Es un sueño la vida,
pero un sueño febril que dura un punto;
cuando de él se despierta,
se ve que todo es vanidad y humo.
Amor y felicidad son términos sinónimos en lo que palpita bajo el título de este artículo. Los iniciales cuatro versos, de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) en sus Rimas del Libro de los Gorriones, nos transportan a un tema sempiterno de la literatura y filosofía de todo lugar. Sevilla, la chispeante ciudad lamida por el anchuroso y calmo Betis, tierra que se abre al viajero con el hechizo de sus embriagadoras fragancias y cuya vistosa arquitectura reverbera cegadora bajo el sol vio nacer, sin embargo, al poeta melancólico cantor de los parajes columbrados a través de neblinosos celajes, difuminados entre vaporosos y flotantes tules.
Sevilla. Soria. Claroscuro. De la austera, recogida y recatada ciudad castellana hablamos, pues en sus tortuosas calles y enigmáticos contornos, en el Medioevo, sitúa el sevillano una de sus leyendas de mayor hechura filosófica y ecos autobiográficos, El rayo de luna (1862). Soria, río Duero, ermita de San Saturio, ruinas del convento de los Templarios: la misma geografía, la misma escenografía de otra de sus leyendas, El monte de las Ánimas (1861), también ambientada en la Edad Media (tan cara al Romanticismo), y con más ingredientes góticos, si bien menos profunda. Protagonista de El rayo de luna, un joven de alta alcurnia. La madre, angustiada y repetidamente pregunta: «¿Dónde está Manrique?». La respuesta indefectible de los servidores:
En cualquier parte estará menos en donde esté todo el mundo.
Tenemos lo que parece un solitario, tanto «que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no lo siguiese a todas partes». En la soledad, Manrique ideaba sus mundos imaginarios: ¿quizá mundos sutiles e ingrávidos como pompas de jabón que cantara y amara décadas después otro sevillano «soriano», Antonio Machado? No. Porque las pompas de jabón, en su liviandad, en su evanescencia, existen durante ese huidizo instante. Por contra, lo que el joven noble construía eran castillos en el aire, quimeras y, como tales, sin existencia real más allá de los recovecos de su a un tiempo apasionado y melancólico talento, una mente tocada también por el aleteo de la poesía, «porque Manrique era poeta, ¡tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos y nunca los había encerrado al escribirlos!».
Ya en la primera de las Rimas del Libro de los Gorriones (décimo primera en su manuscrito) encontramos este lamento que, en cualquier idioma y bajo muy diferentes formas, muestra los sudores de parto de los escritores para intentar transferir, en toda su brillantez y fidelidad, sus pensamientos al papel:
Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de ese himno,
cadencias que el aire dilata en las sombras.Yo quisiera escribirle, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.Pero en vano es luchar, que no hay cifra
capaz de encerrarlo, y apenas, ¡oh hermosa!,
si, teniendo en mis manos las tuyas,
pudiera al oído cantártelo a solas.
La melancolía de Manrique, trasunto, en parte, de la de Bécquer, lo conduce a vagar por parajes solitarios, también en las nocturnas horas. ¿Cuándo se ha visto un poeta que no haga migas con la luna? Gustavo Adolfo la saluda con su peculiar estilo. Así, «la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata», «ese globo de nácar que rueda sobre las nubes», «la luz de la luna rielaba»… Pero en esta ocasión el satélite muerto le va a jugar una mala pasada: un efecto óptico le hace creer que allí cerca, entre el follaje, durante un fugaz instante, «había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer…».
Y prosigue:
¡Una mujer desconocida!… En este sitio…
¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco.
Solitario sí, pero no vocacional cuando se desvive por encontrar y vestir ésa que cree mujer tangible con un traje a la medida de sus ensoñaciones. Así, continua construyendo castillos en España, adornándola de características físicas y anímicas gemelas de las suyas:
Y esa mujer que es hermosa, hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta de lo que yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme?
¿Que los polos iguales se repelen y son los opuestos los que se atraen? Monsergas. Manrique sueña con una Manriquesa, su alter ego en femenino. Todo en el aire, todo castillos en Castilla, porque tras dos meses de búsqueda de su ilusoria beldad, la grisácea realidad pondrá frente a su espejo no deformador al iluso Manrique. Mal asunto colocar a alguien en lo más elevado de un pedestal cuando ese alguien es una entelequia (y también cuando existe). Porque a pedestal más alto, remedando el título de una célebre película, más dura será la caída.
¡La caída! Adán y Eva (personajes imaginarios y simbólicos) cayeron en el pecado y hubieron de abandonar el Paraíso. Manrique en lo que cae es en la cuenta de que la joven esbelta de blanco vestido y largos, obscuros y flotantes cabellos no era sino una ilusión óptica:
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía las ramas.
Años pasa como un mueble junto al calor de la chimenea gótica de su castillo, éste bien erguido sobre sólidos cimientos, sordo a todos y todo. Es el melancólico a quien nada ni nadie puede liberar del círculo vicioso de la rumia de sus pensamientos de su autismo paralizador, de su prisión:
-¡El amor!… El amor es un rayo de luna –murmuraba el joven.
-¡La gloria!… La gloria es un rayo de luna.
Cantigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…, mentira todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.
Abajo transcribimos el párrafo final de la leyenda, en el que Bécquer pone el acento no en el efecto paralizador del círculo vicioso, sino en su virtud curativa:
Manrique estaba loco, por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio.
Es claro que el sevillano muestra su flanco pesimista, pues si el amor es un espejismo, también lo es la felicidad. Algunos clínicos, como Rafael B. Navarro, anotan en el pesimismo «uno de los camuflajes de la melancolía». Incluso, palabras mayores, de la depresión.
Ahora bien, cuando la melancolía-tristeza-pesimismo-depresión aprietan pero no ahogan, pueden ser un semillero de ubérrimos frutos, y así lo atestigua la larga nómina de poetas, artistas, filósofos, novelistas, fotógrafos, cineastas, que no cayeron en la apatía por sufrir sus efectos (el propio Bécquer entre muchos). Al contrario, su temperamento melancólico-triste-pesimista-depresivo accionó sus plumas, pinceles, cinceles, instrumentos musicales, voces, cámaras fotográficas y de rodaje para poner una nota de belleza en un mundo que sin ellos sería, paradójicamente, más melancólico-triste-pesimista-depresivo en su sentido peyorativo.
No podemos resistirnos a recordar, siquiera sea de memoria, aquellas palabras de Marx en las que se dolía de la injusticia de que lo amable y bello de la vida estuviera reservado casi en exclusiva para disfrute de los bendecidos por la fortuna económica y por los privilegios de la sangre: acceso a conciertos, obras teatrales, óperas, etc.
¿Una herejía, una desviación del tema citar a Marx en un artículo sobre Bécquer? No. Sólo en apariencia superficial es desviación.
Un placer volver a leerle!!!!!! Espero que todo vaya bien….
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Desde la adolescencia me ha encantado Becker. Me sigo considerando un romántico aunque no practique demasiado. Supo poner «una nota de belleza» en nuestro confuso mundo…y eso vale mucho.
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Las letras que componen un himno de niño asemejan un bienestar aventurero, lleno de hojas coloridas para dar respuesta a héroes iluminados. Cuando la sangre bulle sus letras recorren praderas exitosas de invencibles fines, los que añejados se miran sólo como un trozo en vuelo consumido.
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Me gustó mucho este artículo, gracias!
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