E. M. Cioran, autor habitualmente desterrado de los planes de estudio de las facultades de Filosofía, es uno de los pensadores menos conocidos y, sin embargo, más citados del pasado siglo XX. Su pesimista y descarnada prosa así como su estilo directo hacen de él un filósofo en ocasiones incómodo, que no tiene inconveniente en denunciar los artificios y malas artes de otros compañeros de profesión que, a fuerza de emplear complicados conceptos y enrevesados sistemas, acaban por matar el objeto propio de la filosofía y su problema fundamental: la vida y nuestro extraño encono por perseverar en una existencia que, a sus ojos, poco tiene de agradable. Y es que, escribe, «El hombre tiene más posibilidades de salvarse a través del infierno que del paraíso».
Una de las preocupaciones fundamentales de este pensador de mayúscula erudición, nacido en Rumanía, es el paso del tiempo. En una de sus obras más características, que recuerda del todo a una de las más célebres sentencias de Arthur Schopenhauer (quien se refiere en no pocos fragmentos al penoso o fastidioso yo [leidigen Selbst]), titulada en español Ese maldito yo, Cioran relata una curiosa anécdota:
Mientras el dentista me machacaba las mandíbulas, yo me decía que el Tiempo era el único tema sobre el que se debería meditar, que Él era la causa de que me encontrase sobre aquel sillón fatal y de que todo crujiera, incluido el resto de mis dientes.
Desesperanzadora y violentamente, el tiempo nos informa, como ya indicara Aristóteles, de que el movimiento no tiene lugar en balde: que el tiempo pase quiere decir, a la vez, que la corrupción hace mella en todo cuanto está inmerso en él. Olvidamos con facilidad que somos un «ser maldito» porque, asegura Cioran, lo somos desde siempre. Las garras del tiempo son ineludibles, y ni siquiera un ser supremo podría escapar de su funesto influjo: como creador del mundo, ha decidido odiarlo y maldecirlo al introducir en él tan terrible mecanismo de sufrimiento y dolor. Si Dios fuera sensible a semejante calvario, no habría creado este universo, sujeto a la desidia de quienes lo habitan y a las veleidades de una voluntad de la que no somos dueños. Todo, absolutamente, es transitorio, como reza la fórmula búdica: sarvam anityam.
Fragmentos, pensamientos fugitivos, decís. ¿Se les puede llamar «fugitivos» cuando se trata de obsesiones, es decir, de pensamientos cuya característica principal es justamente no huir?

«Quien vive demasiado malogra su… biografía. En resumidas cuentas, sólo pueden considerarse plenamente realizados los destinos rotos»
Por eso, aduce Cioran, los momentos que con mayor legitimidad nos pertenecen son aquellos en los que no hacemos nada, en los que el tiempo parece haber desaparecido del plano humano y quedamos convertimos en una suerte de alma volátil que se piensa separada de los demás seres. La desemejanza con los otros permite —paradójicamente— que nos individualicemos y, a la vez, que tal individualidad quede transformada en una entidad indiferente a los avatares mundanales. Aunque, como también confesara Schopenhauer, no existe la victoria sin lucha (kein Sieg ohne Kampf); al menos, no una victoria permanente.
Por otra parte, el mal es una constante en el pensamiento de Cioran. En un plano naturalista (casi biológico) cercano a algunas de las ideas de Sade, el autor rumano advierte que son los sentimientos violentos y malévolos los que, de alguna forma, nos hacen sentir más vivos. Incluso, estas sensaciones diabólicas (a las que, por ejemplo, Élisabeth Roudinesco englobaría bajo el apelativo de «nuestro lado oscuro») permiten que nos reintegremos en la comunidad. El mal, a fin de cuentas, nos asocia con nuestros semejantes, además de experimentar un claro incremento de nuestro vigor vital. El escenario humano es una perfecta parodia del Infierno. Y sin embargo,
No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan tan meticulosamente como el Tiempo.
Víctimas de ese teatro donde, sin cesar, se dan eternamente las mismas escenas una y otra vez, todo podemos predecir e imaginar, «salvo hasta dónde podemos hundirnos». Y sin embargo, lo que no desgarra, lo que no hace trizas de una parte a otra nuestro ser más íntimo, resulta superfluo. Sólo el contacto con los más viles y desazonadores estratos de la vida puede hacer despertar nuestra mejor conciencia. Ésta, cuando es agitada, comienza a alimentar un extraño sentimiento, a medio camino entre la esperanza y el desprecio hacia la vida, por el que se hace capaz de revelarnos que «la renuncia es la única variedad de acción no envilecedora». Ni siquiera la amistad o la cordialidad puede consolarnos: «Amar al prójimo es algo inconcebible. ¿Acaso se le pide a un virus que ame a otro virus?». Como escribe Cioran en El libro de las quimeras,
Sólo son fecundos y duraderos los dolores nacidos en el centro de nuestra existencia, que irradian en una existencia y crecen de forma inmanente en la esencia de esa existencia. Hay dolores que tendrían que detener la Historia en el acto. […] Frente a este desconcierto que nos conduce a la desesperanza, nos vemos forzados a aceptar la irracionalidad de la vida sin pensar más. Ni tampoco tiene sentido seguir pensando porque no hay explicación alguna. Todo es tan inexplicable que me duele la inutilidad de las ideas.
Conocer el final de nuestra vida, o que lo tiene, es el hecho que sin duda más dolor nos causa, por mucho que la naturaleza, «buscando una fórmula que pudiera satisfacer a todo el mundo, escogió finalmente la muerte, la cual, como era de esperar, no ha satisfecho a nadie». Aunque tan sólo el sufrimiento es lo que nos permite, en palabras de este filósofo, «dejar de ser marionetas».
Cioran convierte el pesimismo en una cuestión aporética: por mucho que el dolor sea lo que nos aleja de la vida y nos empuja a despreciarla, por otro lado, son este mismo dolor, pesadumbre, tedio y desazón constantes y siempre palpables los que crean una increíble y atractiva sensación que llama a la vida. Ésta es, a la vez, acicate para perseverar en la existencia y para abandonarla. Dos polos que, sin duda, se tocan en su radicalidad, y sin los que nos es imposible poseer una vida plena en la que la «tristeza del ser» es protagonista (ineludible, necesaria). Pues
Sólo el sufrimiento cambia al hombre. […] El sufrimiento de cada instante, un sufrimiento monstruoso y duradero, les reveló mundos que nadie puede sospechar, les intensificó y profundizó, como no logra intensificar y profundizar la vida espiritual de un hombre corriente, toda una vida de meditación. […] Los hombres no han entendido que contra la mediocridad no queda otra arma que el sufrimiento. Con la cultura y el espíritu no se cambia gran cosa; pero es increíble lo que puede transformar el dolor.
Excelso artículo. Un saludo desde la República Dominicana.
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REGRESAR
Regresar por los rumbos del sendero,
tras las vueltas arteras de la suerte.
Regresar perseguido por la muerte,
escapando del dardo traicionero.
La conciencia delata con severo
resquemor, y atormenta con perderte,
por la sal que en la llaga se revierte,
enconando la ofensa del acero.
Inconclusas promesas te reclaman
al jardín de las blancas azucenas
inmoladas en contra de la vida.
Todavía, las voces que te llaman,
resucitan el día de las penas
y recuerdan la noche desvalida.
Carlos Oyague Pásara
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