Cuando echamos un vistazo a la forma en que hemos normalizado ejercer el derecho a la palabra pública, es habitual hablar de recelo, miedo, suspicacia o acusación mutua. Ya sea en redes sociales o en alegatos políticos, en su empleo privado o comunitario, el discurso se ha teñido de una necesidad perentoria por ponerse a salvo, por mirar al otro como un potencial enemigo u opositor que puede atentar en cualquier momento contra nuestra individualidad o subjetividad. O expresado de manera más taxativa: nuestro escenario existencial se ha convertido en un lugar inhóspito y agreste en el que raramente esperamos que acontezca lo bello, lo bueno o lo verdadero. Y ¿es que acaso no nos jugamos todo en nuestras expectativas, en lo esperado en el porvenir?
Luciana Cadahia, filósofa y escritora comprometida fervientemente con el uso responsable del lógos, deja claro en sus obras que la palabra no puede estar sujeta a un uso meramente polémico o conflictivo, sino que la raíz de lo dicho ha de encontrar su espacio natural en lo que (nos) une. Cuando nos reunimos alrededor de la palabra que congrega, de la palabra que no pretende separar y crear escisión, surge un pensar alegre que nos concita para crear comunidad: a cuidar de lo común. La palabra amable, esto es, la palabra que ama, sirve como caldo de cultivo para custodiar lo más propiamente humano, que es vivir –como ya expresó Aristóteles en los primeros compases de la Política– para poder distinguir lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo. Y para hacerlo en comunidad.
Así lo expresa Cadahia en la introducción de su libro Siete ensayos sobre el populismo (Herder, 2021), redactado a cuatro manos con la politóloga Paula Biglieri: «necesitamos hacernos cargo», «una concepción de la vida diferente. Es decir, indagar si acaso todavía es posible concebir esta fragilidad colectiva como una responsabilidad ético-política de repensar nuevas negociaciones de nuestra presencia en el mundo. Negociaciones que partan no ya de la certeza de nuestra presencia, sino de la certeza de nuestro carácter contingente». Es en esto, en ese constructo tantas veces aludido acaso utópicamente a lo largo de nuestra historia, en lo que consistiría la «fuerza del pueblo»: en cuidar lo común con y mediante la palabra pensante, como lógos y no como mera phoné, en forma de ruido gutural que asusta o que, más aún –y este es el riesgo–, pretende asustar.

Arremolinarse en torno a la fragilidad, subraya Luciana Cadahia, y también ha defendido el filósofo Joan-Carles Mèlich. Porque la anquilosante certeza se ha apoderado peligrosamente de nuestros discursos, de nuestras formas de habitar el mundo, que no entienden –ni quieren entender– la diferencia, lo distinto de sí mismo, la otredad. Fue Simone Weil quien esgrimió en sus Cahiers y en La gravedad y la gracia que para amar hace falta respetar el espacio de aquel a quien se ama, y respetarlo como otro, como un otro; cuando, al contrario, intentamos imponer nuestra subjetividad o, peor, cuando pretendemos conquistar al otro desde nuestro propio y único criterio es cuando, entonces, el amor se hace imposible: lo otro acaba asfixiado en el yo, en la mismidad opresora. O María Zambrano, cuando se refería al peor totalitarismo posible como el de endosar al otro nuestros propios ritmos.
Si para algo sirve la res publica, apunta Cadahia con lucidez y valentía, es para impedir que ciertas oligarquías (políticas, económicas) se adueñen del discurso. Porque cuando sólo existe un camino para narrar las cosas (y somos seres narrativos, no lo olvidemos), el monólogo doma y somete el pensamiento dialógico. Lo apunta Cadahia muy certeramente en su libro República de los cuidados (Herder, 2024): «la lógica deseante del fascismo es inmunitaria, esto es, asume que hay una identidad ya dada de antemano que se encontraría amenazada por la presencia de otro». Esta identidad propia del fascismo, añade la filósofa, «no existe más que como negación de todas las demás que se experimentan como una amenaza».
Con ello queda colapsada la posibilidad del diálogo, se cortocircuita la potencia del cuidado en la palabra y en la acción. Si sólo hay una forma de contar la realidad, nadie se molestará en introducir el hallazgo humano más relevante de nuestra historia en materia de convivencia: el matiz, la gradación, las escalas, los tonos. La posibilidad de lo otro queda hurtada bajo el anhelo de encontrar lo único. Y ello en nombre de la seguridad, o digámoslo con claridad: bajo la bandera del miedo.
Es así como se genera el dominio endémico del silencio, que inmoviliza las alas de un pensar común y que cierra la puerta para –en expresión de Cadahia– «articularse como un pueblo». Si sólo podemos ser de una forma, las otras (sean las que sean) ni siquiera se considerarán. Peor aún: si podemos decirnos solamente de una manera, nuestra imaginación será acallada. Bajo el imperio del miedo a no poder decirnos, la única certeza es la ausencia de (otros) futuros, el silencio de la imaginación.






Muy interesante esta filósofa. Gracias. Tomo nota.
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Jcolintu7@alumnes.ub.edu
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