El presente es vivo. Cada instante late irrevocablemente anunciando con ello la carga de sentido que se sedimenta en su interior. Gran parte del pensamiento contemporáneo ha querido ahondar en la naturaleza vital del tiempo, alejándose, de esta manera, de los planteamientos que defienden una perspectiva lineal, homogénea y anquilosada del tiempo. Lejos de ser una línea, que remite la saciedad hasta el infinito, el tiempo es un gran remolino que engulle cualquier diferenciación temporal, configurando así una experiencia plena de significación donde sus dimensiones, a su vez, se encuentran completamente desdibujadas o, como mucho, indiferenciadas. Dentro de este paradigma, Henri Bergson (1859-1941) ha sido uno de los grandes pensadores que han apostado por esta categoría de tiempo fluido e indiferenciado, a través de su durée, alejándose, en todo momento, de aquella concepción tradicional que equipara la temporalidad, en resumidas cuentas, a la inmovilidad.
Cuando concebimos el tiempo, nos dirá Bergson, en términos de instantes que se suceden entre sí, realmente lo que se está afirmando es que el tiempo no fluye, que es una estructura anclada y, por ello, inmóvil. Y esto efectivamente lo hacemos porque equiparamos el tiempo al espacio. Únicamente el espacio, dirá Bergson, tiene la propiedad de la descomposición, sólo lo espacial se compone de partes y se estructura en elementos de diversa índole.
Para explicar todo este funcionamiento, Bergson, tan cercano e interesado a los hallazgos de los hermanos Lumière, recurre al ejemplo del cinematógrafo. Como es bien sabido, el cinematógrafo proyecta toda una serie de instantáneas (fotogramas) a gran velocidad (regularmente a 24 fotogramas por minuto, aunque hay directores que quiebran esta cifra…). La proyección en la pantalla, por consiguiente, es el efecto de que los fotogramas se reemplacen a partir de su sucesión. Ahora bien, a través de este procedimiento, el movimiento, hablando en propiedad, no se halla en la pantalla sino que, por el contrario, está en el cinematógrafo. Cada actor, cada escena, cada plano, en efecto, recupera su movilidad al desenrollarse la cinta y hacer que las diversas fotografías se encadenen las unas a las otras gracias al engranaje del cinematógrafo (con la actual técnica digital las cosas se complicarían sobremanera…). No hay movimiento, en definitiva. Pues bien, de la misma forma debemos hablar con la concepción tradicional de tiempo (así como de la manera en la que funciona el pensamiento, según Bergosn), que aniquila el devenir de la temporalidad al defender una concepción espacial del tiempo: es decir, al propugnar instantes que suceden a instantes en una cadencia homogénea y constante que conduce a la inexorable aniquilación.
A esta manera de abordar el tiempo se le escapa en todo momento su movimiento al pretender abordarlo desde la inmovilidad. Hay, verdaderamente, una negación del tiempo cuando lo entendemos como una sucesión de instantes y, por ende, de inmovilidades. Bergson, además de servirse del cinematógrafo, se dirige a la aporía de la flecha de Zenón de Elea para demostrar estas contradicciones. Todos, en mayor o menor medida, conocemos la aporía. Si se considera una flecha que vuela en cada instante, entonces ésta reposará finalmente inmóvil, ya que para moverse se precisa de dos posiciones sucesivas, es decir, de dos instantes. Sin embargo, el recorrido que lleva a cabo la flecha, según Bergson, es en verdad simple e indivisible. Se trata de un salto único. Las concepciones intelectualistas, en contra de esta evidencia, fijan un punto C en el intervalo entre A y B, y así afirman que en un momento indeterminado la flecha se sitúa en C. No obstante, si nos regimos por esta tesis, la flecha ya no efectuaría el recorrido de A a B sino que sería de A a C y de C a B. La ilusión de esta perspectiva procede del hecho de que el movimiento, una vez realizado, ha dirigido a lo largo de su trayecto un recorrido inmóvil, donde, en suma, pueden contarse las inmovilidades que se quieran. Ahora bien, es un absurdo admitir que el movimiento coincide con la inmovilidad. Exactamente lo mismo acontece con la aporía de Aquiles y la tortuga.
Lo que nos muestran tanto las aporías de Zenón como el ejemplo del cinematógrafo es que el tiempo, en tanto que durée, no es susceptible de fragmentarse. El devenir no se descompone, es un acto que fluye, un movimiento perpetuo exento de división. Cuando queremos dividirlo, el tiempo abandona su naturaleza y se transforma en una instancia inmutable y, en consecuencia, agónica. El tiempo espacializado es, en definitiva, la muerte del tiempo.
Gracias por el artículo.
Me parece muy interesante el concepto intuitivo (no sé si eso es contradictorio) del tiempo. Al parecer, si somos honestos y no violentamos nuestro pensamiento, nuestro primer acercamiento al fenómeno es intuitivo en donde no rigen «principios» o «axiomas» convencionales.
El ejemplo de la flecha es un clásico y tiene cierta importancia en matemática, como un ejemplo del cálculo infinitesimal, pero que claramente puede tener más interpretaciones. Acá se presenta otra arista.
Saludos.
Me gustaMe gusta