Hace poco tomaba un café con un amigo psiquiatra –de dilatada trayectoria en terapia y consulta médica– y me comentaba cib preocupación que, a su juicio, la gran crisis que ha desplegado la pandemia (amén del consiguiente impacto económico y sanitario) ha sido el de la reclusión y, en paralelo, el de la incapacidad para volver a instaurar nexos y relaciones de confianza mutua. El largo periodo de encierro, así como el auge de las redes sociales a la hora de entablar conexiones superficiales entre personas, ha provocado que la soledad se convierta en uno de los motivos más habituales de consulta psicológica y psiquiátrica. De hecho, me contaba, numerosos pacientes acuden a especialistas de salud mental con la única intención (y justificación) de que «alquien me escuche».
La soledad es un fenómeno ambivalente. Por un lado, nuestra condición eminentemente social nos empuja a relacionarnos de manera natural con nuestros semejantes; en este sentido, el hecho de estar solos, al menos cuando la soledad no es elegida, es considerado algo negativo, una circunstancia a evitar e incluso perjudicial; por otro lado, habituarse a convivir con nuestra constitutiva soledad resulta una parte imprescindible del desarrollo evolutivo personal de cada individuo. La soledad constituye, por tanto, una moneda de dos caras muy distintas que debemos aprender a manejar. El abuso de cualquiera de sus dos vertientes (exceso de sociabilidad o exceso de reclusión) puede llegar a constituir rasgos de conducta patológicos.
Sin embargo, y sobre todo entre las generaciones más jóvenes (los llamados «nativos digitales», habituados a vivir entre pantallas y aparatos), la soledad angustiante, ansiosa o nerviosa se ha normalizado como un efecto colateral inevitable del uso de las nuevas tecnologías. Y es algo que, como sociedad, debería inquietarnos. Una circunstancia que acaba por extenderse a todas las capas sociales y a todos los rangos de edad y que denota una falta de contacto real con los otros. A su vez, la falta de este tipo de contacto (personal, físico, presencial) nos deshabitúa de numerosos patrones conductuales y afectivos que, a lo largo de milenios, hemos desarrollado para poder relacionarnos funcionalmente con otros individuos: sobre todo, la comunicación no verbal y todos los aspectos paralingüísticos que conlleva el habla.
De alguna forma, cuando nos comunicamos mediante el uso de la tecnología, ejercemos más un monólogo que un diálogo. Diálogo, no lo olvidemos, remite en términos etimológicos a un proceso que se da «a través de» (dia) un logos (la palabra, el discurso). Cuando empleamos –y consumimos– compulsivamente las redes sociales y otros medios tecnológicos de relacionarnos, convertimos el objeto mismo (teléfono, tablet, ordenador, etc.) en el «a través» de la relación. Es decir, transformamos el instrumento (el medio) en un fin en sí mismo, y esto crea dinámicas relacionales muy distintas a las que se dan en un contacto directo.
Empezando porque es el instrumento (sobre todo el smartphone) el que acaba por configurar y dictar nuestra conducta y a crear nuevos patrones y hábitos de actuación: notificaciones constantes (es decir, interrupciones continuas en nuestro ritmo de vida), consulta apremiante de redes sociales, fijación enfermiza por la obtención de likes, afán de aceptación y reconocimiento, locus de control y validación fundamentalmente externo, pérdida de autonomía y libertad, dependencias varias, etc. Al fin y al cabo, con quien acabamos manteniendo una relación es con el propio teléfono, y no con quienes están tras nuestras relaciones digitales. Acabamos siendo usados por la cosa que debería ser objeto de nuestro uso y acaban por desarrollarse conductas propias de adicciones.
