Tocqueville y el pulso democrático

Con un mundo sumido en una profunda crisis económica, social y política, se hace necesario volver la mirada al pasado para buscar auxilio en los grandes teóricos que, desde sus circunstancias particulares, intentaron desentrañar los fundamentos de la tan actualmente reivindicada democracia. Uno de ellos, Alexis de Tocqueville (1805-1859), escribía en La democracia en América, que «Querer contener a la democracia sería como luchar contra el mismo Dios». Como asegura Roberto R. Aramayo, editor del plural estudio Tocqueville y las revoluciones democráticas,

En una coyuntura social como la presente resulta muy aconsejable revisar las reflexiones hechas por Alexis de Tocqueville, el aristócrata que se propuso estudiar la democracia, explorando «sus inclinaciones, su carácter, sus prejuicios y sus pasiones, para conocerla y saber al menos lo que podemos esperar o temer de ella».

Y se pregunta Aramayo si los actuales movimientos sociales que abogan por la regeneración democrática no suscribirían estas palabras del autor francés en su obra fundamental, publicada en 1835:

Educar la democracia, purificar sus costumbres, reglamentar sus movimientos, adaptar su gobierno a la época y al lugar y modificarlo de acuerdo con las circunstancias y los hombres: tal es el primer deber que se impone hoy en día a aquellos que dirigen la sociedad.

A juicio de nuestro protagonista, si algo resulta reseñable en el caso de la revolución norteamericana es la igualdad de condiciones y oportunidades que lucha por establecer, cuyo predominio sobre la sociedad civil permite forjar diversas y numerosas opiniones así como engendrar sentimientos que en soledad sería imposible desplegar. Y es que, asegura Tocqueville, «Por todas partes se ha visto que los incidentes de la vida de los pueblos se inclinan a favor de la democracia. […] El desarrollo gradual de la igualdad de condiciones constituye un hecho providencial».

Lo fundamental en la democracia es la comprensión por parte del ciudadano de que las leyes son una creación conjunta, a la que, por tanto, todos se someten sin mayor esfuerzo:

Conocedor de sus verdaderos intereses, el pueblo comprendería que para aprovechar los bienes de la sociedad hay que someterse a sus cargas. Siendo cada hombre igual de débil, sentirá igual necesidad de sus semejantes, y sabiendo que sólo puede lograr el apoyo de éstos a condición de prestar el suyo propio, no tardará en descubrir que su interés particular se confunde con el interés general.

Un asunto que, desde luego, encierra diversos problemas (el primero de ellos y más evidente, el del egoísmo soterrado que encierra tal consideración tocquevilleana). En la coyuntura actual, observamos cómo el poder desmedido, auténtica Eris de la comunidad democrática, amenaza las esperanzas de implantar una auténtica vida en comunidad. Cuando actuamos apartados unos de otros, sin tener en consideración a nuestros semejantes, no existimos más que para nosotros mismos. Una circunstancia, más que posible, que Tocqueville observa como una peligrosa vía de entrada para el más descarnado despotismo:

Si imagino con qué nuevos rasgos podría el despotismo implantarse en el mundo, veo una multitud de hombres parecidos y sin privilegios girando en busca de pequeños y vulgares placeres, con los que contentan su alma.

Como comenta Tocqueville brillantemente, frente a la pluralidad democrática, el despotismo devuelve a una comunidad a su edad primitiva, a su infancia, de manera que no piense más que en su propia satisfacción y en un siempre inútil y efímero gozo, pero que, a fin de cuentas, también nos libra de «la molestia de pensar y del trabajo de vivir». Bajo las garras del despotismo, en definitiva, nos hacemos juguetes del soberano de turno, que arrebata al ciudadano su más originario y singular poder: el de actuar conforme a su propio pensamiento.

Después de tomar de este modo uno tras otro a cada ciudadano en sus poderosas manos y moldearlo a su gusto, [el poder tutelar del despotismo] cubre la sociedad entera con una malla de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, entre las que ni los espíritus más originales son capaces de abrirse paso para emerger de la masa.

