El último latido sepultado. Pompeya

Pompeii-coupleEn 1738, el futuro rey Carlos III de España, que por entonces lo era de Nápoles, encargó al ingeniero español Joaquín de Alcubierre comenzar las excavaciones en una zona de la Campania que durante años había sido famosa por sacar a la luz de vez en cuando ciertos tesoros antiguos. Alcubierre comenzó las excavaciones en la zona de Herculano, una ciudad aún no descubierta, rodeada por entonces de misterio y que se creía perdida para siempre. Además de eso, toda aquella zona era un área extremadamente difícil para realizar excavaciones, ya que se encontraba sepultada bajo casi 26 metros de lava sólida.

A pesar de la dificultad, se amplió la zona de prospección –sin otra intención que encontrar las incontables y exuberantes riquezas que ansiaba el rey–. En 1748 comenzaron las prospecciones en una zona mucho más sencilla de excavar, cubierta por una capa de lava menos gruesa. Así comenzó la excavación y el descubrimiento de lo que luego sería uno de los testimonios mejor conservados y conocidos del mundo clásico: la ciudad de Pompeya.

Era un 24 de agosto del año 79 d.C. cuando Pompeya quedó sepultada por la erupción del Vesubio. Una capa de flujo piroclástico –mezcla de aire, materiales sólidos y gases que resulta de ciertos tipos de explosión volcánica y que se mueve a ras de suelo, a menudo a gran velocidad– cubrió por completo la próspera ciudad y todas la zonas de alrededor, sepultando otras ciudades circundantes como Herculano o Estabia. Uno de los pocos testimonios escritos que se conservan sobre aquella erupción devastadora nos lo da Plinio el joven (61 a.C.-112 d.C.), contando a su amigo el historiador Tácito las últimas horas de su tío y su familia en la ciudad:

Nueve días antes de las Calendas de septiembre (24 de agosto), como a la hora séptima (una de la tarde), mi madre le señala una nube algo extraña en cuanto a tamaño y forma. […] Se levantó y ascendió a un monte desde el cual pudo contemplar aquel suceso lo mejor posible. La nube crecía de un lugar desconocido en ese momento, aunque más tarde se supo que se erguía desde el Vesubio. Sobre su forma no puedo explicarte más que era similar a un pino, pues se alzaba con la forma de un tronco altísimo, del cual salían pequeñas ramificaciones en la parte más alta. […] A veces parecía limpia, a veces oscura y sucia como si fuera manchada por la tierra y la ceniza que contenía (Ep. 6. 16) (traducciones propias).

Los terremotos eran comunes y agresivos en la zona y en los días previos a la erupción la ciudad fue sacudida con más frecuencia de lo habitual. Pero fue aquel día de agosto en que el ritmo frenético de Pompeya se detuvo para siempre. La erupción debió de ser tan agresiva y rápida que los habitantes ni siquiera tuvieron tiempo de huir: los cuerpos que todavía hoy se conservan se tapan la boca, unos abrazan a sus seres queridos, otros abrazan sus joyas, los perros guardianes todavía siguen atados a las cadenas intentando romperlas en vano. El pan de las panaderías, los higos expuestos en el mostrador de una tienda cualquiera, el dinero ganado del día anterior, incluso las huellas de los carros en la arena, todo quedó literalmente cubierto para siempre. Pompeya se mantuvo diecisiete siglos intacta, bajo una burbuja violenta que, igual que devastación, sirvió de protección.

Aquella triste devastación ha ayudado a mantener uno de los mejores testimonios sobre la vida diaria romana. Además de los hallazgos arqueológicos, se han conservado numerosísimos –más de 5.000– testimonios escritos en las paredes y tablillas de Pompeya; los más conocidos son las inscripciones con grafito que se encuentran a lo largo y ancho de toda la ciudad, los llamados graffiti. Los temas tratados por estas inscripciones son amplísimos: desde propaganda electoral hasta versos de la Eneida de Virgilio, pasando por la lista de precios de una taberna o a lo que actualmente llamaríamos las pintadas en la puerta de los baños públicos. Todas estas inscripciones son las huellas más vivas de una sociedad enérgica, activa, que sentía y contemplaba las cosas igual que lo hace la sociedad actual. Estas huellas honestas y espontáneas nos retratan una sociedad muy alejada de aquélla solemne, extremadamente práctica y centrada en el culto a los antepasados que nos hacen ver los textos latinos más conocidos estudiados en las escuelas.

