Hace unos meses inauguramos la sección de cine hablando de Lars Von Trier, el controvertido director danés. Hoy hablamos de Stanley Kubrick, el genio del Bronx que lleva a cabo una inmersión en las oscuras profundidades de lo humano, donde con su foco particular ilumina paisajes ignotos. Con sólo trece largometrajes logra ocupar un puesto eminente en la historia del séptimo arte (cifra menor si la comparamos con la obra infinita de John Ford, Godard, Hitchcock o Woody Allen). Si no es uno de los directores más prolíficos, en buena medida se debe a que sí es uno de los más prolijos, en el buen sentido de la palabra. Cuidadoso como el que más, ha pasado a la historia como el director de los pequeños detalles, como el tierno torturador, un hierático muy expresivo, un flemático muy irascible.
Kubrick conoce pronto sus puntos débiles. Reniega de Fear and desire: su ópera prima dice demasiado de él mismo. En El beso del asesino, su segundo largometraje, no queda del todo conforme con la historia y el guion, por lo que más adelante sus películas estarán basadas en novelas de escritores como Navokov, Anthony Burgess o Arthur Schnitzler. Es infiel y hereje de la trama y trasfondo de estas novelas, que no son sino el medio que usa para expresar ideas propias, para mostrar y sugerir, sin explicitar, las cuestiones humanas que más lo inquietan. Y aunque no respetar estrictamente la trama de esas obras le cuesta la ojeriza de algunos autores, es aquí donde reside una de las mayores genialidades de Kubrick: moderno Prometeo que da fuego y también vida, porque uno arde en su creación llena de guerra, lucha de potencias celestes, de principios que anuncian finales. Con los rateros perfectamente chapuzas de Atraco perfecto los billetes estaban predestinados a alzar el vuelo. El ataque suicida del ejército francés no conduce a los tres pobres diablos a Senderos de gloria, sino a un paredón aderezado con fe de última hora. Nótese la ironía de estos títulos, pues es un elemento que se infiltra por el torrente de todas sus películas: «—Marine, ¿qué es esa chapa que llevas ahí? —Un símbolo de paz, señor. —¿Qué llevas escrito en tu casco? —Nacido para matar, señor». Recluta Bufón advierte de primera mano una dualidad que en la guerra se vuelve tan densa como para mascarse, deglutirse y excretarse. Uno puede descargar un calibre siete y medio a quemarropa sobre una cría vietnamita tan pronto como amar y tener la «cabeza ocupada por sueños eróticos». «A Dios se le pone dura con los marines», dice el lascivo sargento, para quien hasta los fusiles son susceptibles de recibir amor carnal. La chaqueta metálica es su último film bélico, pero la guerra y la violencia, vinculadas al sexo, es un tema recurrente en la filmografía del barbudo director. En ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú, el polifacético Peter Sellers (que interpreta tres papeles en la película, y que si hubiese dependido de él se hubiese adueñado de todo el elenco), intenta reprimir inútilmente en el papel de Dr. Strangelove una erección disfrazada de saludo nazi, que se resuelve con una eyaculación explosiva que acaba con el mundo.
Se podrá decir que a veces un cigarro es sólo un cigarro, pero el cine es siempre todo un lenguaje, y uno puede leer al margen de la hermenéutica. En este caso Kubrick supo expresar con elegancia la excitación del poder y la conquista. Del mismo modo podemos ver a Álex DeLarge poseído por un espíritu cuasidiabólico cuando, al término de La naranja mecánica, en plena experiencia extática, se imagina violando a una joven mientras es aplaudido por la burguesía, al tiempo que suena el prestissimo final del cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven. Es en esta película donde la violencia se representa de forma más explícita y brutal; y no es casualidad que los objetos fálicos adquieran unas dimensiones desorbitadas, y que el mismo Alex asesine a la mujer de los gatos con una escultura en forma de falo gigante.
Se tilda a Kubrick de frío, aséptico, distante. Es más bien como Borges dijo con ternura en su propia defensa: «desagradablemente sentimental». Si de algo se puede acusar al director y al poeta es de haber sido capaces de observar el mundo desde la distancia (íntima, inmediata). No la distancia de Fausto: «a pesar de mi larga barba, puedo asegurarte que no sé vivir; nunca he sabido comportarme en el mundo», a quien Mefistófeles dice: «Déjate, pues, de reflexiones y lánzate al mundo conmigo». Más bien la distancia del feto nietzscheano de 2001: una odisea el espacio, que observa desde el espacio exterior tras haber pertenecido a la humanidad. Cada monolito, un cambio. Tres transformaciones del espíritu. Nos cuenta Zaratustra:
¿Qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo.
