¿Dicen que la asidua lectura curva el cuerpo? Quizá, pero desde luego endereza el alma. ¿Daña la vista? En cualquier caso, le da una agudeza con la que puede cruzar la barrera de los siglos, penetrar los lugares secretos, recorrer todas las cosas con la inteligencia.
Francisci Decii Valentini de re literaria asserenda Oratio (1535)
Es temprano. Plena hora punta. Entramos en un vagón de metro o en un autobús atestados y -entre codos, mochilas y alientos que casi se mezclan con el nuestro-, intentamos sacar el volumen que llevamos en el bolsillo para, a pesar de los inevitables bostezos, retomar la lectura del libro que ayer dejamos descansar en la mesilla de noche.
Pero antes echamos un vistazo a nuestro alrededor y pensamos que poco a poco, en los últimos meses, unos pequeños aparatos han comenzado a robar protagonismo a los libros de siempre, a los que guardan polvo y olor a celulosa, esos que pueden ser subrayados, hojeados. Incluso pueden caer sin sufrir daño alguno. La estructura (fría, sólida, compacta) de tales artilugios contrasta con la incómoda pero tan natural vivacidad de los ejemplares en papel. Ya sumidos en nuestras reflexiones, y dejando la lectura para mejor momento, nos preguntamos: ¿ha provocado el vuelco hacia la tecnología un giro palpable en los hábitos de lectura?
En una carta -fechada en 1513- que Nicolás Maquiavelo dirigía, en plena efervescencia humanística, a su amigo Francesco Vettori, aquél explicaba que existen dos tipos de lectura, no sólo distintas en cualidad, sino divergentes en el modo en que han de llevarse a cabo. Por un lado, la lectura de los grandes clásicos, cuyo mensaje requiere una plena asimilación y, por añadidura, un característico sosiego contextual y de espíritu. Así lo describe Maquiavelo:
Avanzada la tarde, me vuelvo a casa y entro en mi despacho. Y en el umbral me despojo de mis vestidos cotidianos, llenos de fango y lodo, y me visto de ropas nobles y curiales. Entonces, dignamente ataviado, entro en las cortes de los hombres antiguos, donde, amablemente recibido por ellos, me deleito con ese alimento que es sólo para mí, y para el que yo nací. (Maquiavelo. Epistolario privado. Edición y traducción de J.M. Forte, p. 208).
Por otro lado, nuestro protagonista distingue una clase muy distinta de libros: aquellos que sólo producen un mero entretenimiento y que, de alguna manera, nos sirven de agarradera para mejor pasar el tiempo. Por lo general, se trata de obras de ficción que nada enseñan, cuyo único propósito es poner la (funesta y a veces trágica) realidad entre paréntesis, accediendo así a los reinos de lo fantástico, donde todo es posible.
Salgo del bosque, me voy a una fuente, y de allí a un lugar donde tengo trampas para pájaros. Llevo un libro bajo el brazo […]. Leo sus pasiones y sus amores y, acordándome de los míos, me recreo un buen rato en estos pensamientos (cfr. id.).
Nótese que Maquiavelo no intenta en este caso realizar un vano elogio de la erudición con el objetivo de que su corresponsal se decante por las lecturas más densas y enriquecedoras. Más bien desea indicarle que no todos los libros, ni todos los autores, exigen la misma actitud ante el ejercicio de la lectura. Si prescindimos por un momento de los actuales entornos académicos, donde desde luego predomina (aunque no sabemos hasta cuándo) un tipo de lectura de rigurosa exigencia, y ponemos nuestra atención en el mercado editorial actual (recordemos, como dato curioso que nos ofrece el INE, que en 2015 se publicaron en España más de 73.144 nuevos títulos), observamos cómo los libros sobre «pasiones y amores» -al decir de Maquiavelo- cobran un protagonismo aplastante.
La novela de ficción protagoniza la mayor parte de los escaparates de las pequeñas librerías, pero sobre todo de las grandes plataformas comerciales, y esto por muy distintas razones. En el primer caso, porque los pequeños libreros se ven obligados a intentar vender lo que -precisamente- saben que se vende; en el segundo caso, porque las grandes superficies obtienen jugosos ingresos a cambio de que las editoriales (¡las que pueden!) se publiciten en cualquier rincón del comercio en cuestión. Y cada rincón, por supuesto, tiene un precio a la medida de su visibilidad.
A pesar de este círculo que se retroalimenta ad infinitum y, por qué no decirlo, ad nauseam (en tanto que las pequeñas editoriales acaban asfixiadas en un entorno hostil en el que no pueden permanecer a flote durante mucho tiempo a causa de los grandes oligopolios del libro), es un hecho comprobado -ahí están los datos de venta- que los consumidores, por lo general, prefieren leer, o al menos adquirir, libros que no provoquen grandes quebraderos de cabeza. Es la cultura del libro-entretenimiento, fomentada a la vez por la progresiva democratización del uso del libro electrónico o e-book.
En sus Lecciones sobre filosofía de la religión, Hegel aseguraba que amamos el sentimiento «porque en él sólo tenemos [nuestra] particularidad ante sí; se produce la constante reminiscencia del yo, mientras que quien vive en la cosa misma, ya sea la ciencia, el arte, el derecho, la religión, se olvida de sí mismo». Existen ciertas lecturas, parece decirnos Hegel, que exigen un cierto olvido de nuestra individualidad, que nos demandan una total abstracción de nuestro yo en pro de concentrar los esfuerzos en la temática en cuestión.
