El simbolismo tiene vocación universal. Esta universalidad se halla en un núcleo simple: la unión del espíritu con la materia o, si queremos verlo de otro modo, del cielo con la tierra. El simbolismo es una sabiduría universal, una philosophia perennis. El símbolo es la manera que tenemos de conocer cómo se reúnen este mundo y el otro. Pero lo hacen de un modo peculiar. El símbolo encierra, esconde algo. El símbolo juega a enseñar algo ocultándolo a plena vista. El símbolo está al alcance de la mano de cualquiera, de todo el mundo, pero la verdad que encierra sólo está al alcance de aquellos que saben mirarlo.
La simbología parte de la base de que lo material, lo físico o lo terrenal no son lo único que existe en la realidad. Que en ésta, en la realidad, existen cosas intangibles, inmateriales, abstractas, etc. Por esto, el símbolo es una realidad tanto física como espiritual, capaz de reunir este mundo con el otro.
El símbolo nos muestra aquello del mundo otro que está en este, pero sin manifestarse. El pensamiento simbólico parte de esta presencia oculta que aflora en imágenes y ritos, poemas y cantos, templos y jardines (Raimon Arola).
Encontrar ese otro mundo y relacionarlo con este en el que nos movemos es la tarea de la simbología, pero también la del arte. El simbolismo fue parte fundamental de la existencia de la humanidad durante miles de años. El positivismo del siglo XVIII terminó con toda posibilidad del conocimiento mágico del mundo. Los artistas y las vanguardias creativas, a partir del XIX, acabaron con los visionarios de la Antigüedad, del Medievo y el Renacimiento. En muchas aquellas creaciones que en ocasiones se han creído superadas podemos reencontrarnos con el simbolismo y la espiritualidad.
Durante los últimos dos siglos los símbolos redivivos se han refugiado en la creación de obras de arte. En ellas se ha manifestado en este mundo la realidad del mundo otro (Raimon Arola).
De los encuentros y desencuentros de lo de arriba y lo de abajo, este mundo y el otro, el cielo y la tierra, lo consciente y lo inconsciente, de lo físico y lo metafísico, de lo terrenal y lo celeste, se encarga el simbolismo. Este conjunto de supuestas polaridades no es independiente; son dos fases o momentos de una misma realidad.
Desde el punto de vista de la unidad esencial o la coincidencia de los opuestos, un símbolo es la unión de las dos partes separadas. Cada parte encajará sólo con su otra parte, no cualquier trozo que queramos pegarle. El símbolo reúne las partes separadas llevándonos a la unión primigenia: unión, separación y reunión.
La explicación conceptual de este movimiento que acaba con la reunión de aquello que ya estuvo unido y luego se separó, la materia y el espíritu, es imposible. Hay que recurrir, para comprender, al arte y sus creaciones. No extraña, por tanto, que la vida espiritual encontrara refugio en la creación artística antes que en la filosofía. El arte es la manifestación exterior de la vida interior, del espíritu, que está contenida en el cuerpo físico.
La creación artística, desde sus orígenes mágicos hasta las propuestas lúdicas actuales, trabaja y reflexiona sobre el cuerpo que recubre la conciencia (Raimon Arola).
II
Poseemos en nuestra conciencia unas estructuras básicas que están al margen de los procesos culturales, que darán soporte a las formas conscientes y significativas. Las formas básicas son geométricas: círculo, cuadrado y triángulo. Los seres humanos prehistóricos y los niños de todos los tiempos y lugares pintan formas básicas. En las más importantes religiones del mundo encontramos formas simbólicas básicas. Y las tradiciones herméticas, la masonería, la alquimia, los místicos de todas las religiones y los pintores abstractos (véase a Kandinsky, por ejemplo) utilizan imágenes geométricas en sus creaciones.
A continuación se muestran las formas simbólicas básicas y sus significados:
- Círculo, cuadrado y triángulo. El círculo simboliza el Todo, el Principio, el Cielo o el Cosmos. El cuadrado representa lo concreto, el fin, la Tierra o lo perecedero. El cuadrado representa lo material y terrestre. Es la creación del mundo perecedero, también de la solidez y la estabilidad. Y en medio, el triángulo, que describe el movimiento del uno al otro. El triángulo equilátero (perfecta armonía y equilibrio) simboliza lo divino, y el triángulo rectángulo simboliza al ser humano. La materialización del espíritu sería el movimiento descendente. El infinito se hace algo concreto y el cosmos se vuelve cognoscible. La espiritualización de la materia sería el movimiento ascendente. La forma concreta se sublima retornando al origen. Así podemos ver como los edificios religiosos de casi todas las confesiones tienen una planta cuadrangular (que representa la tierra) coronada por una cúpula circular (que simboliza el cielo). Las formas de los templos nos hablan de un encuentro, de una mediación, la del Creador con sus criaturas.
