La «Generación del 98»: Azorín, Baroja, Maeztu, Ganivet, Unamuno y Antonio Machado

[Nota: el siguiente texto es una reelaboración abreviada de un estudio que el director de esta página desarrolló en 2010 como becario de investigación de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, y que fue empleado, incluso, como apuntes de clase por diversos alumnos de generaciones posteriores].

El fin del siglo XIX coincide con el fin del que fue llamado «Imperio español». El 10 de diciembre de 1898 España firma con Estados Unidos el Tratado de París, mediante el cual España perdía las colonias americanas (Cuba y Puerto Rico), así como las asiáticas (Filipinas). Este hecho fue denominado, en la literatura de la época, «el desastre», una culminación de una decadencia progresiva histórica que venía prolongándose desde tres siglos atrás y por la que se pierde, definitivamente, el dominio internacional. El tema de la decadencia provocó toda una literatura que alcanzó su culminación con la llamada «Generación del 98», en la que se inscriben, como baluartes principales, Azorín, Pío Baroja, Ángel Ganivet, Antonio Machado, Ramiro de Maeztu, Unamuno y Valle-Inclán. El asunto que les une es precisamente el de la decadencia nacional, la preocupación por España y su esencia, las causas de sus males y sus posibles soluciones, el pasado y el destino histórico. Son tales características las que los sitúan entre dos movimientos literarios afines pero que deben distinguirse con cuidado: el regeneracionismo y el modernismo. El primero se ocupó de «los males de la patria» y de sus posibles soluciones. Los regeneracionistas (Joaquín Costa, Macías Picabea, Luis Morote o Lucas Mallada) llenaron sus libros de datos, estadísticas y observaciones, pues su política consistió en la aplicación de los descubrimientos científicos, de la ciencia positiva, a los problemas nacionales. Los autores del 98 sufren, en su mayoría, la influencia regeneracionista, sobre todo Unamuno, Maeztu, Azorín y Baroja. Algo parecido ocurre con el modernismo, producto de la influencia de Rubén Darío y que llevará a su culminación, más tarde, Juan Ramón Jiménez. En la generación del 98 se da un evidente influjo modernista en la primera época de Valle-Inclán y Machado, pero que poco a poco será abandonado en función de un mayor compromiso histórico y social; se puede decir que tal generación siguió un camino medio o «tercera vía» entre ambas sendas.

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Las notas comunes de esta generación, más que la preocupación por el problema nacional -compartida con otros grupos intelectuales de otras disciplinas-, vienen dadas por su característica actitud ante dicho problema, que se convierte finalmente en un estetiticismo cargado de ideología y poco científico. Sus juicios sobre España y lo español se inspiran en una inicial rebeldía: un inconformismo de base que busca la resurrección de la patria mediante un conocimiento por el que se afanan, buscándolo a través de viajes por las tierras, los pueblos y ciudades, los viejos monumentos, en un constante recorrer los caminos de España; lo buscan, también, mediante la lectura literaria e histórica de nuestros clásicos y la continua reviviscencia del pasado del pueblo español, a través de una acerada sensibilidad y frente a los desoladores males de la realidad nacional. Su conocimiento, pues, no proviene nunca de métodos científicos, sociológicos, sino de la observación subjetiva, lo que los conduce al lirismo y la ensoñación.

Una nota predominante de esta generación, de acuerdo con su esteticismo, es la preocupación por el paisaje y su acercamiento a éste. Bajo el ángulo de su sensibilidad moderna, con una prosa concisa y natural alejada de toda retórica, recrean los paisajes más diversos de la geografía nacional y, entre ellos, de modo predominante, el paisaje castellano. Más que descubrir, (re)inventan Castilla. Así, la preocupación por la España ideal, constante en todos los miembros del 98, constituye quizá su aportación utópica fundamental sobre este asunto. EL punto de partida generalizado en esta aspiración parece ser la convicción, compartida, de que España está sin terminar: ésta se merece un «remate» bello y honroso para la historia del país y su tradición. Baroja, por ejemplo, escribía que «La obra antigua de España es hermosa, pero hay que coronarla y no está coronada». La misma idea preocupaba a Azorín y Maeztu, siguiendo en esto al inspirador principal del grupo, Ángel Ganivet, quien escribía en su Idearium español, después de señalar las distintas etapas de la historia española:

No hemos tenido un periodo español puro en el cual nuestro espíritu, constituido ya, diese sus frutos en su propio territorio y por no haberlo tenido, la lógica de la historia exige que lo tengamos y que nos esforcemos por ser nosotros los iniciadores.

