El museo Thyssen-Bornemisza organizó en 2015 una importante exposición en la que se daba cita una amplia colección de obras del noruego Edvard Munch, quien, además de sus producciones pictóricas (legó más de 1000 cuadros, 4500 dibujos y 1800 grabados a la ciudad de Oslo), dejó un desconocido corpus escritural que aún está por descubrir
Edvard Munch (1863-1944) es conocido por sus amargas, inquietantes y oscuras pinturas, en las que retrata a la condición humana desde distintos prismas, si bien, siempre, bajo el manto de lo primario, de lo desconocido, de lo misterioso que envuelve y cubre nuestros actos y pensamientos. Sin embargo, este prolífico pintor noruego también escribió; muchos quedarán asombrados al leer que, a su muerte, dejó más de 13000 páginas firmadas de su puño y letra, entre cartas y cuadernos. Fue sin duda el lenguaje escrito un consuelo -en ocasiones- y un recurso -casi siempre- para explicar sus motivaciones a la hora de pintar sus más célebres obras. A través de la prosa se defendió de los críticos, reivindicó su obra y redactó numerosas ideas y sentencias que podrían hacer sombra a los ensayos y tratados de los filósofos más afamados de la época.
Los artistas [a los que Munch llama también «poetas»] de un país son fonógrafos sensibles, tienen el don extraordinario y doloroso de descubrir en sí mismos los rayos -irradiados por la sociedad. Los poetas emiten un concentrado de ellos. Si se expulsa a un artista de su país se expulsa al mismo tiempo toda una carga de energía eléctrica.

«¿Por qué existimos? ¿Por qué se deslizan los rostros de la gente junto a mí; como una corriente, nerviosa, incesante…?». (Imagen: «Melancolía», Munch, 1894-1896)
La infancia de Edvard no fue sencilla. Su madre murió afectada de tuberculosis cuando él contaba apenas cinco años. Fue un niño enfermizo que, tras la temprana falta materna, hubo de ser educado por su padre, de quien el propio Munch decía: «Mi padre era un hombre nervioso y obsesivamente religioso, casi neurótico. De él heredé las semillas de la locura: los ángeles del miedo, de la pena y la muerte me acompañaron desde el día en que nací». Fruto de esta amarga experiencia infantil, y durante toda su vida, Munch caerá presa de una sensación que le invita a pensar en una suerte de maldición (personal y familiar).
Como él mismo confesaba en un fragmento del 23 de enero de 1909, tras recuperarse de una crisis nerviosa provocada, en parte, por su profunda adicción al alcohol (que incluso le obligó a recluirse durante ocho meses en una clínica psiquiátrica de Copenhague), «La desgracia y el castigo evocan un sentimiento de culpa -incluso cuando el castigo es injusto». Quizás fuera por esta soledad a la que la «condena congénita» le relegó por lo que inventó un arte propio con el que poder relacionarse con el prójimo:
El arte nace del afán humano por comunicar con el semejante […]. Un paisaje nos transmite una determinada impresión, si logramos pintarla, estaremos reflejando nuestro estado de ánimo. Ese estado de ánimo es lo que importa -la Naturaleza sólo es el medio.
Tanto en los escritos de Munch como en sus creaciones pictóricas se puede apreciar la convicción hondamente pesimista que de la condición humana poseía. Su temprano encontronazo con la muerte de familiares directos, así como sus propias enfermedades y dolencias, hace que los temas que más preocupen a Edvard giren en torno al fin de la vida, la propia enfermedad, el dolor y el sufrimiento. La publicación de su más célebre pintura, El grito, fue acompañada de una breve nota en la que asegura que «mi alma estaba destrozada por la vida» (1895). Son numerosos los textos en los que Munch hace alusión a esta tenebrosa condición: «Mi pulso -escribe en enero de 1909- es o intenso -con violentos ataques de nervios- o lento -con taciturna Melancolía». Y es que: «Lo misterioso existirá siempre -habrá cada más descubrimientos -y habrá cada vez más cosas inexplicables». Un temperamento, creado tanto por su biografía como por el devenir de su obra pictórica, que le condujo a preguntarse por la insondable voluntad de vivir:
Veo sus ojos vacíos, sus calaveras, -detrás de sus pálidas máscaras. ¿Por qué tanto afán? ¿No saben que el destino es la muerte? ¿Por qué sonríen? ¿Por qué trabajan? Toda la naturaleza sufre.