Alexis de TocquevilleComo muy bien apunta Roberto R. Aramayo en su estudio de la figura del homo democraticus en Tocqueville, para éste existen dos pasiones que de manera continua actúan sobre nosotros: «la necesidad de ser conducidos y el deseo de ser libres. No sabiendo acabar con ninguna de tales inclinaciones contradictorias -escribe Aramayo-, nos esforzaríamos por satisfacer ambas a la vez, concibiendo un poder único, tutelar, todopoderoso, pero elegido por los ciudadanos». Aunque la democracia no ha de reducirse a un puro contrato erigido al amparo de las urnas: lo individual -y su potencialidad- nunca debe quedar supeditado de manera absoluta y arbitraria al influjo de los derechos colectivos, pues si algo de bueno contiene la democracia, al poner en liza distintas opiniones y pareceres, es que -resume Aramayo- «a medida que se van suprimiendo abusos es como si se fueran dejando al descubierto los que quedan, haciéndolos más inaguantables».

Una nación que sólo pide a su gobierno el mantenimiento del orden es ya esclava en el fondo de su corazón: es esclava de su bienestar, y el hombre que debe encadenarla puede aparecer muy pronto. El despotismo de las facciones no es menos de temer que el de un hombre.

Así, Tocqueville «tiene reservas hacia el gobierno de la multitud, tiene discrepancias con un gobierno que pretende satisfacer todos los intereses en vez de los intereses más racionales dirigidos por las ‘clases más esclarecidas y más morales de la sociedad’, pero está pensando en la ley como ‘único contrapeso posible’ a la imparable democracia», sugiere Julián Sauquillo (catedrático de Filosofía del Derecho en la UAM) en Tocqueville y las revoluciones democráticas. Una crítica al «gobierno de todos» (al falso gobierno democrático) que, finalmente, corre el peligro de convertirse en gobierno de nadie, cuando lo que la democracia pretende instituir es precisamente el autogobierno de la sociedad basado en el pensamiento propio que, al sacarlo a la luz pública y confrontarlo con el de otros, puede dar como resultado una prudencia política entendida como arte de gobernar.

Para que la democracia impere, se precisan ciudadanos que se interesen en los negocios públicos, que tengan la capacidad de comprometerse y que deseen hacerlo. Punto capital al que hay que volver siempre.

TocquevilleLa mayoría no debe ser nunca todopoderosa, pues -escribe Tocqueville- «cuando me niego a obedecer una ley injusta, no niego a la mayoría el derecho a mandar, apelo solamente a la soberanía del género humano contra la soberanía del pueblo». Una omnipotencia en la que el autor francés observa un riesgo para que la tiranía abrase cualquier atisbo de democracia. No debemos permitir a cualquier poder, sea el que sea, actuar sin ningún obstáculo: «Así pues, cuando veo conceder el derecho y la facultad de hacerlo todo a un poder cualquiera, llámese pueblo o rey, democracia o aristocracia, ejérzase en una monarquía o en una república, digo: ahí está el germen de la tiranía, y trato de ir a vivir bajo otras leyes».

Como muy bien compendia Juan Manuel Ros Cherta, experto autor y profesor en la obra de Tocqueville, «en el terreno político, finalmente, hay que conseguir que las asociaciones ciudadanas se erijan en ‘personas aristocráticas’ ilustradas e influyentes a las que no se las pueda pisotear fácilmente y que, sin reproducir los errores e injusticias de la antigua aristocracia, sirvan para frenar la omnipotencia de la mayoría y las tendencias opresivas derivadas del incremento del poder estatal y/o mercantil». Pues, como ya escribiera el propio Tocqueville,

… resulta difícil concebir cómo unos hombres que han renunciado enteramente al hábito de dirigirse a sí mismos podrían elegir bien a los que deben dirigirlos, y no cabe creer que de los sufragios de un pueblo de criados pueda alguna vez salir un gobierno liberal, enérgico y sabio.

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