Ganivet pretende alcanzar esta coronación español mediante la interiorización de las energías, concentrando dentro del territorio toda la vitalidad nacional. Unamuno expresó esta preocupación en su obra, fundamental a este respecto, En torno al casticismo y en una serie de cartas que intercambió con el propio Ganivet. Ambos se conocen en 1891 en Madrid en la oposición a una cátedra de griego. Unamuno se asienta en Salamanca y Ganivet acabará suicidándose en 1898 en Riga, lejos de su patria. En dicha correspondencia abordan el tema de España y la idiosincrasia de los españoles. Ambos pertenecen, en este sentido, a la generación del 98, y pueden ser considerados como los dos maestros del ensayo noventayochista. También toman distancia de los regeneracionistas en tanto que no intentan dar salida a la crisis española, sino que interpretan tan desastroso panorama desde una perspectiva simbólico-filosófica.

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Ángel Ganivet

En el ya mencionado Idearium español, Ganivet pretende hallar la verdadera autenticidad del y de lo español, aunque es prioritario, primero, encontrar la enfermedad que se padece para tratarla. Si bien no es una literatura de tinte regeneracionista en sentido estricto, sí resulta terapéutica. Ganivet distingue dos dimensiones españolas: por un lado, el senequismo o estoicismo, concepto utilizado por María Zambrano. El espíritu español se halla impregnado del estoicismo natural y humano de Séneca. Y, por otro, la fuerza geográfica, llamada espíritu territorial, que determina indeleblemente la identidad de una nación: es la tierra invariable, perenne. España debe regenerarse internamente, desde dentro, y recuperar, beber de, su intrahistoria. También hay lugar para la condena del expansionismo o colonialismo e imperialismo españoles de otras épocas, denunciando que se ha derrochado el espíritu español por los cuatro puntos cardinales antes que volcarlo en el propio territorio. Hemos de «echar candado» sobre lo español y redefinirnos desde la interioridad. No plantean, pues, soluciones prácticas, sino que se trata de una regeneración eminentemente espiritual.

En el itinerario intelectual de Miguel de Unamuno encontramos dos temas que siempre se imponen: su obsesión religiosa y su preocupación por España. El tema de lo español se halla entretejido inexorablemente con su biografía. Hallamos, pues, tres conceptos fundamentales: lo histórico, lo intrahistórico y lo eterno. Con el concepto de «lo histórico» Unamuno se refiere a la unidad consciente de la patria constituida por los acontecimientos que a lo largo de su evolución le han dado caracteres individuantes y excluyentes respecto de los demás países, entres los que destacan el sentido religioso del catolicismo interpretado dogmáticamente. Ahora bien, el concepto de lo histórico no constituye el monopolio de nuestra vida nacional. Por debajo de la historia corre el agua subterránea y vivificante de la intrahistoria encerrada en el pueblo espontáneo y libre. Sobre el modo de sacar a la superficie ese fondo inconsciente del pueblo para que dé nueva vida y savia renovada a la sociedad española, Unamuno se muestra vacilante. Unas veces habla de europeización de España y otras de españolización de Europa. Por uno u otro medio debemos tratar de europeizarnos sin abandonar nuestras más profundas características para dar salida a la vida inconsciente del pueblo, a las corrientes profundas de la intrahistoria, donde reside el poder creador y espontáneo que remueve e impulsa la vida de los países. En la distinción entre la España histórica y la intrahistórica, Unamuno se decide por esta última, a la que considera en parentesco con la España eterna. Lo intrahistórico y lo eterno están unidos en Unamuno de tal forma que a veces resulta difícil discernirlos. Sin embargo, con el tiempo, la España eterna va convirtiéndose en un mito con el que se expresa la necesidad de ir trascendiendo tanto la historia como la intrahistoria, pues representa el conjunto de aspiraciones de la patria que debe conducirnos a su última realización, al ideal arquetípico de la nación que nos aproxima a la Divinidad. En este anhelo de Unamuno por la búsqueda salvadora de su patria, vemos el ejemplo de un hombre que busca su propia salvación en la de sus «hermanos de raza». En este sentido, la agonía de Unamuno es la misma agonía de España, la dialéctica de las tres Españas, la histórica, la intrahistórica y la eterna, que luchan por la primacía: la histórica, que trata de mantener la unidad y continuidad de la nación; la intrahistórica, que revela el fondo inconsciente, creador, de nuestra tradición más viva; y la eterna, que lucha contra ambas para darles una dimensión trascendente con que librarnos de esta «historia de muerte», la pesadilla del tiempo.

