La caída de Ícaro y el sufrimiento en Auden

Landon-IcarusandDaedalus

Dédalo e Ícaro, padre e hijo

«Y la boca que clamaba el nombre de su padre es sofocada por azuladas aguas» (Ovidio, Metamorphoseon, VII, 229 –si no se indica, las traducciones son propias–). Así termina la imprudente ambición de Ícaro. Alentado por su padre a escapar del laberinto que él mismo había construido, se viste las alas de cera que aquél había creado con la astucia y habilidad que le caracterizaban. Sin embargo, quedaron en vano las advertencias que el artífice había proferido a su hijo de no volar demasiado bajo ni demasiado alto –»te aconsejo, Ícaro, que vueles a media altura pues, si vas demasiado cerca, el agua cargará tus alas y si vas demasiado alto, el calor las abrasará» (Met., VIII, 203 -205)–. Ni por tierra ni por mar, padre e hijo emprendieron su camino, uno que a los mortales les era ajeno hasta entonces, y pagaron por ello. Los campesinos y pescadores admiraban las figuras que se movían con gracia sobre sus cabezas y entre las nubes, incluso algunos los confundieron con dioses. Quizás ese fue el error definitivo que llevó a Ícaro a ser engullido por las olas y a su padre a contemplar el desastre desde arriba, abrumado por la imposibilidad de torcer los acontecimientos.

El aire no es el medio del Ser Humano, el aire pertenece, únicamente y desde siempre, a los dioses y a los pájaros, que también tienen algo de divino. Alzando la cabeza y contemplando desde abajo, las personas son invadidas continuamente por la más sincera devoción hacia la libertad de la que hacen gala los pájaros, la misma admiración que pueden sentir aquellos mismos mortales en la tierra hacia los dioses. Con frecuencia, una sincera e inocente devoción puede transformarse en un intento de imitación de aquello que la causa. En la mente greco-latina, la imitatio era todo lo contrario a algo malo. Sin embargo, en lo que concernía a los dioses, cada parte –mortal e inmortal– guardaba sus distancias fríamente, y los habitantes del cielo parecían sentirse orgullosos de su posición física y moralmente superior, alejada de los hombres siempre cambiantes, derrotados por la ambición y el dolor, condenados a vivir inevitablemente dentro de un principio y un final. Traspasar aquella gruesa línea –movidos por la arrogancia y el deseo característicamente humano de ir más allá– que separaba el cielo eterno, inmortal, de la cambiante y prescindible tierra, suponía un crimen por el que se pagaba un precio muy caro, y la mitología greco-latina se encargaba de recordarlo continuamente. Los griegos dieron un nombre a esa superación arrogante de la línea divisoria entre los asuntos mortales e inmortales: hýbris. Los castigados a causa de ella realizan un continuo desfile en la mitología clásica, así: Prometeo, que robó a los dioses el fuego para concedérselo a los mortales –mito que Platón reinterpreta con una perspectiva social (Protágoras, 320a y ss.)–, atado a una roca en el Cáucaso, contemplaba incapaz y tomado por el dolor cómo, cada día, un águila le devoraba sin reparos el hígado; Aracne hace honor a su nombre y todavía construye telas de araña recordando su brillante pasado humano de hilandera antes de haber ofendido a Atenea y haberla retado (Met., VI, 1 y ss.); Sísifo, ardiendo de sudor en la mejillas, eternamente cargará la enorme piedra levantando en vano el polvo de la colina (Homero, Odisea, XI, 593 y ss.)…

En el Museo de Bellas Artes de Bruselas hay un cuadro –atribuido a Brueghel el Viejo (ca. 1525-1569) desde hace tiempo pero cuya autoría es dudosa– que lleva por nombre Paisaje con la caída de Ícaro. Por el lienzo un labrador mueve su arado con ligereza, hasta con cierta alegría. Las ovejas, guiadas por el pastor, forman una masa blanca y tranquila al pie del acantilado. Al fondo, un mar vidrioso, en calma, dorado por los rayos en la parte más cercana al Sol, que no aparece. La extensión y el silencio agobiante que habita el mar sólo se rompe por varios escollos aquí y allá dispuestos sin ningún orden y unas cuantas naves con sus velas blancas desplegadas son arrastradas por el viento hacia las costas del fondo que delimitan las esquinas superiores del cuadro. Es un cuadro verde, vivo, que despierta la calma asociada al trabajo en el campo, labor sosegada y tranquila, cotidiana y dedicada. El mar se mantiene impasible ante el paso de las elegantes naves, inmóvil incluso por lo que sucede en la esquina inferior derecha: unas piernas jóvenes y blancas, dinámicas, son engullidas por las salpicaduras del mar. Son las piernas de Ícaro. Aquel sufrimiento que hizo llorar al padre parece que no afecta en absoluto al resto del cuadro; el labrador probablemente no habrá escuchado la caída ni los gritos desesperados del joven, la altiva nave ni siquiera se plantea invertir su rumbo para ayudarlo. Todo sigue, hasta rozar la ofensa, verde y alegre, como lo estaba antes de la caída. Incluso el propio título del cuadro antepone el Paisaje a la caída de Ícaro.

