Generalmente poco estudiada en el contexto académico hispanohablante, la obra de Luc de Clapiers (1715-1747), más conocido como marqués de Vauvenargues, encierra –como él mismo indicaba– toda una investigación de «las variedades del espíritu humano». Aunque la aparente contradicción que se da entre la pluralidad de comportamientos y caracteres parece apuntar a la imposibilidad de dar con un patrón que defina «lo humano», Vauvenargues asegura que tales incoherencias son sólo imaginarias.
Vauvenargues nace en Aix-en-Provence en una familia de aristocrático abolengo. El rey Luis XV había nombrado marqués a su padre, quien, al parecer, prestó grandes y diversos servicios a la sociedad durante la peste acaecida en 1720. A pesar de heredar el título nobiliario de su progenitor, Vauvenargues se ve obligado a ingresar en el ejército, y ya con apenas dieciocho años es nombrado subteniente del regimiento privado del rey. Cuando abandona la carrera castrense, ensaya la vía diplomática, aunque sin éxito. Finalmente se afinca en París, donde se dedica a los afanes por los que hoy es universalmente reconocido: la reflexión en su forma más literaria.
Quien sabe sufrirlo todo, puede atreverse con todo.
Afirmar que tras la complejidad y multiplicidad de las acciones de los hombres no se esconde, en el fondo, una unidad, supone a juicio de este pensador francés no conocer en absoluto la naturaleza humana. Como Vauvenargues escribía en sus Reflexiones y máximas, «Quien considerase la vida de un solo hombre, encontraría en ella toda la historia del género humano». A pesar de la diferencia temporal que entre ellos existe, no con poca razón se ha afirmado que Vauvernargues es una suerte de precursor de algunas de las tesis de Nietzsche: en opinión de Luc de Clapiers, no debemos dictar una moral universal, inconmovible, pues es «el carácter del hombre, su mayor o menor fuerza, su genialidad más o menos profunda, lo que está más acá y a la vez más allá de toda moral» (Ferrater Mora). Tal pluralidad ha de ser la única variable a tener en cuenta en pos de juzgar una acción. Nuestro auténtico carácter se pone de manifiesto en la acción, y no antes.
Una historia humana en la que, por cierto, se nos recuerda que ni la ciencia ni la experiencia han podido hacer bueno al hombre de una vez por todas (como también sostendrá Rousseau), siempre escindido entre razón y sentimientos, instancias que se aconsejan y suplen mutuamente: «Quien sólo consulta a uno de los dos y renuncia al otro se priva desconsideramente de una parte de los auxilios que nos han sido dados para guiar nuestra conducta». En clara sintonía con uno de los asertos más célebres de Blaise Pascal, asegura Luc de Clapiers que «La razón no conoce los intereses del corazón». Una ignorancia que traerá a los humanos más de un problema, sobre todo, en la relación que mantienen consigo mismos.
Es preciso esperarlo todo y temerlo todo del tiempo y de los hombres.
Junto al propio Pascal, La Rouchefoucauld, Chamfort o La Bruyère, el marqués de Vauvenargues es considerado uno de los más egregios miembros del grupo compuesto por los llamados «moralistas franceses». Nuestro protagonista se desvió de sus colegas fundamentalmente en lo que a la suspicacia se refiere: es necesario observar al ser humano como un animal perfectible que, aun repleto de defectos y taras de toda índole, no hace el mal sino como respuesta a un mundo generalmente hostil. De ahí su enconado magisterio sobre el control de las pasiones, sin las cuales, sin embargo, no podríamos actuar ni desear.
A pesar de su altura literaria y filosófica, su breve existencia no le permitió disfrutar plenamente de los avatares culturales de su agitada época: fue presa de una muy frágil salud, amén de estar marcado desde pronto por la aparición de la viruela. Fue un autor rebelde, que se levantó fervientemente contra el pesimismo cristiano y la inexistencia de virtudes que, por ejemplo, defendía La Rouchefoucauld. Es necesario conocerse a sí mismo y alejarse de la vida muelle: nuestra moral se funda de manera exclusiva en la acción, fundamental para conocer a nuestros semejantes.