Como señala Bruno Patino en su contundente y recomendable libro La civilización de la memoria de pez. Pequeño tratado sobre el mercado de la atención (Alianza Editorial, 2020), este permanente estado de alerta que nos ata a nuestros dispositivos móviles nos sume en un universo artificial de «notificaciones importantes o insignificantes que alimentan, cual cuentagotas hospitalario, la soledad de nuestras existencias conectadas», de manera que «nuestro infierno cotidiano somos nosotros mismos. Sin posibilidad de descansar, atiborrados de dopamina, no relajamos nunca la vigilancia. La alerta permanente, la explotación de neustra pasividad, el halago de nuestro narcisismo y el anuncio inmediato de lo que vendrá son el ritmo que acompasa nuestra existencial digital». Así, se ha creado una servidumbre respecto al mecanismo, respecto al instrumento (que nos ha instrumentalizado).
El problema vinculado con esta circunstancia, como señalan numerosos pensadores, psicólogos sociales y psiquiatras actuales, es que cada vez estamos más conectados y, paradójicamente, cada vez nos sentimos más solos. Según el Colegio Oficial de Psicología de Madrid, en información facilitada por el diario El País, se estima que en Madrid las peticiones para cita psicológica se elevaron entre un 20% y un 30% a comienzos de 2021 respecto al año anterior: la causas fueron, en su mayor parte, ansiedad por la situación vivida y tristeza o signos nacientes de depresión. Por no hablar del repunte de casos de suicidio, que se ha convertido en uno de los mayores retos de salud pública en Europa –en numerosas ocasiones silenciado como un tabú social–, con una tasa de prevalencia de 11,93 por cada 100.000 (en España la tasa es de 7,79, pero en cualquier caso alarmante, con un crecimiento del 3,7% respecto a la última medición del INE –abril de 2021–, y con un triste aumento en adolescentes y jóvenes).

Es importante remarcar, me comentaba aquel amigo psiquiatra, que ni el suicidio ni otros fenómenos como la ansiedad, el alto estrés o la depresión han de estar causados necesariamente por un trastorno mental. En muchas ocasiones, se debe a la confluencia o repetición de diversas circunstancias onerosas que llegan a colapsar al individuo en términos psicológicos y acaban por distorsionar su visión de la realidad. En este sentido, habrían de ser de obligado cumplimiento dos medidas político-sociales: en primer lugar, más formación psicológica en las etapas educativas tempranas (sobre todo en adolescentes y jóvenes, en forma de orientación psicopedagógica), de manera que sepan afrontar –siquiera de manera incipiente– la constitutiva vulnerabilidad a la que la existencia nos expone en diversas ocasiones; en segundo lugar, un reforzamiento sustancial de asistencia psicológica en la atención pública primaria.
El uso indiscriminado de las tecnologías –sobre todo de las redes sociales–, así como la peculiar coyuntura histórica que vivimos, ha originado más y más honda soledad. Se ha creado un mundo paralelo y artificial en el que parece que nadie está solo, pero en el que el sentimiento de soledad es muy habitual. Mediante este tipo de relaciones tangenciales, el individuo cree poder estar en contacto con numerosas personas, pero –todos los estudios sobre el asunto remarcan este punto– resulta imposible llegar a la intimidad y ligazón que se genera en los contactos reales, de carne y hueso.
Dejar de relacionarnos, o relacionarnos menos, en términos reales también significa dejar de lado gran parte del componente afectivo y emocional que comportan los gestos, las miradas o la complicidad que se intercambian y generan en una conversación cara a cara. No debemos olvidar que somos mamíferos, y que el contacto (físico) con el otro forma parte de nuestra condición. Como señala Giorgio Nardone, «la intimidad relacional es lo que hace que la compañía de otra persona constituya un antídoto frente al sentimiento de soledad». Las redes sociales han creado una perversión placentera que se alimenta de manera sádica: el contacto con muchos se ha transformado en un aislamiento global. Nos relacionamos desde una soledad autoinfligida. El sentimiento subjetivo de soledad se ha convertido, tras la pandemia y el auge del uso de las redes sociales, en una de las emociones que más tormento causan. La soledad angustiante activa las mismas zonas cerebrales que el dolor físico. Por eso es más importante que nunca cuidar y acompañar. De cerca. Humanamente.