En cuanto a su filosofía, el punto de partida de toda ella en Unamuno es el ser concreto, el individuo.

Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple ni el adjetivo sustantivo, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere -sobre todo, muere-, el que come, bebe y juega, y duerme, y piensa, y quiere; el hombre a quien se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano.

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Miguel de Unamuno

Critica toda filosofía que habla del ser humano en general para reafirmarse en su postura de que el único interés verdadero y auténtico es el del ser humano concreto e individual que se constituye sobre dos instintos básicos: el de conservación y el de reproducción. Pero un análisis de ambos descubre que lo que se halla por debajo de ellos es el mismo anhelo de perpetuar al individuo: «El ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal». Toda la obra de Unamuno es un giro constante sobre tal ansia: «Ser, ser siempre, ser sin término. ¡Sed de ser, sed de ser más! ¡Hambre de Dios! ¡Ser Dios!». Y es que Dios e inmortalidad se identifican en Unamuno, pues aquél no es sino el garantizador de ésta. El problema surge cuando pretende buscar argumentos y pruebas que justifiquen la autenticidad de ese anhelo inmortalizador. Para ello acude primero, antes de su gran crisis espiritual, al catolicismo, a la fe religiosa más dogmática, que le remite al dictado de la razón. Pero ésta, interrogada a través de su creación por excelencia -la ciencia- da una respuesta negativa, pues el desarrollo científico no ofrece margen para contestar a los problemas de ultratumba. Sin embargo, la conciencia humana se desea inmortal a sí misma; es más, no puede concebirse como perecedera y busca entonces el apoyo de la fe. Ésta, a su vez, no puede vivir segura sin el asentimiento de la razón y recurre de nuevo a ella. Así, sucesivamente, en un eterno círculo vicioso, se engendra el «sentimiento trágico de la vida». De esta lucha entre la fe y la razón, entre la religión y la ciencia o entre la lógica y la cardiaca, en expresiones unamunianas, surge un sentimiento de desesperación y agonía en el que este pensador y literato trata de tomar pie en su gigantomaquia filosófica. De este modo surge la «congoja» unamuniana, tan relacionada con Kierkegaard, que es el estado existencial propio de este filósofo. En este tomar fuerzas de su propia desesperación, Unamuno abandona el terreno de lo puramente razonable y crea su propia mitología:

No quiero engañar a nadie ni dar por filosofía lo que acaso no sea sino poesía o fantasmagoría, mitología en todo caso… El que busque razones […] puede renunciar a seguirme.

En Azorín, la influencia de Nietzsche es tanta o mayor que en Baroja, aunque esta influencia ha tenido épocas y matizaciones muy diversas. Empezó por una preocupación político-social muy fuerte, que evolucionó a un cada vez mayor despreocupación del tema. Azorín fue un insistente propagandista de la idea libertaria, leído por intelectuales y obreros, tanto en la prensa burguesa como en la proletaria.

Por todas partes se grita contra la arbitrariedad. Millones de infelices extenuados por la fatiga, heridos de injusticia, henchida el alma de rencor impotente, claman contra un régimen odioso que les sume en la miseria. Tienden sus puños crispados hacia los opresores que arrastran su opulencia junto a ellos. No piden caridad, piden derecho; no tolerancia, porque tolerancia implica concesión, son libertad.

Y es que Azorín, igual que el Unamuno más joven, está convencido de que el capitalismo es una injusticia, de que la clase capitalista está destinada a desaparecer por la misma dialéctica de la Historia y de que el futuro es del proletariado, a cuyo servicio ponen su pluma. Unamuno, desde el socialismo marxista; Azorín, desde el anarquismo libertario.

