Animalización, yugo y escisión en la narrativa de Franz Kafka

La noción de persona animalizada o animal humanizado forma parte de la propuesta narrativa kafkiana. El escritor de Praga escribió varias historias en las que ambas representaciones se intercambian, cuando no complementan. Como punto de partida, ofrecemos unas palabras de Max Scheler en torno a la animalidad:

Para el animal […] no hay «objetos». El animal vive extático en su mundo ambiente, que lleva estructurado consigo mismo adonde vaya, como el caracol su casa. El animal no puede llevar a cabo ese peculiar alejamiento y sustantivación que convierte un «medio» en «mundo»; ni tampoco la transformación en «objeto» de los centros de «resistencia», definidos afectiva e impulsivamente. Yo diría que el animal está esencialmente incrustado y sumido en la realidad vital correspondiente a sus estados orgánicos, sin aprehenderla nunca «objetivamente». La objetividad es, por tanto, la categoría más formal del lado lógico del espíritu (El puesto del hombre en el cosmos, Losada, 2003, p. 64).

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Esta «sensibilidad carente de objetivación» está presente en personajes humanos en la obra de Franz Kafka. Igualmente, los animales pueden presentar actitudes típicas de nuestra especie. De sus escritos, pues, nace la percepción de que Kafka profesaba una destacada simpatía por numerosas especies del reino animal. Como afirma Arthur Schopenhauer, «la piedad, el principio de toda moralidad, también toma a los animales bajo su protección» (Los dolores del mundo, Público, 2009, p. 50). Kafka valoraba su dignidad como criaturas vivientes y encontraba en ellas motivos lo suficientemente sólidos como para descubrir fundamentos artísticos en su identidad. A este respecto, el biógrafo Reiner Stach brinda a este estudio una primera reflexión:

La metamorfosis marca el comienzo de toda una serie de animales pensantes, parlantes y sufrientes, de perros eruditos y chacales hambrientos, topos psicóticos, monos asentados y engreídos ratones… un motivo cuyas raíces llegaban a todas luces hasta la más profunda oscuridad interna de la psique, y que a la vez era tan flexible, múltiple y polisémico que permitía casi cualesquiera matices narrativos (Los años de las decisiones, Siglo XXI, 2003, p 245).

La cita que precede revela la manera en que la animalización supone en Kafka, por una parte, una reflexión trascendente, así como, por otra, una puja estética versátil y dinámica. Decía, a propósito, el biógrafo Pietro Citati: «Sentía, en su interior, un animal. Al componer con las figuras de su inconsciente un bestiario tan vasto como un bestiario medieval, unas veces distinguía en él un coleóptero o un abejorro aletargado, otras un topo que excavaba galerías en el suelo; un ratón que huía apenas llegaba el hombre; una serpiente que repta» (Kafka, Acantilado, 2007, p. 69). Si nos referimos a la obra fundamental en lo tocante al asunto, esto es, La metamorfosis, puede observarse hasta qué punto la identificación del personaje consigo mismo y con los demás varía bajo la condición de haberse convertido en insecto. Es decir, se trata sólo de divertimento o juego literario. Por contra, es arma que evidencia una quiebra insalvable entre dos mundos. La ruptura entre el personaje Gregor Samsa y el resto de elementos que conforman su vida anterior sobreviene inexplicablemente. Sin embargo, la nueva construcción animalesca no aniquila por completo la faceta humana del hombre. Como personaje, sigue discurriendo con la razón que le es otorgada a un ser humano inteligente. No obstante, no tarda en comprobarse que todos sus pensamientos son de todo punto intransmisibles. La animalización kafkiana puede, a nuestro juicio, verse reflejada a través de las impresiones de Paulo Freire:

Mientras que el animal es esencialmente un ser acomodado y ajustado, el hombre es un ser integrado. Su gran lucha viene siendo, a través del tiempo, la de superar los factores que lo hacen acomodado o ajustado. Es la lucha por la humanización amenazada constantemente por la opresión que lo ahoga, casi siempre practicada -y eso es lo más doloroso- en nombre de su propia liberación (La educación como práctica de la libertad, Siglo XXI, 1989, p. 32).