El espíritu es la mirada del alma, no su fuerza. Su fuerza está en el corazón, es decir, en las pasiones. La razón más esclarecida no logra por sí sola obrar y querer. ¿Basta para poder andar tener la vista buena? ¿No es preciso también tener pies y voluntad para utilizarlos?
Y es que hay que tener en cuenta que, al contrario de lo que podrían argumentar autores ilustrados posteriores a Vauvenargues, «la conciencia es la más variable de las reglas», que a cada momento puede recetarnos una u otra conducta en vistas de nuestros deseos e intereses, siempre volubles y peligrosamente evanescentes. De ahí la importancia de lo que, años más tarde, Kant denominará «pragmática» en sus escritos pedagógicos, y que Vauvenargues explica de este elocuente modo:
La fortuna exige ciertos cuidados. Es preciso ser dúctil, divertido, astuto, no ofender a nadie, agradar a las mujeres y a los hombres de influencia, tomar parte en sus diversiones y en sus negocios, guardar su secreto, saber aburrirse en su compañía y aun con todo esto no se está seguro de nada. ¡Cuántos disgustos y enojos se podrían ahorrar si se marchase a la gloria tan sólo por el mérito!
Aunque hay que ser cautos… Pues esta pragmática o arte de tratar con nuestros semejantes puede volverse en nuestra contra muy pronto: «No hay personas más agrias que las que son dulces por interés», apunta Vauvenargues, pues si bien «la costumbre lo hace todo, incluso el amor», no hay mayor insulto a la autonomía individual que intentar guiar a alguien, bajo capa de elogiosa acción, hacia la mera consecución de nuestras metas. Por eso, si bien «quien vive en el mundo no se puede librar de ser galante», pues vivimos rodeados de gentes muy diversas, debemos estar avisados de que «no se necesita tanto conocimiento para ser hábil como para parecerlo». Como en el cuadro de Goya Las brujas en el aire, el ser humano corre tras la felicidad y la concordia con los ojos vendados, a ciegas, cargado de una esperanza que a su vez, en palabras de Vauvenargues, «es la más útil o el más pernicioso de los bienes».
El arte de hacerse agradable es el arte de engañar.
José Luis García Martín explica muy atinadamente en su escrito introductorio de las Reflexiones y máximas, que, «aunque tenía razones para ello, Vauvenargues carece del pesimismo de la mayoría de los moralistas, especialmente de los relacionados con el janseismo. No desdeña a la humanidad, cree en la bondad de la Naturaleza. Reivindica el amor propio como motor de las hazañas de los hombres; no lo confunde con el orgullo ni con la vanidad. […] ‘Los que desprecian al hombre no son grandes hombres’, escribió Vauvenargues. No se hacía demasiadas ilusiones sobre la humanidad, pero no conoció el resentimiento ni perdió nunca la confianza en sí mismo a pesar de los reiterados fracasos».
El hombre es enemigo del hombre: para vivir necesitamos imponernos frente a los otros. Somos mezcla de grandeza e imperfección, pero lejos de observar este dato como algo insuperable, Vauvenargues nos invita a emplear nuestra razón para llevar una existencia en la que la indulgencia y la generosidad, pero sobre todo la humanidad, sea la piedra de toque de nuestra conducta. Hemos de ser conscientes, sin excepción y sin olvidarlo, de que no sólo poseemos un intelecto, sino también pasiones desbocadas que pueden conducirnos por complejas veredas.
Creo sin trabajo a los que pretenden que el mundo empeora cada vez más. La ambición, la gloria, el amor, en una palabra, todas las pasiones de las primeras edades no tienen ya el mismo desorden y brillantez. Esto es, quizás, porque las pasiones sean hoy menos vivas que en otros tiempos o porque se ls desaprueba y se las combate. Digo, pues, que el mundo es un viejo que conserva todos los deseos de la juventud, pero que se avergüenza y se oculta de ellos mismos, sea porque se halle desengañado del mérito de las cosas, sea porque trate de aparentarlo así.
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