Esta postura no habría de durar mucho; en Charivari escribe:

Cada vez voy sintiendo más hastío, repugnancia más profunda, hacia este ambiente de rencores, envidia, falsedad. Me canso de esta lucha estéril… Y aunque venciera, ¿qué? ¡Vanidad de vanidades!

A partir de 1900 su evolución ideológica se acerca a un conservadurismo cada vez mayor. El contacto con la obra de Nietzsche, como se ha dicho, sería decisivo; el primer contacto con su obra, no cabe duda, fue propiciado por Baroja y su amigo Schmitz. Nietzsche va a ser el vínculo de transición entre la época anarquista de Azorín y su posterior etapa estetizante, causado por el curioso malentendido de haber considerado a Nietzsche como un adepto del anarquismo. Fue un rasgo común a aquella juventud iracunda de principios de siglo que se llamó a sí misma «nietzscheana». Al principio se tuvo al alemán como un rebelde anarquista. Tal equívoco sirvió como fundamento y aglutinante de rasgos contradictorios e incluso opuestos del joven Azorín, cuyos primeros escritos ya apuntaban a su individualismo, la admiración por la fuerza y el poder y hasta su mencionado esteticismo. Lo importante es nuestra vida, nuestra sensación momentánea y actual, nuestro yo, que es un relámpago fugaz. La rebeldía anárquica de protesta social le llevará del sentimiento de solidaridad proletaria al individualismo desencarnado que brilla ya con toda su fuerza en el Azorín de su conocida novela La voluntad. El ser humano que aparece en esta obra presenta rasgos de autoritarismo, pero lo cierto es que tal característica se manifiesta más en la vida que en sus obras. En el esteticismo de Azorín debemos destacar, junto con la ya señalada influencia de Nietzsche, la muy importante de Schopenhauer, casi desde su primera juventud: «En un ángulo, casi perdidos en la sombra, tres gruesos volúmenes que resaltan en azulada mancha llevan en el lomo: Schopenhauer», leemos en la citada novela. Ya en su vejez, Azorín reconoce explícitamente tal influencia: «Sobre la doctrina de la voluntad, base de la filosofía de Schopenhauer, he meditado yo mucho», anota en Memorias inmemoriales. Esta influencia no se limita al tema de la voluntad, sino también al dolor universal. De todas las fuentes del dolor humano, a Azorín parece obsesionarle en especial la vanidad de la vida y el paso del tiempo:

Nada es eterno, nada es mudable. Surgen a cada momento en el espacio nuevos mundos y acábanse los que cumplieron ya su hora. La materia sigue sin cesar su evolución al infinito, cambiando, transformándose, muriendo para renacer en formas nuevas. El hombre no es una excepción del aniquilamiento universal… Apagaráse el sol; cesará la tierra de ser morada propia del hombre, y perecerá lentamente la raza entera. Y entonces, desierta la Tierra, rodando desolada y estéril, entre profundas tinieblas, por el espacio inmenso, ¿para qué habrán servido nuestros afanes, nuestras luchas, nuestros entusiasmos, nuestros odios?

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Azorín

El tema del tiempo, célebre y muy tratado en Azorín, aparece ya en años tempranos con nitidez, y ello por influencia más de Schopenhauer que de Nietzsche. Va a ser éste, sin embargo, quien ponga las bases para el aquietamiento de una inquietud que obsesionaba a Azorín: el eterno retorno, que será la clave de la estética de Azorín. Hay sin embargo una discrepancia entre ambos: «Yo no siento la angustia que sentía Nietzsche ante la Vuelta eterna». El eterno retorno supone para Azorín el consuelo a todas las vanidades y a la tragedia del tiempo, el reposo anímico que sigue al dinamismo absurdo y sin fin de la vida. De la angustia nietzscheana Azorín transita a una serena contemplación de todas las cosas. Es su exposición más personal del eterno retorno, que no es sólo en él una solución al sentido de la vida y al problema del tiempo que tan hondamente le aquejaba (en general a toda Europa desde Baudelaire), sino una fórmula estética. Para el individualista, la sensación es lo único que cuenta: «El momento es fugaz. Trataremos de fijar en el papel y en el lienzo la sensación». El programa estético de Azorín consiste así en captar mediante la imagen el momento fugaz y vulgar que necesariamente ha de repetirse en la evolución del tiempo. A través de este encuentro con la imagen, Azorín nos ofrece el secreto de su arte: el entronque con la belleza y lo humano eterno, con lo que nos aboca a una experiencia de la Eternidad.      