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Kristian Hammerstad para «The New York Times»

De esta forma, puede argumentarse que, en la obra de Kafka, la manera en que esta asfixiante obstrucción se evidencia es por medio de la incapacidad comunicativa. Según Giorgio Agamben, «lo que distingue al hombre del animal es el lenguaje, pero éste no es un dato natural ya ínsito en la estructura psicofísica del hombre, sino una producción histórica que, como tal, no puede ser asignada en propio ni al animal ni al hombre» (Lo abierto. El hombre y el animal, Pre-textos, 2005, pp. 50-51). La animalización se manifiesta en este contexto, sujeta a una interacción humana históricamente viciada y subyugante. Su consecuencia en la narrativa kafkiana no se circunscribe al aspecto físico, sino que también abarca el menoscabo de la yoidad y las posibilidades vitales que se derivan de ella.

Díjole Kafka a Gustav Janouch en una de sus entrevistas que «inventar es más fácil que encontrar. Representar la realidad en su propia y más ampliada diversidad, seguramente es lo más difícil que hay. Los rostros cotidianos desfilan ante nosotros como un misterioso ejército de insectos» (Conversaciones con Kafka, Destino, 2006, p. 132). Apelaba, pues, el autor a ese enfrentamiento a lo ignoto que suponen las relaciones con el entorno. El empleo de la metáfora no se figura demasiado casual. Es posible que tras ella se encuentre el extraño limbo del espacio compartido con un semejante con el que no existen las oportunidades. A la pequeña esperanza le acompaña el peso de una negación rotunda. De hecho, este es uno de los principales motivos en la narrativa kafkiana. La paradoja es que un factor no elimina al otro. Por este motivo es dable la edificación de una novela como La metamorfosis: aquello que sucede tras la transformación de Samsa aún permite que ocurran cosas, aunque todas ellas estén condicionadas por la obstaculización de un marco en el que un insecto de mente humana ha de convivir con otras personas.

250px-Kafka1906Aunque en un principio la obra pudiera intuirse carente de sostén, éste viene dado merced a la puntillosidad de Kafka, que establece en la deriva de los sucesos tras consumarse la mutación de Samsa un fundamento sólido. El autor praguense se muestra preciso hasta el punto de que de por sí este cambio, a todas luces trascendental, deja margen para que la realidad siga su curso. Esto es viable mientras vive Samsa, debido a que una fuerza actancial no acaba de anular a otra, por mucho desequilibrio que haya entre ambas. Así, éste se convierte en un rasgo del escritor que, a la sazón, suele caracterizar a sus personajes: tanto uno como los otros ostentan una capacidad casi mágica para extraer abundante material analítico de lo que parecían ser esquemas cercados.

El Gregor Samsa animalizado difiere del anterior esencialmente en su cualidad física. Al menos así es como se percibe a sí mismo el personaje. Empero, no tarda en descubrirse que también se ha dado una modificación en su capacidad de expresarse. Es así que sus intervenciones, percibidas desde el yo como válidas, son advertidas por los otros como desagradables ruidos. Y es en este punto donde se cierne el abismo entre ambos lados de la familia. Con posterioridad, sus parientes tratarán a Samsa desde el alejamiento e incluso asco que se profesa tradicionalmente a los insectos. Sin embargo, Samsa sigue conservando un alma humana. Es, de hecho, un hombre con cuerpo animal. «Gregor Samsa no se ha convertido en un coleóptero o un escarabajo: es una criatura dividida, escindida, una criatura en dos, algo que oscila entre el animal y el hombre, que podría convertirse completamente en animal o volver al estado de hombre, y no tiene la fuerza de una metamorfosis completa» (Citati, op. cit., p. 74). A fin de cuentas, la obra se convierte en la plasmación de una imposibilidad relacional entre personas. En ese sentido, la actitud de los Samsa se reduce a lo funcional: alimentar y procurar –sin demasiado empeño– que Gregor se mantenga con vida. Cualquier otro vínculo previo se ha desvanecido. Es decir, a resultas del cambio y la consecuente obstrucción dialógica, Samsa cae en el ostracismo que le procura su mudez para con los demás.

En consonancia con la línea que ocupa este capítulo, Kafka dijo:

Se está regresando al estado animal, que es mucho más fácil que la existencia humana. Bien arropado por el rebaño, el hombre actual desfila por las calles de la ciudad en dirección al trabajo, al pesebre y a la diversión. Es una vida perfectamente acompasada, como en el Instituto. No hay maravillas, sino sólo instrucciones de uso, formularios y normativas. A la libertad y la responsabilidad se les tiene miedo. Por eso el hombre prefiere ahogarse detrás de las rejas que él mismo se ha fabricado (Janouch, op. cit., p. 43).