- La expansión desde el centro.
- El Centro, simbolizado por el punto, es el origen de todo lo que es y existe, de la Realidad. La realidad, la llamemos Cosmos o Creación, es el resultado de la manifestación de aquel centro. Sin Centro no habría Círculo –Universo– ninguno. Por tanto, el punto central ordena y rige el Círculo, el Cosmos, la multiplicidad de seres y estares.
- El movimiento circular. El círculo simboliza la fuerza primera que desde el centro se expande hacia la periferia. Alcanza la plenitud en otro círculo, como el movimiento de una onda en el agua. Es el movimiento innato de la vida, un movimiento de expansión que parte de un centro y que implica posteriormente un movimiento de contracción, de retorno al centro.
- La espiral, la serpiente y el laberinto. Otro modo de visualizar la expansión desde el centro a la periferia es la espiral. También una serpiente enroscada en espiral sobre un eje, como en el caduceo de Hermes. El pensamiento celeste se manifiesta, las fuerzas cósmicas salen desde el centro. El impulso vital encerrado en el centro termina por desparramarse: la materialización del espíritu. Pero también puede darse el movimiento de retorno, una espiral que sale de la periferia y llega al centro.
La espiral simboliza también el viaje iniciático. Así, se utiliza para representar la dramatización ritualizada del camino que debe seguir el neófito para ir desde la periferia hasta el centro (Raimon Arola).
En los viajes espirituales, guiados por el hilo de Ariadna, el iniciado ha de superar distintas pruebas para dejar la oscuridad y acercarse a la luz. El laberinto simboliza el impulso de todo ser humano hacia el centro y así acceder a la sabiduría sagrada.
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- El compás. Otra manera de simbolizar la expansión desde el centro es a través del compás. El compás tiene forma de triángulo, uno que se mueve y pivota desde el centro. Y a partir de él se dibuja la expansión del centro. El compás pertenece al Demiurgo (Dios Arquitecto), que es el que pone el orden, el que legisla y vence a las tinieblas con la Creación. El triángulo está igualmente vinculado con la letra A, la alfa de los griegos (α), y con la tetraktys de los pitagóricos.
- El cuaternario. El cuadrado y el cubo acercan al ser humano a la percepción o a la contemplación de la realidad interior.
- La cuarta dimensión, la interioridad, lo de dentro de la materia, esto es, el espíritu, simboliza la materialización del cielo en la tierra. El espacio sagrado –Jerusalén, por ejemplo– se representan mediante plantas cuadradas o cúbicas. Y, como dijimos en la parte del círculo, las naves de los templos son cuadrangulares sobre las que se montan las cúpulas. Simboliza arquitectónicamente la cuadratura del círculo.
- La creación se dispone en varios niveles, o se produce en varios estadios, o tiene varias direcciones, o toma varios rumbos, etc. Lo múltiple de la creación se encadena o concatena en una estructura cuaternaria hasta la unidad. Los cuatro elementos (aire, agua, fuego y tierra), las cuatro estaciones, los cuatro puntos cardinales (ADAM, Anatole-Dysis-Arktos-Mesembria, esto es, Oriente-oeste-Norte-sur), y luego los cuatro evangelistas, los cuatro palos de la baraja, etc.
- Las fuerzas elementales de la naturaleza, de la creación, forman parte de las religiones antiguas y pasaron modificadas al cristianismo. Los dioses y héroes paganos fueron sustituidos por seres fabulosos, animales y bestias, vegetales y minerales. Y se fue creando una cultura fantástica popular que muchas veces iba dirigida al público infantil.
- Cada año se repite idéntico movimiento estacional; plantas y animales siguen este orden superior. Los humanos también son sensibles a este ordenamiento y lo han reproducido en sus cultos a lo largo de los tiempos.
- La cruz es un símbolo cuaternario universal, aunque en Occidente se identifique con la religión cristiana. Simboliza al ser humano, el término intermedio y mediador entre el Cielo y la Tierra. Dos mástiles que se cruzan, el vertical –espiritual– y el horizontal –material–. Dos caminos que se encuentran y nos llevan a dos mundos distintos y complementarios. Si el simbolismo es el estudio o el conocimiento de un encuentro, el del espíritu y la materia, la cruz, lo cuaternario cruzado es el símbolo por excelencia: el «Individuo Universal». Con el cristianismo, en la Edad Media, la cruz simboliza el sacrificio del Salvador. No siempre fue así. En los primeros siglos, con un cristianismo en expansión y afianzamiento, la cruz se asocia con la victoria. Y ya en la Alta Edad Media como la Verdad del Hombre-Dios.