Entre los novelistas españoles ninguno sin duda tan influido por Nietzsche como Pío Baroja (1872-1956), que tropezó con el filósofo alemán a través del contacto personal con el suizo Paul Schmitz, arriba mencionado; de sus conversaciones con él en el monasterio de El Paular en 1901 nos ha dejado Baroja un fiel trasunto en la novela Camino de perfección. El drama del personaje (Fernando Osorio) es el mismo que el del novelista: la lucha entre una afirmación pagana de la vida y de la voluntad y una educación cristiana enaltecedora de la contemplación, del sacrificio y del ascetismo. La contradicción aparece al final de la novela; mientras Osorio piensa en una educación para su hijo recién nacido, alejada de la neurastenia que a él le aflige, se dice  sí mismo:

No, no le torturaría a mi hijo con estudios inútiles, con ideas tristes; no le enseñaría símbolo misterioso, de religión alguna, [pero] mientras Fernando pensaba, la madre de olores cosía en la faja que había de poner al niño una hoja doblada del Evangelio.

Baroja se rebela contra la farsa electoral en la España de su tiempo, así como contra un fanatismo oscurantista, que fomenta su resentimiento anticristiano. Sin embargo, no deja de luchar su alma entre tendencias opuestas, bien visibles en la ambivalencia entre Schopenhauer y Nietzsche, las dos influencias fundamentales a que estuvo sometido su pensamiento. He aquí una expresión de tal ambivalencia:

Yo he vacilado muchas veces queriendo resolver no ya si en el cosmos, sino en el interior del espíritu, es mejor la fuerza indiferente al dolor o a la piedad. Pensando, estoy por la fuerza, y me inclino a creer que el mundo es un circo de atletas en donde no se debe hacer más que vencer, vencer de cualquier manera; sintiendo, estoy por la piedad, y entonces me parece la vida algo caótico, absurdo y enfermizo.

Esta visión de la vida como algo donde el dolor predomina por encima de lo demás aparece muy clara en Camino de perfección, en El árbol de la ciencia y en La sensualidad pervertida, donde la influencia de Schopenhauer resulta más que patente. En su concepto del mundo, Baroja acepta la célebre dicotomía entre «voluntad» y «representación» como una lucha sin cuartel y sin sentido. Como persona, Baroja se inclina hacia el lado contemplativo y místico de su alma, pero, en cuanto novelista, busca personajes volcados a la acción, que reflejan lo qué hubiera querido ser; en esa dualidad se mueve también a la hora de sus preferencias filosóficas entre Schopenhauer y Nietzsche. En tal dicotomía se acerca cada vez más a la influencia nietzscheana y el anarquismo individualista implícito en ella, alejándose del pesimismo schopenhaueriano. En política esto supone la afirmación de la tendencia autoritaria y dictatorial; como norma de conducta le lleva a la predica de la acción:

En el fondo no hay más que un remedio y un remedio individual: la acción. La acción es todo, la vida, el placer. Convertir la vida estática en la vida dinámica; éste es el problema. La lucha siempre, hasta el último momento.

Su proyecto para la regeneración española se resume en el siguiente programa:

Este brío español que en sus dos impulsos, espiritual y material, dio nuestro país a laa Iglesia -institución no sólo extraña, sino contraria a nosotros- debía intentar España hoy en beneficio de sí misma. La obra de España debía ser organizar el individualismo extrarreligioso. Somos individualistas; por eso, más que una organización democrática, federalista, necesitamos una disciplina férrea, de militares. Planteada esa disciplina, debíamos propagarla por los países afines, sobre todo por África. La democracia, la República, el socialismo, en el fondo no tienen raíz de nuestra tierra. Familias, pueblos, clases, se pueden reunir con un pacto; hombres aislados, como somos nosotros, no se reúnen más que por la disciplina…

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Pío Baroja

Bajo este individualismo anarquizante y autoritario se esconde una admiración por la fuerza de la que el propio Baroja carecía, como él mismo llegó a confesar. En última instancia, su doctrina resume la opinión del autor que ve la cultura como una guerra contra la decadencia y la debilidad burguesa.