Munch anticipó además uno de los hechos que más polémica levantan -y han levantado- en el contexto artístico: la comercialización de las obras de arte. Nuestro autor asegura en una anotación de 1909 que desde 1884 había vendido sus cuadros en Noruega «por un total de 20000 coronas, que es la mitad del coste de los gastos anuales para pinturas, lienzos, talleres y modelos», y que por su obra La muchacha sentada al borde de la cama recibió 60 coronas, cantidad eximia si se compara con las 2500 coronas de precio que más tarde alcanzó en una galería. Una circunstancia que Munch no dudó en denunciar:
Las mismas personas que negocian con mis cuadros son obviamente las que se quejan de que me permito vender directamente, y añaden que mis cuadros de antes son claramente mejores, que procedo como los cangrejos, avanzo retrocediendo -y que esto no favorece las ventas. […] Pero nadie protesta si uno de mis cuadros se vende por 1500-2000 coronas cuando se hicieron con él a cambio de una miseria. Yo quedo excluido de cualquier tipo de comisión.
Tampoco se mordió la lengua al referirse contundentemente a ciertos críticos de arte:
¿Por qué prescindir de él [del crítico]? Quizá no esté ahí por su culpa. Las masas vulgares alimentan al Aftenposten [diario], exigen alguien como él. Si se prescinde de él, las masas vulgares elegirán un sustituto igualmente intolerable. Las masas vulgares imponen condiciones -ellas pagan por el periódico. Esta gente necesita desayunarse con jóvenes artistas recién sacrificados, a modo de sándwich de carne. Es bueno que haya escándalo, pero conviene saber de dónde viene.
Munch resulta aún hoy un autor del todo enigmático, interesante y atractivo, sobre quien, sin embargo, se ha escrito poco. A través de sus obras observamos cómo no fue su único deseo narrar su propia vida, sino también, y sobre todo -como él mismo comenta-, «estudiar algunos fenómenos hereditarios que determinan la vida de un ser humano y su destino […]. Es un estudio del alma lo que he hecho: estudiándome a mí mismo -como un aglomerado espiritual y anatómico. […] Al igual que Leonardo da Vinci analizó los órganos internos del cuerpo humano y diseccionó cadáveres, pretendo diseccionar el alma».
Con mi arte he buscado explicarme la vida, he intentado comprender mi destino. También he pensado que podría ayudar a otros a comprender sus destinos.
Y de seguro lo consiguió. Sus obras, tan cargadas de un patetismo que a la vez esconde una vivaz y llamativa curiosidad por la existencia, esconden una plural perspectiva que aboga por estudiar, observar y atender a todos los fenómenos de la vida, pues es de la «gente viva, que respira y siente, que sufre y ama», de la que ha de nutrirse el arte. El arte, así, se alimenta de la naturaleza, pero siempre surge «del alma interior de un ser humano»: «La naturaleza no es sólo lo que es visible para el ojo -es también las imágenes interiores del alma: las imágenes en el lado posterior del ojo».

«Un buen cuadro nunca desaparece. Una idea brillante nunca muere». (Imagen: «Vampiro», Munch, 1895)
En español existen tres recopilaciones de textos de Edvard Munch, las tres recomendables: Cuadernos del alma, Escritos y Los frisos de la vida. Los tres volúmenes son ilustrados, aunque desde luego destaca este último. Sin embargo, este trío es complementario, pues todos ellos contienen textos inéditos en español de Munch que sus compañeros no albergan, y que servirán al curioso lector para adentrarse en la prosa del enigmático artista noruego.
Y la vida es como esta serena superficie [del mar]: refleja los colores radiantes y puros del aire -y las ocultas profundidades -con su cieno, con su peste- como la muerte.
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