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Uno de los testimonios más frecuentes son los carteles electorales. En primavera se celebraron elecciones y las pintadas, realizadas en las paredes exteriores por un profesional, todavía seguían allí el día de la erupción. Los anuncios son breves y directos, concediendo importancia al candidato y a la parte que solicita su victoria, que al parecer era de vital importancia:

MARCUM CERRINUM VATIAM AEDILEM SACCARI ROGANT (Lillo Redonet, 2016)

Los cargadores de sacos solicitan a Marco Cerrino Vacia como edil

Otros anuncios eran menos escuetos y desvelaban un mayor entusiasmo:

VERUM AED(ILEM) O(RO) V(OS) F(ACIATIS), UNGUENTARII, FACITE ROGO (CIL, 710)

Os pido, fabricantes de perfume, os ruego, que hagáis edil a Vero

Otros mencionaban una parte solicitante falsa que seguramente sirviera como desacreditación o como simple burla:

VATIAM AEDILEM FURUNCULI ROGANT (Lillo Redonet, 2016)

Los ladronzuelos quieren como edil a Vacia

Además de la propaganda electoral, los testimonios más numerosos y conocidos son también los chistes –casi todos en referencia a lo sexual–. Estas inscripciones son mucho más espontáneas y no estaban realizadas por escribas profesionales. La letra y, sobre todo, la ortografía estaban mucho más descuidadas que en los carteles políticos que ostentaban las paredes exteriores. Este tipo de inscripciones suele encontrarse de puertas para adentro, en un ambiente mucho más cerrado y familiar, realizadas en lugares que desvelan la verdadera intimidad romana y, por tanto, su verdadera forma de pensar y comportarse; desde los famosos Hic bene cacavit («Aquí cagó bien») de las letrinas a las amenazas o burlas de los rivales, estos graffiti nos revelan una sociedad viva, en permanente contacto con otras sociedades –pues abundan las inscripciones o los nombres en griego– y, sobre todo, muy alejada de aquella solemnidad retransmitida por los grandes autores clásicos.

Las amenazas y burlas a los rivales son abundantísimas:

Perari, fur es (CIL, 4764)

Perario, eres un ladrón

SAMIUS CORNELIO: SUSPENDERE (CIL, 1864)

Samio [le aconseja] a Cornelio: cuélgate

Incluso a veces estas burlas podían ser mucho más graves:

Secundus pedicaud / pueros (CIL, 622)

Segundo se folló a unos niños

Incluso nuestro conocido tonto el que lo lea ya tenía sus antecedentes en Pompeya:

Qui hoc leget, nuncquam posteac / aliid legat [Quien lea esto, que nunca jamás / lea otra cosa]

A lo que acompaña debajo, escrito por otra mano:

numquam sit salvos qui supra scripsit [que enferme el que ha escrito lo de arriba]

Concluido, finalmente, de forma magistral por una tercera mano que debajo afirma:

vere dices (CIL, 1837) [cuánta razón]

Ni siquiera el tabernero se libraba de las burlas:

Talia te fallant/ utinam medacia, copo / tu vedes acuam et/ bibes ipse merum (CIL, 3948)

Ojalá te engañen / tales mentiras, tabernero: / [pues] tú bebes vino puro mientras vendes agua

Otro de los temas más concurrentes en los graffiti pompeyanos es el amor: se conservan verdaderas muestras de cariño, deseos sinceros tras una separación, sentencias…:

Quisquis / ama valia / peria qui nosci amare (CIL, 1173)

Que esté bien / quien ame, / que muera quien no sepa amar

Algunas peticiones un poco desesperadas:

Secundus / Prime sue ubique isse salute / rogo domina/ ut me ames (CIL, 8364)

Segundo / saluda a su querida Prima, donde quiera que estés, / te pido, señora, que me quieras

O incluso misivas del amante a su amada:

Pupa que bela is, tibi / me misit qui tuus est. Vale (CIL, 1234)

Niña guapa, a ti / me manda quien es tuyo. Cuídate

Y, por último, una de las inscripciones más hermosas y de mayor extensión, que hace pensar en Pompeya como una ciudad costera, donde la gente se dirigía a descansar o, por qué no, a encontrar el amor:

Amoris ignes si sentires, mulio. Magis properares, ut videres Venerem. Diligo iuvenem venustum, rogo, punge, iamus. Bibisti: iamus, prende lora et excute, Pompeios defer, ubi dulcis est amor (CIL, 5092)

Si sintieras la llama del amor, arriero, más prisa te darías para contemplar a Venus. Me he enamorado de un joven hermoso, te pido que apremies y nos marchemos. Ya has bebido: vámonos, toma las riendas y arrea. Llévame a Pompeya, donde está mi dulce amor.

Estas son sólo pequeñas muestras de la vastísima colección de inscripciones que se conservaron en esta pequeña y próspera ciudad –a las que hay que añadir todas las de las zonas circundantes–. Las paredes de Pompeya nos describen una sociedad preocupada por el mundo de su alrededor y, sobre todo, retratan una sociedad ávida por contarse a sí misma, por expresarse como sociedad y como individuos, con sentimientos sinceros, completamente alejados de aquella solemnidad y frialdad con la que a menudo se suele asociar a la sociedad greco-latina. Las paredes representan una sociedad unida al fin y al cabo por los mismos sentimientos: ricos, pobres, esclavos, mujeres y hombres, todos sentían lo mismo que siente la sociedad actual y todos tenían las mismas ganas de expresarlo que ha sentido siempre el ser humano.

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