Es en nuestros días una afirmación indiscutible que Ramiro de Maeztu es el miembro de la generación del 98 más influido por Nietzsche: se le llamó el «Nietzsche español» durante los años de cambio de siglo. Maeztu escribió su primer libro, Hacia la otra España, con un carácter marcadamente nietzscheano, agresivo y crítico con la España tradicional. Los críticos han distinguido tres grandes etapas en su evolución ideológica, cuya divisoria habría que trazar en la Primera Guerra Mundial. Antes de ella, Maeztu es un rebelde revolucionario socialista; después se convierte en un pensador católico y conservador, que desarrolla un pensamiento afín a la tradición secular del pensamiento español, donde el concepto de «Hispanidad» será el eje de su concepción. Si en la primera prima la voluntad de voluntad de poder, en la segunda serán los valores ideológicos trascendentes los que tomarán la primacía, para pasar a una tercera en que la religión y el sentido espiritual del amor se convierten en protagonistas. El socialismo de su juventud no desaparece repentinamente. Hacia 1910 escribe a Ortega y Gasset, íntimo amigo suyo, y le explica que todos sus escritos son estrictamente socialistas. Sin embargo, en Inglaterra, como corresponsal, tal socialismo evoluciona hacia otro vértice. Escribe una serie de artículos con los que inicia una tendencia corporativista que va a caracterizar desde ese momento el pensamiento de Maeztu. Comienza el libro con una crítica de los principios de autoridad y libertad para defender el de «función», que considera la categoría básica del ser humano en sociedad. El ser humano se caracteriza por su función en sociedad, entendiendo por ésta un servicio que presta a los demás y en el que debe sacrificar su personalidad a valores objetivos, destacando el Poder, la Verdad, la Justicia y el Amor. Así, hay un giro en lo que concierne a la doctrina de la personalidad, que Maeztu consideró centro del mundo, convirtiéndola en simple instrumento para la realización de los valores objetivos y auténticos de la vida humana. Su consecuencia es una nueva valoración positiva de lo religioso, del sentido del sacrificio personal en aras de un ideal, que Maeztu identifica con el valor del espíritu. El poder más eminente y raíz de todos los demás proviene del dinamismo que adquiere la vida cuando se vive como entrega a los más altos ideales. Ahora bien, el espíritu puede traicionarse, replegándose sobre sí mismo, con lo que queda a merced de los instintos y otras fuerzas inferiores, actuando entonces mecánicamente. La dialéctica espiritual está en asumir y trascender esas fuerzas inferiores con vistas a la realización del ideal. Su noción de espíritu inspiraría el contenido de su Defensa de la hispanidad. La idea de Maeztu es que el «espíritu de un pueblo» no ha de entenderse como una sustancia espiritual separada del hombre al modo hegeliano, sino como «una misma cosa que el espíritu humano, que vive en muchos hombres, que pasa de uno a otro, del que algunos individuos se adueñan mientras otros lo abandonan y que por ello está por encima de los individuos, aunque sólo viva en ellos y por ellos». En esta noción de espíritu hay que entender su doctrina de la hispanidad como un espíritu según el cual «hubo un tiempo en que los españoles servían ideales superiores que implicaban la fe en la primacía del espíritu, y otro en que dejaron de seguirlos y se contentaron con fines inferiores». El período de mayor esplendor de este espíritu fue el siglo XVI, pero Maeztu no cree que su vigencia haya pasado. El sentido que el catolicismo puede dar a la vida humana y a la sociedad es inseparable de esa defensa de la hispanidad, donde se conjugan en difícil y compleja armonía los elementos autoritarios e igualitarios del pensamiento de Maeztu. Su propuesta es la de volver a la tradición católica y autoritaria que llevó a una desconocida etapa de grandeza imperial, y que se fue perdiendo paulatinamente desde el siglo XVIII por la adhesión a principios disgregadores: la Ilustración, el enciclopedismo, la Revolución francesa o el liberalismo. Este último no ha cumplido sus promesas y por ello los países más relevantes de Europa vuelven la mirada a regímenes de autarquía. Incluso para los españoles no hay otro camino que el de la antigua Monarquía Católica, sostiene, instituida para servicio de Dios y el prójimo. Catolicismo e Hispanidad se identifican plenamente, ya que el sentido universalista e nuestros pueblos sólo puede realizarse por el catolicismo. En esta línea propone Maeztu un lema para «Caballeros de la Hispanidad»: servicio, jerarquía y hermandad, como antagónicos a los principios del liberalismo: libertad, igualdad y fraternidad. La ideología de Maeztu se tiñe así de un carácter aristocrático y autoritario muy cercano al superhombre de Nietzsche, encarnación de esa voluntad de poder que no le abandonará ni siquiera en sus últimos años.