Al leer estas palabras, sobreviene el interrogante acerca de los motivos que, en la trama, conducen a la transformación de Samsa. Es decir, resulta conveniente pensar si se trata de una metáfora y, dando por sentado este hecho, ver qué implicaciones puede presentar. En un principio, parece razonable aceptar la idea de que Kafka no simplemente mudó a su personaje en insecto bajo unos presupuestos estéticos. Tanto la propia progresión de la historia como la cita precedente revelan que tras su apuesta hay unas bases fundamentadas en una preocupación antropológica. De hecho, puede apreciarse en las palabras del propio autor este interés:

Pues se me ha ocurrido, dado que Starke en efecto ilustra las obras, que tal vez podría querer dibujar el insecto en cuestión. ¡Eso de ninguna manera, por favor! No pretendo coartar su libertad de expresión sino que se lo pido desde mi condición de –obviamente– mejor conocedor de la historia. El insecto en sí no puede ser dibujado. Ahora bien, ni siquiera puede mostrarse desde cierta distancia. Si de entrada no existiese intención de hacer tal cosa y, por consiguiente, mi ruego resulta ridículo, tanto mejor. Le quedaría muy agradecido si transmitiera e insistiera en este ruego mío. Si yo mismo tuviera oportunidad de hacer alguna sugerencia para una ilustración, escogería escenas como, por ejemplo, los padres y el procurador ante la puerta cerrada o, mejor aún, los padres y la hermana en la estancia iluminada mientras se ve la puerta abierta que da al cuarto vecino, completamente a oscuras (Kurt Wolff, Autores, libros, aventuras. Observaciones y recuerdos de un editor, seguidos de la correspondencia del autor con Franz Kafka, Acantilado, 2010, p. 173).

Kafka La metamorfosisEl cambio de Samsa, por lo tanto, puede ubicarse en otra superficie que da sentido a su imagen. El insecto como tal no parece ser el fundamento de la historia, sino la propia condición humana. Arnold Heidsieck afirma que «el significado simbólico de la transformación se inspira en lo que no se ha logrado cambiar, la continua unión psicofísica entre la mente y el cuerpo de Gregor, y por tanto en cómo, debido a esta unión, el verminoso cuerpo en última instancia necesita reflejar la mente que encarna» («Kafka’s Narrative Innovation and Ethical Intuitions», 2008). Y ante el desafío que ofrece esta reflexión, una respuesta puede provenir de la enajenación. El estado animal, entonces, puede inferirse como una inclinación regresiva a etapas en principio superadas en las que el ser no se comporta como dueño de sí mismo.

Esta situación está emparentada con una época —la que vivió Kafka— en la que el desarrollo de la industrialización y los movimientos colectivos facilitaban la inducción de comportamientos gregarios, cuando no totalitarios. En cierta manera, es una vida paralizada, cargada de sopor y mediocridad. Por ello, conviene tener en cuenta la noción de que la metamorfosis que vive Samsa responde, desde un enfoque metafórico, a un consumarse la desposesión del yo de un personaje cuya vida se halla mediatizada por agentes externos, sordos e intransigentes. Así, ya el propio conducirse de Samsa en el instante en que se hace cargo de su transformación se centra en buena medida en ocuparse de que no sea preciso perder la jornada de trabajo. Busca no disgustar a sus superiores ni a su familia y procura considerar su estado como una simple indisposición temporal. En realidad, se trata de un comportamiento alarmante.

El sentido del deber para con su cometido es de tal magnitud que causa que las necesidades más directas de su ser queden relegadas a un segundo plano. Digamos en términos freudianos que la cultura, es decir, aquello que es fabricación humana, consigue desbancar a la biología. Al priorizar Samsa aquello que, en definitiva, es ajeno a la constitución ontológica del ser humano, recibe en contraprestación el impacto de un desequilibrio interno. La promesa y realización del éxito profesional del personaje tienen su contrapunto en una merma del pensamiento crítico y una avidez constante por cumplir con la obligación. Ahí, por lo tanto, entra en juego un sentimiento de culpabilidad que acecha ante la sola idea de no ser bueno (John E. Campbell, «Where Kafka Reigns: A Call for Metamorphosis in Unlawful Detainer Law»). Por consiguiente, el trance de animalizarse, metafóricamente, puede testimoniar el límite inasumible al que llega el espíritu, que trae consigo el resultado de la transformación del humano en insecto gigante.

