Célebre por haber seguido su propio camino y haber vertido sus opiniones de forma clara, el escritor Max Aub (París, 1903-Ciudad de México, 1972) ha sido adoptado por casi todos los colores del espectro político, desde el rojo revolucionario al azul cielo, de los trotskistas a los neoconservadores, de los anarquistas utópicos a los carcas más recalcitrantes. Se ha convertido, de facto, en el icono de culto de la liberalidad imperante. El proceso de remodelación del poeta de Versiones y subversiones (1971) ha sido, sin embargo, largo y tortuoso, y no desprovisto de interés (hay libros enteros sobre el tema). Antes de convertirse en el santo secular que es hoy, es pertinente recordar que fue, por encima de todo, un gran escritor que se ocupó, sin tapujos, de la Guerra Civil española.
La historia: el 17 de julio de 1936, un golpe militar contra el gobierno democráticamente elegido de la Segunda República, desencadenó nuestra guerra civil, un ensayo, para muchos, de la Segunda Guerra Mundial. La neutralidad de los gobiernos británico, francés y norteamericano permitió que el general Francisco Franco, con la sustancial ayuda de Hitler y Mussolini, derrotara a la República. Hasta el día de hoy, el conflicto es recordado por muchos como la guerra de los voluntarios de las Brigadas Internacionales, el bombardeo de Guernica y la micro-guerra en la propia guerra en la Barcelona de los anarquistas de la CNT y los cuasi-trotskistas del Poum contra las fuerzas del gobierno catalán y la Generalitat, apoyada por los comunistas del PSUC.
Mucho de lo que sucedió en las calles durante aquellos días es bien conocido gracias, entre otros, a Max Aub y su ciclo narrativo El laberinto mágico, que oportunamente rescata la editorial Cuadernos del Vigía en 2017. Asistimos en Campo cerrado (1943), primera novela de la serie, a los orígenes de la crisis social detrás de los enfrentamientos en la Ciudad Condal, certero análisis de la política bélica con el estilo periodístico-aforístico, provocativo, transparente, marca de la casa:
Barcelona entreabre por ahí su costado, herida brillante de cada noche […] por esa sonda se le van los humores, sangre, pus y tiempo, todo revuelto, con los anuncios de remedios para enfermedades venéreas presidiéndolo todo, para no engañar a nadie («El Paralelo»).
Gracias a Max Aub sabemos no sólo lo que sucedió, sino por qué sucedió: «Si no caes a la derecha, caes a la izquierda. La cuestión no es saber lo que es justo y lo que no lo es, sino que yo esté en lo justo. Y sobre todo no ser espectador […] ¡Ser parte de la verdad! Luchar y ver» («El oro del Rhin»). El relato del ambiente enrarecido en Barcelona antes y después del 36 es inestimable. El aplastante sentimiento de pérdida que experimentó su autor se refleja en el devastado paisaje que retrata: «El arte –le decía Lledó a Serrador […]– son ganas de verse, de verse venir, un laberinto de espejos. Ver y ser visto […]. Hasta ahora la democracia era tenido como contraveneno eficaz; ahora se medicinan con ella los dictadores» («Prat de Llobregat»).
A través de las experiencias de Rafael López Serrador, castellonense afincado en la capital catalana, se evoca el miedo, el frío y, sobre todo, la miseria de la guerra: «Aúllan los representantes de la autoridad civil sin que les valga; muélenlos con el propio chuzo para mayor escarnio, pícanles los fondillos con la aguda extremidad del asta. Los empujan, acardenalados, polvorientos, con los lomos bien heñidos, a la solitaria calle» («Vela y madrugada»). Es la suya una vibrante descripción de los días y las noches previas y posteriores al levantamiento del 18 de julio: «No hay luz eléctrica en Barcelona. Ni luna. Sólo tiros e iglesias ardiendo […]. El fuego hacia los cielos y la ciudad negra con heridos por los portales y asesinos por los tejados» («Noche»). El enemigo, parece decirnos Aub, no es el comunismo o el fascismo. El enemigo es el totalitarismo, sea del bando que sea. El diarista de La gallina ciega (1971) quiere mostrarnos los despojos de un régimen totalitario y encuentra, a cambio, un pueblo derrotado como cualquier otro.
Se ha minimizado la oposición constante de Aub al imperialismo, al fascismo y al estalinismo. El escritor nacido en París fue un disidente, no un estratega, y mucho menos un profeta. Representa en palabras lo que tantos se negaron a comprender: la corrupción inevitable de una revolución controlada desde arriba: «Rafael Serrador vaga por las calles tropezando con las gentes y sintiendo los lazos que le unen con los hombres, como cogido en una red de la cual él fuese una de las mallas, una de las hebras de la noche» («Noche»). Nunca abandonó el cuentista de La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco (1960) su compromiso con la República española. Campo cerrado nos recuerda que aquélla fue derrotada no sólo por la dictadura, sino también por el egoísmo y la pusilanimidad de los gobiernos nacionales e internacionales implicados.
La lejanía del exilio mexicano debió parecerle al autor de Juego de Cartas (1964) un retiro prelapsario de los horrores de la modernidad. Como indica Antonio Muñoz Molina en el prólogo, la grandeza de su relato de experiencia no es, de ninguna manera, un juicio universalmente compartido, como demuestra el hecho de que el libro, hoy reconocido como un clásico, vendiera pocas copias. «[Aub] eligió seguir siendo de corazón ciudadano de un país que ya no existía». Por su claridad de pensamiento, contra la burocracia de la corporación y la censura, por su ausencia de propagandismo en favor de un bando u otro, los libros de Max Aub definieron su tiempo. Celebramos aquí al novelista y ensayista cuya pasión por la precisión en el pensamiento y el lenguaje sobrevivió a la guerra, la enfermedad y la tragedia pública y privada, y cuyas ideas se convirtieron en la base de la España que hoy conocemos.
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