Y aunque, como asegura Iveta Nakládalová, autora del fantástico ensayo La lectura docta en la primera edad moderna (1450-1650), «la lectura sigue siendo un acto enigmático», lo cierto es que aquellas obras de las que Maquiavelo hablaba, en las que se requiere cierto denuedo intelectual por parte del lector (que no sea, sin más, el de posar la vista línea tras línea) han pasado a formar parte del elenco de libros que prácticamente sólo leen especialistas y eruditos, o gente de alta formación académica.
Se pierde, cada vez con mayor frecuencia (y me parece un dato preocupante) la condición de speculum (de espejo, de reflejo) que el libro poseía hasta no hace mucho tiempo, cuando era considerado no sólo un objeto de consumo con el que pasar el tiempo, sino un compañero que, como explicaba el humanista Luis Vives en De arte dicendi, «enseñen no solamente a bien saber, sino a bien vivir». Este vínculo entre lectura y (auto)formación moral ha degenerado en los libros de autoayuda, que -paradójicamente- tanto daño hacen a la literatura y, a veces, a los lectores que deciden acercarse a ellos.
La experiencia del e-book incide poderosamente en la promoción y consolidación de esta cultura del libro-entretenimiento: los archivos se consumen uno detrás de otro, con una avidez (casi podríamos hablar de glotonería) indescriptible; en el disco duro del aparato nos esperan miles de libros que, aunque no serán siquiera «hojeados» (ejecutados), repercuten en el nerviosismo del lector, o a veces, en su tranquilidad. No son pocos los consumidores de libros electrónicos que, orgullosos, me han confesado que en la palma de su mano llevan «toda su biblioteca».
A este respecto, podemos acudir al testimonio de dos autoridades filosóficas, que muestran la acertada reflexión de Maquiavelo en la mencionada carta a Vettori. Por un lado, Séneca escribía en uno de sus textos consolatorios que debemos comportarnos con la lectura como si de un alimento se tratara; unos alimentos muy particulares, pues son los encargados de nutrir el espíritu: «no permitamos que queden intactos cuantos hayamos ingerido para que no resulten extraños a nosotros». El pensador cordobés aseguraba que de nada sirve la masiva y descontrolada lectura si, una vez realizada, no la hacemos nuestra (no la ingerimos), de igual manera que un coro se compone de muchas voces y, sin embargo, de todas ellas sólo resulta una. Y dicta: «Prestémosles fiel asentamiento y apropiémonos de ellos para que resulte una cierta unidad de muchos elementos». Como se explica en la mencionada obra de I. Nakládalová (p. 55),
… al explotar la imagen de una alimentación excesiva, [se] configura la antítesis misma de la lectura ideal y [se] advierte ante la degeneración de la varietas. [Ésta] representa la voracidad en la lectura, el apetito desenfrenado en el consumo de la letra. El modos legendi [o modo de lectura] legítimo, desde esta perspectiva, ha de buscar un equilibrio entre la ingestión moderada y el exceso, entre los atributos de calidad y de cantidad. La imagen del apetito insaciable adquiere una importancia fundamental en el Quinientos, porque representa el peligro de lo incontenible, la amenaza de la infinita multitud de libros contra la que es necesario defenderse.
Ya en pleno siglo XIX, en un período a caballo entre la Ilustración y la contemporaneidad, Arthur Schopenhauer (gran lector que dedicó toda su vida al estudio, gracias a la herencia paterna que le eximió de las incómodas exigencias laborales), en una línea similar a la apuntada por Séneca, aseguraba que «cuanto más leemos, menos huella deja lo leído en el espíritu: [éste] se convierte en un tablero sobre el que se han escrito muchas cosas unas encima de otras. Por eso no se llega a la reflexión: pero solamente por medio de ésta llegamos a apropiarnos de lo leído». Y es que, proseguía, «generalmente el alimento espiritual no difiere del corpóreo», pero de igual modo que si comemos demasiado podemos provocar la indigestión, la mucha y desbocada lectura conduce, de modo similar, a una dispersión incapaz de poner orden en el espíritu. Por eso es tan importante como leer, confesaba el propio Schopenhauer, «el arte de no leer», consistente «en no echar mano a lo que en cada momento ocupa al gran público».
Los libros -y en general los dispositivos- electrónicos han supuesto un avance en lo que al almacenamiento de conocimientos se refiere, nadie lo duda, pero podemos preguntarnos, a la vez, si este progreso tecnológico lleva de su mano un progreso cultural o intelectual. Si bien todo libro que leemos pone en marcha nuestra inteligencia, y como aseguraba Plinio el Viejo, «no hay un libro tan malo que no contenga algo bueno», los modos en que es estimulada dependen estrictamente de la lectura a la que nos enfrentamos. Al fin y al cabo, por muchos libros que leamos, «luego hay que arrojarlo todo por la borda y pasear un rato por el bosque, observar el tiempo y las plantas, las nieblas y los vientos, y reencontrar en sí el punto sosegado a partir del cual el mundo adquiere unidad» (Hermann Hesse, Recensiones póstumas).
Me gusta la ultima cita que han agregado de Hermann.
Creo que hoy en dia se lee mas que nunca, pero tambien es cierto que la mayoria de las lecturas son lecturas de entretenimiento.
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Excelente articulo.
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ese consumo lúdico siempre ha existido y no en sólo en la lectura sino en el teatro, el cine, la pintura, … el lector es quien va necesitando sus lecturas y quien se preocupará de nutrirse de lo que necesite y en este sentido la tecnología es una gran ayuda para encontrar aquello que necesitamos
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