¡Excelente !
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Hola Carlos, sigo con interés tu blog, y en muchas ocasiones leo alguno de los libros que comentas. Del de hoy me gustó mucho, además del texto, la foto que lo acompaña, que me pareció de Caspar Friedrich, y me gustaría saber de qué obra se trata y del autor, si no es Friedrich. Muchas gracias por adelantado, y por favor no dejes de continuar con El Vuelo de la Lechuza, un remanso de paz en la pobreza que nos rodea. Claudio.
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Excelente información. Todos debemos contribuir a que haya paz y amor entre familiares y amigos, aun hasta desconocidos pues eso evitara que aumente el odio en el mundo y las personas solas ya no se sentirán aisladas. Tomemos la iniciativa y ofrezcamos nuestra amistad. a quienes conocemos, y para ello, seamos amables y mostremos interés sincero de ayudar, con simplemente escuchar lo que nos quieren decir sin criticar o dar nuestra opinión. Tratemos de entender los problemas que tienen sin entrometernos en su vida. Puesto que a algunos quizás se les haga difícil decir cómo se sienten, tengamos cuidado de no hacer que se sientan obligados a hablar. Más bien, hagamos preguntas prudentes con cariño y escuchemos con paciencia. Pero sobre todo demos ayuda práctica. Todo lo que necesitas es un sencillo acto de bondad en el momento oportuno.
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Gracias Carlos. Qué necesario es que alguien refleje la realidad que estamos viviendo tan fiel lo que es como tu los has hecho.
Cuantas veces he deseado cerrar indefinidamente o por un largo tiempo mi smartphone y me he visto incapaz de hacerlo. Cuánto miedo me embarga imaginarme cortar ese hilo virtual con la droga de lo virtual. Porque este aparatito nos ha convertido en adictos a la exposición hacia el mundo vestida al gusto del consumidor, para siempre agradar o sentirnos menos vacios….síntoma de que sí, estamos solos porque muchos nos aislamos cada vez más de un mundo en el que lo inmediato y superficial es lo predominante.
Qué contradicción me aislo para conectar y contactar con presencia ante lo anímico, lo esencial, lo natural, la lentitud, el hablar cara a cara sin prisas, pero no puedo soltar mi smartphone….
Con lo fácil que es darle al boton off, no lo hacemos. Una locura.
Necesitamos llevar esta reflexión cimo la tuya a la acción. Volver a escuchar, a abrazar, a abrir nuestra mente y corazón para sentirnos menos solos ante la incertidumbre y pesares, para compartir también las verdaderas alegrías, para acompañar a los demás.
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Encantado con este post y con la información tan valiosa que nos aportas. Sin lugar a dudas, la pandemia a dejado un sin numero de problemas psicológicos que a la larga producen diferentes síntomas que expresan un severo caso de aislamiento en todo el sentido de la palabra… ya sea por el no querer empatizar con los demás, no poder tolerar o incluso tener un ansiedad por el estar rodeado de diferentes energías sin importancia alguna. Debemos ser más humanos, abrazar más la vida y tratar de encontrar un agujero como salida en la celda que estemos respecto a la soledad, saludos.
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Hola Carlos, muy interesante la nota.La pandemia dejó al descubierto un montón de cuestiones, entre ellas la importancia de la salud mental, muchas veces dejadas de lado. Me parece también muy interesante lo que comentas respecto a la necesidad de más formación psicológica en las etapas educativas tempranas, me parece fundamental este punto, quizás desde la escuela se podría implementar, como una materia mas y dar además formación pedagogica y Psicologica a los maestros. saludos
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Me parece que es una oportunidad para reflexionar los pros y contras de esta tecnològia que tiende a aumentar en todo sentido.
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