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Ramiro de Maeztu

Uno de los miembros más destacados de la generación del 98 es Antonio Machado, bien conocido por sus libros Soledades, galerías y otros poemas, Campos de Castilla o Nuevas canciones. Todos los esfuerzos intelectuales de Antonio Machado consistieron en el intento de superar lo que él llamaba el solus ipse, el subjetivismo filosófico del que no veía manera de salir.

El solipsismo podrá responder o no a una realidad absoluta, ser o no verdadero -dice Mairena a sus alumnos-; pero de absurdo no tiene ni un pelo. Es la conclusión inevitable y perfectamente lógica de todo subjetivismo extremado.

El problema le preocupa a Mairena en la medida en que afecta a la existencia o no existencia del prójimo. «Si nada es en sí más que yo mismo, ¿qué modo hay de no decretar la irrealidad absoluta de nuestro prójimo?». El problema de la conciencia se le plantea a Machado desde las primeras páginas de Juan de Mairena, donde un análisis de la representación le lleva a desvelar el equívoco que mantiene implícito. Hablar de representaciones de conciencia supone considerar a ésta como un espejo en el que se reflejan de manera más o menos fiel las imágenes de las cosas, lo que plantea a su vez la cuestión de su percepción consciente. Que un espejo refleje las cosas no quiere decir que sea consciente de ellas. Sin embargo, los filósofos han mantenido secularmente el equívoco de que una imagen en la conciencia es la conciencia de la imagen. De esta manera, apunta Antonio Machado, se esquiva el problema eterno que plantea una evidencia del sentido común: el de la absoluta heterogeneidad entre los actos conscientes y los objetos. El fracaso de la conciencia en su aspiración de captar la última realidad produce el fenómeno del conocimiento llamado las «formas de la objetividad», que son aparenciales. Así, parte de la conciencia como intencionalidad, y pretende conocer el conocer. Esta intencionalidad o impulso por alcanzar el objeto trascendente fracasa en cuanto aspiración amorosa a captar la realidad, pero no en cuanto fenómeno cognoscitivo. Según esto, el conocimiento no es una captación intelectual de la realidad, sino simplemente el fenómeno de conciencia que se produce precisamente al fracasar ese intento de captación intelectual; en otras palabras, la imposibilidad de aprehender el objeto trascedente (que está ahí-fuera) crea el objeto inmanente, lo que Machado llamaba formas de objetividad o reverso del ser. Por otro lado, un análisis del amor le lleva a darse cuenta de la evolución de éste, que comienza siempre a revelarse como un súbito incremento del caudal de vida y culmina con un sentimiento de ausencia de la amada en el que el amor toma conciencia de sí mismo. Surge así el objeto erótico, que se opone al amante y que, lejos de fundirse con él, es siempre lo otro, lo inconfundible con el amante, lo impenetrable no por definición, sino realmente. Empieza entonces para algunos -los románticos- el calvario erótico; para otros, la guerra erótica, con todos sus encantos y peligros. Tal análisis lleva a advertir que el verdadero origen del amor no es la contemplación de la belleza, sino la sed metafísica de lo esencialmente otro. Estamos ante el punto capital de la filosofía de Antonio Machado, en el cual todo solipsismo queda superado. El amor, o mejor, el fracaso del amor, nos retrotrae aquí al elemento esencial de la conciencia, que entonces reconoce su limitación y se ve a sí misma como tensión erótica, impulso hacia lo otro inasequible. Así como el fracaso del amor nos revela la irremediable otredad que padece lo uno, a la vez nos conduce a la heterogeneidad del ser o conciencia integral. Tras el pensamiento homogeneizador, la heterogeneidad trata de realizar nuevamente lo desrealizado; dicho de otro modo: una vez que el ser ha sido pensado como no es, es preciso pensarlo como es; urge devolverle su rica, inagotable heterogeneidad. Por eso esta doctrina coincide con la conciencia integral, que es lo que en definitiva propone la heterogeneidad: llega a la conciencia universal de todas las cosas, tarea que sólo puede realizarse por un pensar nuevo que dé cabida a la intuición: el pensar poético. La contraposición entre el pensamiento lógico y el poético, también presente en Unamuno, el homogeneizador y el heterogeneizador, es mantenido por Antonio Machado a lo largo de toda su obra. Esta fe poética es la que nos lleva a creer en la existencia del prójimo y del mundo exterior tal como se manifiesta en la intuición. Ahora bien, para llegar a esta afirmación de la heterogeneidad del ser la conciencia ha de pasar por tres fases. En la primera, es una actividad ciega, espontánea, en la que no se da ningún fruto de la cultura; la segunda es el momento erótico, en el que lo otro se piensa como trascendente, instante que acaba con su propio fracaso en un sentimiento de soledad y angustia, creando las formas de objetividad. Por último, todo lo que nos parecía otro trascendente se reintegra a la pura unidad heterogénea o conciencia integral, que sólo puede ser consumada por la poesía, la cual se define precisamente como aspiración a la conciencia integral. Machado consideraba su filosofía como una metafísica que era en el fondo una «fe religiosa o poética»; no se atrevía a dar como filosofía lo que a él le parecían lucubraciones y creencias de poeta. Su posición, en este punto, estaría finalmente más cerca de un panteísmo del ser en que tanto nuestro yo y el de los demás como los objetos exteriores son meras manifestaciones del gran Todo universal.