Con su nuevo aspecto, a Gregor y al resto de los Samsa se les abstrae del único medio del que disponían para llevar a cabo una convivencia sustentable: la comunicación. Sin esta coartada que es el lenguaje, su estructura familiar se desmorona irremediablemente. La nueva situación propicia que se descubran los huecos en los vínculos que no se veían debido a la efectividad con que eran afrontados los requerimientos de las convenciones sociolaborales. En cambio, una vez se establece el nuevo contexto, Samsa es visto ya como un objeto mudo e inútil. De acuerdo con Heidsieck «la transformación –frecuentemente vista en términos de alienación grotesca u obscenidad moral– a través de una perceptible trama secundaria representa, más que cualquier otra cosa, la autodegradación de Gregor, al permitir que la familia lo trate con absoluto egoísmo» (Heidsieck, op. cit.). Kafka, por tanto, pone de relieve un entorno en el que resulta imposible interactuar compartiendo un mismo código, lo que provoca, a su vez, una reducción en la solidaridad y concordia en el trato recíproco:

No sé quedó allí inquieto, sin embargo, pues ya desde el primer día de su nueva vida sabía que, con respecto a él, su padre solo consideraba oportuna la máxima severidad. Echó, pues, a correr delante del padre, deteniéndose cuando este lo hacía y emprendiendo una nueva carrera apenas el padre se movía. Así dieron varias veces la vuelta a la habitación, sin que ocurriera nada decisivo y sin que todo aquello, debido a la lentitud del ritmo, tuviera el aspecto de una persecución (La metamorfosis. Obras Completas. Vol III. Narraciones y otros escritos, Círculo de lectores, 2003, pp. 121-122).

Kafka Milena

Kafka y Milena

Es esta una reflexión que abarca los límites y competencias del hecho comunicativo, así como la manera en que estos inciden en nosotros y nos sirven de ropaje en nuestras vidas. La esencia humana está más allá de este instrumento: prueba de ello es Gregor Samsa. Sin embargo, sin él se tiene la sensación de que no es factible aproximarse a la mencionada esencia. 

Más allá de La metamorfosis, Kafka empleó los motivos de la animalización en otros de sus escritos. Una de sus historias más conocidas es el relato «Un artista del hambre». En él, se destaca la naturaleza veleidosa de las gentes y la soledad a la que puede llegar a enfrentarse alguien cuando los demás deciden que su desempeño ya no es fuente de valor. Así, se muestra a un personaje, el artista del hambre, dirigido por los intereses comerciales de un empresario sin escrúpulos. Tanto en su momento de notoriedad como tras su caída en el olvido, este artista es tratado como un objeto. Su voluntad inquebrantable por el ayuno trae aparejada una apreciación externa distante y morbosa.

No obstante, en este caso, a diferencia de en La metamorfosis, el protagonista es quien decide en cuanto a sí mismo: es su voluntad la que le conduce a hacer aquello que desea, su vocación. Pero esto no significará que sea verdaderamente comprendido por los demás. Por una parte, el público que acude a verlo en el espectáculo lo considera un prodigio; por ello, nunca se le aproximan otros humanos. Después, la tendencia dicta que el artista del hambre ya no impresiona. Su nuevo estatus de atracción de segunda fila incide aún más en la ausencia de comunicación que mantiene con los otros, que ya apenas si lo van a ver dentro de una jaula en un pasillo. De este modo, Kafka elabora el caso de un individuo animalizado y, como tal, aislado del resto de la comunidad humana. Su vida en compromiso con su arte no encaja en los estándares sociales y es encauzada bajo parámetros mercantiles con propósito de extraer un rédito. Cuando esto ya no es posible, el personaje sigue convencido de su profesión. Sin embargo, en ninguno de los dos estadios tendrá lugar su reconocimiento pleno como hombre. Más bien al contrario, es percibido como un animal repulsivo:

Y todo el peso del cuerpo, aunque mínimo, recaía sobre una de las damas que, buscando ayuda, con el aliento entrecortado –no se había imaginado así esa función honorífica–, estiraba al máximo el cuello para preservar al menos su cara del contacto con el artista del hambre, pero luego, al no conseguirlo, y viendo que su compañera, más afortunada, no acudía en su ayuda sino que se contentaba con llevar ante ella, temblando, la mano del artista, aquel manojito de huesos, estallaba en llanto entre las carcajadas de satisfacción de la sala y tenía que ser relevada por un criado ya dispuesto hacía tiempo («Un artista del hambre». Obras Completas. Vol. III. Narraciones y otros escritos, Círculo de lectores, 2003, p. 244).