- El quinario.
- El pentágono o la estrella de cinco puntas es la unión del cuaternario más el centro. Si el cuaternario son la conjunción de los cuatro elementos, el quinto elemento se llama quintaesencia.
El quinario es el número del hombre, pues tiene cinco sentidos, cinco poderes del alma, y está compuesto por los cuatro elementos y su reunión, la quintaesencia. Ya los antiguos romanos utilizaban el cuerpo humano como medida y centro del conjunto universal (Raimon Arola).
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- La proporción áurea, el número de oro o la divina proporción, está relacionada directamente con el quinario: √5 o el número de Euclides o phi (Φ). Mantener la proporcionalidad de las partes en toda creación humana demuestra que en la multiplicidad también puede existir el orden que existe en la Unidad. Lo divino actúa en el número pi, las matemáticas son sagradas. Es una nueva forma de afirmar el «así en la tierra como en el cielo».
Para los seguidores de Euclides, y también para los renacentistas, conocer el número irracional pi significaba poseer la llave del orden perfecto, penetrar en la armonía de las formas creadas por la naturaleza y, en consecuencia, crear según el patrón de la sabiduría natural, que se obtiene a partir de las matemáticas, y que conduce a la belleza en la naturaleza y el arte (Raimon Arola).
Desde tiempos inmemoriales, el ser humano trató de encontrar, con el arte y la ciencia, la armonía en la creación. Traer a la creación el orden del creador. Aunar multiplicidad y unidad a través de un canon que explique el orden sagrado.
La belleza sería la práctica sensible de una teoría razonante, de manera que el uso de la divina proporción consigue explicar aquello que es bello, argumentándolo matemáticamente. La belleza no es la consecuencia, dirían los renacentistas, de una sensibilidad especial ni se ningún azar, sino que aparece en el mundo gracias a la identidad del hombre con el Creador. Identidad que pasa, obviamente, porque el hombre utilice la misma regla que el Creador: la divina proporción (Raimon Arola).
III
Las formas simbólicas pueden quedar obsoletas y dejar de contribuir a la vida espiritual; o puede que el sentido luminoso del símbolo perdura en el tiempo. En simbología importa la separación entre las formas vivas y las formas muertas de los símbolos.
La tarea del pensamiento simbólico es la de poner de manifiesto este sol de medianoche que ilumina el camino del espíritu y que se incuba en el secreto de las tinieblas (Raimon Arola).
El símbolo tiene una forma externa visible a los sentidos y la inteligencia; en su interior, además, late con fuerza una luz. Esta luz, que es inmanente al símbolo, no visible a los sentidos y que no se alcanza racionalmente, es el misterio del símbolo. Al misterio accedemos por la revelación, o por la catarsis, o por la purificación. En este sentido, entonces, se puede decir del simbolismo que no va más allá, a la trascendencia, a buscar sentidos o significados, o respuestas y verdades, sino más adentro.
El acto simbólico es un momento epifánico y se renueva en cada ocasión que nos situamos ante él. Se trata, pues, de un kairós (Raimon Arola).
El símbolo es la puerta de unión entre la materia y el espíritu, haciendo de ello una y la misma cosa. La luz inmanente es lo que procura esa unión. Cuando la luz se apaga el sentido simbólico ya no existe. Y la materia del artefacto o de la obra de arte, o de la manifestación, queda menoscabada convirtiéndose en una mera realidad mecánica. Esta luz inmanente, esta luz de la naturaleza, es la presencia divina. La Daena de los iranios, la Shejiná de los hebreos, la Eva de los cristianos, la Atenea de los griegos.
… [la presencia divina] se convierte en el puente que une este mundo y el mundo por venir, un mundo otro, distinto del que el hombre percibe con sus sentidos exteriores (Raimon Arola).
Bajo el velo de la fábula, tras los ritos y los mitos, en el interior de los símbolos, hay una alusión a los misterios fundamentales de la vida del ser humano. Y las obras de algunos artistas son tan potentes y significativas que fueron capaces de mostrarnos este mundo y, al tiempo, el mundo otro.
«Esta luz inmanente, esta luz de la naturaleza, es la presencia divina»
Sería acaso la luz de la sabiduría?
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