Paul Celan es sin duda el más importante y profundo poeta de origen rumano (nacido en Czernowitz), así como una de las figuras literarias más representativas del siglo XX, aunque redactó la mayor parte de sus libros en alemán: «Creo que pertenezco en una medida importante a los escritores que hoy escriben poemas en escritura alemana -en lengua alemana», confesaba.
Además de su extensa obra lírica, que comprende varios volúmenes, este autor de ascendencia judía escribió numerosos textos, estuvieran o no destinados a su publicación, en los que compendia todo su pensamiento a través de breves composiciones en prosa. El fruto de este trabajo podemos disfrutarlo y estudiarlo gracias a la encomiable traducción de José Luis Reina Palazón, publicada bajo el auspicio de la siempre laudable labor editorial de Trotta. En el volumen, titulado Microlitos. Aforismos y textos en prosa, damos con un Celan casi desconocido hasta el momento. Un Celan no sólo poeta, sino también y sobre todo escritor, cercano, dedicado por entero a la tarea de hacerse entender y reivindicar el oficio literario como un ejercicio antropológico de primera línea. Como él mismo asegura, «El espíritu sopla donde quiere», e inútil resulta la resistencia en este sentido.
Todo poeta habla siempre en causa propia y nunca en otra; y lo llamará egocentrismo sólo el que (adrede) no tiene en cuenta que esta «causa» propia del poeta y sólo de él, o sea lo dicho en el poema, se difunde al pensamiento de cada cual.
Siempre comprometido con su labor poética, Celan retoma la intención decimonónica, ya clásica en literatura, de otorgar el sentido y hondura apropiados a la vocación lírica, que no es sino un destino. Un destino por el que luchar y con el que luchar por el sí mismo. Aunque el propio Celan era consciente de la dificultad de algunas de sus composiciones y de la «oscuridad» (como él la llamaba) de la labor poética: el poema, a su juicio, no posee ningún motivo suficiente, y consiste en «un realizarse del lenguaje a través de una radical individuación, es decir, un hablar único, irrepetible de un individuo». A fin de cuentas, como expresa en un inolvidable aforismo, «El dios del poema es indiscutiblemente un deus absconditus«.
El poeta escribe siempre desde un aquí, desde un lugar y circunstancia determinados que no puede ni debe soslayar. El poeta no es filósofo. El poeta no es un teórico de la palabra. El poeta no es quien dispone toda «su cháchara ideológica» para servirla «a la altura del ombligo». Sólo quien toma en serio el poder del lenguaje para dar voz a la desesperada situación de un ser en el mundo, de su posición existencial, es digno de ser denominado poeta: «Con cada ceniza, con cada poema verdadero se nos devuelve siempre el Fénix», escribía Celan. Sólo mediante la maravillosa y encantadora capacidad del lenguaje y la palabra, y de su mano, de la labor poética, le es permitido a un ser perpetuarse al modo en que lo hace el Ave Fénix. Las cenizas son las circunstancias; la resurrección depende del instinto poético.
La poesía hace al lector su confidente momentáneo. Es confidencia es puntual pero, esa es la posibilidad para todos los participantes, como autor y lector, repetible: ese es precisamente el límite al que la metáfora es llevada. Ciertamente los poemas no cambian el mundo, pero de ellos cambian el estar-en-el-mundo.
En los textos que componen Microlitos asistimos al despliegue no sólo artístico y poético, sino también teórico (de andamiaje, podríamos decir) del que Celan precisa para desarrollar su obra. El volumen de Trotta muestra con toda claridad y precisión de detalles el taller de trabajo desde el que nuestro protagonista se asomó al mundo. El lector podrá reconocer en este libro (que es en realidad un conjunto de muchos libros) de dónde brota la vocación poética en Celan, así como entender los motivos que le condujeron a escribir algunos de sus más relevantes y conocidos poemas, o, por qué no, comprender su tan comentado desencuentro con Martin Heidegger, contemporáneo de Celan con quien mantuvo una conflictiva relación. A fin de cuentas, Celan no puede -ni quiere- adoptar la actitud de quien no «escribe con su sangre», de quien vende su conciencia al precio del mérito, la fama o el prestigio. O peor aún, de quien la sacrifica a los pies de un dogma cualquiera.
Unos disparan su conciencia al universo -los otros (¡escuchad!, ¡escuchad!) descubren que los bípedos y los milpiés vieron la luz del mundo en una y la misma semana de creación…
Un viaje necesario, indispensable y esencial para adentrarse en el conjunto de la obra de Paul Celan, tan extensa como compleja (en lo literario, en lo personal), del que ningún interesado en la poesía del siglo XX debería prescindir. Un volumen en el que el escritor rumano, como ya le sucediera a Miguel Ángel tras terminar su Moisés (con el que, se cuenta, terminó indignado por sólo faltarle la existencia), llega a envidiar a sus propios pensamientos: pues la magia del lenguaje, el artefacto de la palabra, sólo puede ser revivido a través de un ánimo comprometido con su verdad, con su destino. El problema, como apunta Celan, es que el ser humano transita permanentemente el límite: un límite que todo tiene que ver con atisbar lo invisible (lo imposible) y, sin embargo, no poder nunca alcanzarlo. Quizás, como en Hamlet, sólo reste el silencio… «Mística como falta de palabras / enmudecimiento», escribió Celan.
Cada palabra, incluso la aparentemente más ínfima, busca relaciones, tiende al lenguaje.