El niño contempla, el niño nos devuelve la mirada. En 2001 esa mirada se retrotrae a los orígenes del ser humano, y se extiende hacia sus más siniestras posibilidades. Es una historia evolutiva teleológica, intervenida por una entidad incognoscible que nos tiene preparados un plan cósmico y trascendental. En este sentido la película plantea la bizarra hipótesis que el Nobel de química Svante August Arrhenius defendió a principios del siglo XX. Según la panspermia, la complejidad de la vida terrestre (y por ende la trágica existencia del hombre), no sería el producto de una evolución que se haya dado exclusivamente aquí, en la Tierra. Una forma de vida desconocida habría interactuado de algún modo en nuestro entorno, propiciando una sofisticación biológica que acabaría convirtiéndose en lo que somos. Esta es una idea atractiva, seductora sobre todo en su planteamiento más radical: la panspermia dirigida plantea la interacción de una forma de vida compleja que deliberadamente entraría en contacto con formas de vida inferiores, creándolas o desarrollándolas para sus propios fines. Desde luego esta teoría solventa algunos de los grandes problemas de la evolución, como por ejemplo la explosión cámbrica (la aparición repentina y la rápida diversificación de organismos macroscópicos multicelulares complejos), las especies intermedias, enemigas de Darwin, o el aumento de genes Hox y el paso de la simetría radial a la bilateral. Todo quedaría explicado gracias a la interacción de una herramienta monolítica tan pulida y elegante como la de la película, de la que una inteligencia superior se serviría para llevar a cabo sus enigmáticos propósitos.
2001 plantea una nueva causa de nuestra existencia, pero no el propósito de nuestra vida. Desde luego, el sentido que la existencia pueda tener pasa a depender de algo que no conocemos, de manera que el problema se complica, por si no fuera ya suficientemente oscuro. Como no puede ser de otro modo, el sentido de la vida es para Kubrick un problema central en su obra. En 1968, año en el que se estrena su particular odisea espacial, concede una entrevista a la revista Playboy en la que nos deja estas bonitas palabras:
Los niños, por supuesto, empiezan a vivir con un incólume sentido del asombro, una total capacidad para disfrutar de algo tan simple como el verdor de una hoja; pero según van creciendo, la conciencia de la muerte y el decaimiento empiezan a impregnar su conciencia y sutilmente erosionan su joie de vivre, su idealismo —y su asunción de inmortalidad. Según el niño va madurando, ve muerte y dolor por todas partes, y empieza a perder la fe en la bondad del hombre. Pero si es razonablemente fuerte —y afortunado— puede convertir ese crepúsculo del alma en un renacimiento del elan de la vida. Debido a su conciencia del sinsentido de la vida, y a pesar de ella, puede forjar una fresca sensación de afirmación y propósito. […] Por muy vasta que sea la oscuridad, debemos proveer nuestra propia luz.
Cualquiera que sea el sentido que hallemos o no, si es que acaso hay alguno, lo que está claro es que el ser quiere reafirmar su esencia. Lo que existe no quiere dejar de hacerlo, y Hal 9000 tampoco. La máquina más sofisticada, lo último en inteligencia artificial, llegado un punto ve cercano su fin, y se niega a aceptarlo. Hal 9000 es una máquina singular: cuestiona, teme, mata, canta, muere. La muerte de los tripulantes nos es insípida; la de Hal nos conmueve. Mientras que los astronautas parecen estar hechos de hojalata, en Hal podemos ver cómo se retuercen sus entrañas a través de su mirada. La inquietante mirada de alguien que acaba de cometer un crimen. Hal 9000 es pensamiento, producto del pensamiento humano, que a su vez es el fruto de un pensamiento superior. La naturaleza es capaz de replicar su propio conocimiento, es decir, se piensa a sí misma.