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Antonio Machado

Esta fé poética en que culmina Antonio Machado se convierte en filosofía cuando deja de ser mera creencia y se convierte en una forma lógica nueva con la que penetrar en la heterogeneidad del ser y realizar la conciencia integral. Sin embargo, la realidad total y absoluta no puede concebirse sin su negación, es decir, el Ser no puede pensarse sino como contrapuesto al No-Ser, concepto de creación específicamente humana. La gran sombra de la Nada es un milagro de ser, obrado por éste para pensarse en su totalidad. Dios y el Ser se identifican, lo cual quiere decir que la Nada es una creación divina, la única, puesto que el mundo no es más que una manifestación de Dios y nunca su creación. Machado lo expone de esta forma:

Dios regala al hombre el gran cero, la nada o cero integral, es decir, el cero integrado por todas las negaciones de cuanto es. Así, posee la mente humana un concepto de totalidad, la suma de cuanto no es, que sirve lógicamente de límite y frontera a cuanto es.

El problema central de toda la metafísica es pues el de la Nada. Dios, el ser, la realidad, cosas todas que coinciden, no plantean ningún problema metafísico, puesto que son cuanto aparece y cuanto aparece es; en este sentido, el trabajo de la ciencia consiste en descubrir nuevas apariencias o manifestaciones del ser, y si su tarea es infinita no es porque busque una realidad que huye y se oculta tras una apariencia, sino porque lo real es una apariencia infinita, una constante e inagotable posibilidad de aparecer. La Nada se presenta, simbólicamente, como un acto negativo de la divinidad. La crisis de la lírica moderna traerá una nueva lírica, piensa Machado, donde el sujeto ya no será individuo aislado, sino el grupo humano, y sus temas estarán vinculados a sentimientos populares o de comunicación cordial.

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2 comentarios en “La «Generación del 98»: Azorín, Baroja, Maeztu, Ganivet, Unamuno y Antonio Machado

  1. Magnífica entrada. Hay que releerla y lo haré más de una vez. Los citados constituyen -también- la Generación española de los Schopenhauerianos. O la supervivencia en España del espíritu de Schopenhauer. Y hay que empaparse de ese irrepetible momento.

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