Paisaje con la caída de Ícaro brueguel

Paisaje con la caída de Ícaro

Corría el año 1938, y el inglés W. H. Auden contemplaba en Bruselas aquella escena. Un año antes, el poeta había estado en la guerra civil española apoyando al bando republicano, y publicó ese mismo año un poema/crónica que más tarde despechó, por no parecer sincero, llamado Spain (1937). Allí, en Bruselas, en 1938, un año antes de que el mundo se consumiera a sí mismo con la Segunda Guerra Mundial, un año antes de que el dolor y el sufrimiento formaran parte de la vida diaria, un inglés contemplaba una oda a la indiferencia realizada casi cuatrocientos años antes. El poeta, que ya había presenciado una guerra y estaba a punto de sumirse en otra, con todo el dolor y el sufrimiento que llevaba consigo, con su alma de poeta y futuro exiliado, decidió recoger y estirar el hilo lanzado por el cuadro y escribió Palais de Beaux Arts, que fue publicado por Random House en Another Time (1940).

AudenEl poema se abre con una afirmación coloquial, casi a modo de reproche: «Con el sufrimiento nunca se equivocaron, / los antiguos maestros [About suffering they were never wrong, / the Old Masters]. Los antiguos maestros, los grandes maestros, como Brueghel, entendían perfectamente el sufrimiento, y sabían que «mientras alguien está comiendo o abriendo una ventana o solamente caminando» [while someone else is eating or opening a window or just walking dully along] habría alguien delante sufriendo, lamentándose, incapaz de cambiar su suerte. Mientras el arado levantaba fácilmente la tierra mullida, mientras las naves desplegaban sus velas blancas, soberbias, al viento, unas piernas pálidas y juveniles luchaban en vano contra la espuma del mar; Europa estaba a punto de derrumbarse por segunda vez y con ella el mundo, y sin embargo las taquillas de los museos estaban abiertas, las cocinas seguían funcionando y los niños seguían «patinando en un lago al borde del bosque» [skating / on a pond at the edge of the wood].

La guerra traía sufrimiento, y los ojos de poeta de Auden lo habían contemplado, así como los ojos del soldado, del médico y del camillero. Aquella primera guerra tremendamente ilógica a la que se refería el profesor Silberstein y que ya había ocurrido veinte años antes tenía todas las posibilidades de volver a repetirse: «ya verá como todas las teorías, las militares, las nacionaleconómicas, las filosóficas, serán lamentablemente desmanteladas porque todas se basan en la lógica. Y como la guerra es ilógica, todas van a fracasar» (Stefan Zweig, Clarissa [1976], trad. de Marina Bornas Montaña). Aquella guerra de la que acaba de salir el poeta y que un año después se abalanzaría como una noche por todo el mundo, aquella guerra que sólo desencadenaba sufrimiento, Auden la contempla con ironía, con una actitud distante y fría, ciertamente no encantado con la idea de soportar el dolor pero tampoco evitándolo.

martinez-prometeo

Para Auden, el sufrimiento es propio, de aquel que lo soporta y hace las veces de alojamiento; los demás no tienen el menor interés en él, ni siquiera, y mucho menos, la propia Naturaleza. Esta relación distante entre Naturaleza y Ser Humano es uno de los ejes centrales de la poesía del autor inglés, eje que mantendrá a lo largo de toda su obra. Más de doce años después, en la década de los 60, escribiría After Reading a Child’s Guide to Modern Physics [Tras leer un manual para niños sobre Física Moderna], donde acepta que los caminos de la Naturaleza, del Universo, corren ajenos a la condición humana. Los átomos chocan y vibran entre sí, las nebulosas explotan, nacen, se unen, a veces desde aquí las contemplamos admirados, pero la vida humana sigue, las arrugas se reflejan cada día en el espejo y, según Auden, el movimiento incansable de los átomos no puede impedir ni frenar este período efímero y cambiante en que se debate el Ser Humano, que sólo depende de sí mismo.

Tratar de vivir conduce a errores que a menudo causan dolor, como la ambición de Ícaro, como aquel año de 1938 en que Auden contemplaba un cuadro y Europa estaba a punto de venirse abajo. Esos errores con frecuencia se pagan con un castigo, el de Ícaro y el de Europa ya son de sobra conocidos. Pero la Naturaleza, el fluir y emanar continuo de las cosas, parece ajeno a este sufrimiento; el dolor, el sufrimiento sincero, del que es presa el padre de Ícaro al contemplar las plumas volando sobre las olas que ahora le sirven de tumba, ese mismo dolor en Palais des Beaux Arts, como en el cuadro de Brueghel, ocupa «un rincón, un lugar desordenado» [a corner, some untidy spot], que todos contemplan, indiferentes, ajenos, incapaces de evitar. La vida, atada al devenir fortuito, sigue el curso de la manera más cruel.

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3 comentarios en “La caída de Ícaro y el sufrimiento en Auden

  1. Pingback: Auden, Wystan Hugh (1907-1973) | Aminta Literaria

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