En este punto es inevitable recordar el pasaje del capítulo noveno del duodécimo libro de la Metafísica de Aristóteles, sobre la inteligencia suprema: «La Inteligencia se piensa a sí misma, ya que ella misma es lo óptimo, y el pensamiento es pensamiento del pensamiento». Si el pensamiento se tiene a sí mismo por objeto, entonces el pensamiento y lo pensado son lo mismo, de manera eterna y absoluta, según Aristóteles. Este enredo abre las puertas a la posibilidad de una interpretación metafísica, según la cual los monolitos serían la manifestación de una causa última de la existencia, que movería el mundo atrayendo hacia sí. No se puede negar un contenido filosófico en la película. El mismo director declara: «Traté de crear una experiencia visual, una que evitase la clasificación verbal y penetrase directamente en el subconsciente con un contenido emocional y filosófico». Kubrick, fotógrafo de la revista Look con tan sólo dieciséis años, reivindica en cada film la importancia del lenguaje cinematográfico, más basado en imágenes y montaje que en diálogos, apuntando a lo que el cine es en esencia, y recordándonos que el celuloide nació siendo mudo.
El director neoyorkino se reinventa en cada una de sus películas; ninguna es parecida a la anterior. Se necesitan buenas dosis de valor y audacia para emprender una obra preciosista como Barry Lyndon, un deleite para la mirada en el que cada plano es digno de enmarcarse. A pesar de dirigir cuatro filmes bélicos (cinco si añadimos la superproducción épica Espartaco), cada uno trata el tema desde una visión distinta y desacostumbrada. Espartaco, protagonizada por el centenario Kirk Douglas y considerada por el propio Kubrick como un mero encargo, nos introduce en la piel de un heroico esclavo tracio cuyo deber es liberar a los suyos del yugo romano. Senderos de gloria, también de la mano de Douglas, nos muestra los infinitos límites del cinismo; las dos formas contrapuestas de enfrentarse a la muerte. Es una historia tremendamente emotiva, con una de los momentos más conmovedores de la historia del cine. El canto de la reclusa alemana amansa a las más abyectas fieras, y es una ventana al corazón del director. En Fear and desire una voz en off nos ubica y nos sugestiona; escuchamos los pensamientos de los soldados, oímos sin filtros la voz de su conciencia. Teléfono rojo transmuta lo trágico en cómico; la racionalidad se vuelve disparate y los personajes se disfrazan de un absurdo sentido común. En La chaqueta metálica se apunta: «Qué puta es la guerra, ¿eh?». Nos lo dice un soldado a carcajadas tras pedir a recluta Bufón que escriba sobre sus hazañas, entre las cuales figuran mujeres y niños. En la guerra los códigos culturales que construyen las fronteras de lo permitido se derrumban, y en la configuración de lo real comienzan a operar impulsos instintivos de la más primitiva naturaleza apenas reprimidos. Su penúltimo film es un retrato crudo y desgarrador, con el pelotón como personaje colectivo, formado por chavales que dejan de ser individuos después de ser esquilados como ovejas, después de ser bautizados con motes denigrantes que pasan a ser su nueva identidad.
Terrorífico como en El resplandor, sugestivo como en Eyes wide shut, y siempre provocador, como en Lolita. Un breve repaso a su filmografía es poco para lo que exige. Sentémonos de vez en cuando con él; siempre nos tendrá preparadas nuevas preguntas.
Interesantes estas reseñas.
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Muy buen artículo, la idea de dualidad, opuestos, ironía, de contenidos filosóficos que apuntan visualmente más alla de nuestra consciencia, enriquece más y dan ganas de volverlas a ver. Las películas de Kubrick son fascinantes, un orgasmo ver 2001: Odisea en el espacio, suspenso y terror en El Resplandor, etc. Recomendaría ver Solaris de Tarkovsky me parece una película con una visión distinta al 2001: odisea en el espacio de Kubrick pero ambas de gran contenido, simbolismo y como leí arriba de gran manejo del lenguaje cinematográfico.
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Si, Kubrik metafísico de galaxia en galaxia van sus argonautas. Kubrik más allá del psicoanálisis en el pequeño Edipo que borra las huellas en la nieve, matando al padre en su propio laberinto y salva a la madre. Kubrik mas alla de la conciencia, haciendo bueno a Alex a la fuerza y él se larga a las andadas siguiendo las partitutras de Aprendiz de Brujo… Kubrik acentuando el bajo de Sarabande de Handel y Marisa Berenson de Luto. Kubrik atrincherado en las ruinas de Vietnam con los ultimos tiros, de la moral social de la guerra a la moral íntima del seductor de la coqueta Lolita… qué narrativa nos ha regalado como Humanidad.
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