El texto de «Informe para una academia» introduce el concepto de animal humanizado. En este caso, pues, el planteamiento se altera y se tiene como ejemplo a un personaje que, orgulloso, reniega de su pasado simiesco. De esta forma, el lector se encuentra con una narración en la que se destaca la manera en que su protagonista ha pasado de un estado identitario a otro. La idea inicial es que este tránsito redunda en beneficio del animal: es algo deseable, positivo y excelente el que abandone los rasgos de su especie y se convierta en humano. Sin embargo, la obra ofrece muestras de que en realidad el acontecimiento tiene que ver con un proceso de asimilación, enraizado en el dominio a través de la fuerza.

En el autoanálisis que lleva a cabo el personaje, se realiza una valoración despectiva de la anterior vida como ser irracional. Desde una óptica metódica, se identifica la resistencia al cambio como algo natural y previsible por parte de un mono que es arrojado de su vida salvaje. El animal ya tiene una nueva conciencia humana en la que siente vergüenza por quien fue. Empero, no resulta del todo claro en qué clase de criatura se ha convertido, pues a fin de cuentas ha de remitirse a una academia y exponer a sus miembros todo el proceso. De nuevo, la comunicación no se efectúa en términos de igualdad de condiciones. Se desconoce la identidad de los académicos, pero se sabe que ellos de alguna manera sustentan lo ocurrido. Su silencio no niega su poder. Es más, lo refuerza, pues brinda un efecto de inaccesibilidad. Y, aunque el simio se considere emancipado, no ha hecho otra cosa sino lo que le han impuesto. De ahí procede la doble condición del asunto, la carga paradójica de la obra: el «serás libre obedeciendo».

Por otra parte, a pesar de lo expuesto por el personaje, hay detalles que invitan a pensar que la humanización del simio no se ha completado. Es así que confiesa que no tiene reparos en bajarse los pantalones, pues lo único que estará mostrando es algo hermoso:

La prueba de ello es que, cuando recibo visitas, me quito muy a gusto los pantalones para mostrar el sitio por donde entró la bala. Al tipo ese deberían arrancarle a tiros, y uno por uno, los deditos de la mano con la que escribe. Yo puedo quitarme los pantalones delante de quien me dé la gana; no encontrarán allí sino un pelaje bien cuidado y la cicatriz producto de un –elijamos aquí la palabra adecuada para el fin adecuado, sin que dé lugar a malentendidos– … la cicatriz producto de un disparo infamante (Informe para una academia. Obras Completas. Vol III. Narraciones y otros escritos, Círculo de lectores, 2003, p. 218).

Parece que hay, pues, aspectos en su identidad que aún lo ligan a no ruborizarse ante su desnudez. Y a este pensamiento selectivo del personaje se añade la consideración que tiene hacia sus cuidadores, lo que acabará resaltando el aspecto irónico en el texto. La idea que se ha formado de ellos es la de personas que lo apoyan y hacen un bien por él. Sin embargo, esta bondad se traduce en que el «maestro» llega a quemar con su pipa la piel del mono sin razón aparente. La crueldad y morbo de este acto son enmarcadas por el primate como algo hermoso, pues valora que sea el mismo cuidador quien apaga la quemadura. De esta manera, refleja tanto la autoridad que supone este hombre para él, como la ironía, al tratar como benefactor a alguien que lo abrasa a uno, solamente porque tiene la dudosa gentileza de aliviar la quemazón que él mismo generó.

En definitiva, en «Informe para una academia» pueden hallarse demostraciones de una acción comunicativa desarrollada en clave autoritaria. El camino de la animalidad a lo humano que atraviesa el personaje implica una incorporación forzosa a un terreno desconocido. La madurez cognitiva de que afirma gozar se identifica con el margen que le han dejado los humanos. De esta guisa, se manifiesta el afán de Kafka por reflejar escenarios donde se da un gobierno tiránico por parte de un elemento sobre otro. En este caso, la animalidad puede verse como el estado no deseado por parte de entidades poderosas. Estas entidades son parciales y emplean una falsa apariencia benefactora. El resultado es la separación del primate de su ser previo –lo cual significa negarlo–. Su nueva humanidad viene dada por un aprendizaje que deriva en una conciencia domesticada y dócil. Por ello, el animal se propone ontológicamente más libre que el animal humanizado. No se ha buscado en ningún momento formar al personaje, sino someterlo haciéndole creer que es dueño de sí mismo.

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