima…
Acaso lo que le destruyó fue ese revelarse contra el Absoluto y lo absoluto. Ese pretender tener la razón por encima del Todo y de todos, es lo que hizo que la perdiera.
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