El filósofo alemán Arthur Schopenhauer fue un estudioso de la música durante toda su vida, y siempre practicó sus conocimientos de mano de su inseparable flauta. En una anotación de 1814 (con 26 años, cuando aún andaba pergeñando los apuntes para conformar el primer volumen de su gran obra, que publicaría entre 1818 y 1819), escribe estas palabras:
La música constituye un análogo de la naturaleza. El bajo me parece representar esa naturaleza inorgánica sobre la que todo descansa y desde la que todo se alza, mientras que los registros más altos equivalen a las entidades orgánicas, y remontándose siempre hacia lo alto está esa directriz voz principal que canta la melodía: el hombre.
Llegar a ser como la música supone, para Schopenhauer, la aspiración continua de todo arte: ella es la reina de las artes y es capaz de resolver cualquier enigma, porque no habla de las cosas, de los meros fenómenos, sino del bienestar o la aflicción en estado puro, y por eso se dirige únicamente al corazón y no tiene mucho que decirle a la cabeza.
Si únicamente los he entretenido, lo lamento. Quería hacerlos mejores personas (Georg Friedrich Händel).
De este modo, la música no sólo se siente, sino que también se comprende, y ello porque narra la historia secreta de nuestra voluntad, «pinta cada agitación, cada anhelo, cada movimiento de la voluntad, todo aquello que la razón compendia bajo el amplio y negativo concepto de sentimiento y no puede asumir en sus abstracciones» (El mundo como voluntad y representación, I, § 52). La razón y el concepto hacen aguas cuando acometen el análisis de la música, pues el compositor no hace más que revelar la esencia más íntima del mundo y expresa la más profunda sabiduría en un lenguaje que, precisamente, la razón desconoce absolutamente.
La música es el vino que inspira nuevos procesos creativos y yo soy Baco, que pisa este glorioso vino para la humanidad y la pone en un estado de ebriedad espiritual (Beethoven).
El entretenido libro que presentamos ofrece una versión distinta de la música, menos pesada, menos abigarrada y más amena. Pero sobre todo trata de los grandes genios de la historia de la composición musical. Al contrario de lo que en ocasiones se piensa, numerosos compositores llevaron vidas auténticamente escandalosas. Mozart era un deslenguado, Schumann tuvo sífilis y Bernstein tenía un ego más grande que Nueva York. Bach escribió El clave bien temperado en la cárcel, Wagner se ventiló Loherngrin mientras huía de acreedores y Puccini compuso Madame Butterfly mientras intentaba que su esposa no descubriera a su -última- amante.
Para componer música, lo único que hay que hacer es recordar una melodía en la que nadie haya pensado antes (Robert Schumann).
Como indica Elisabeth Lunday, autora de Vidas secretas de grandes compositores, «uno nunca se entera de estas minucias en esos programas de mano, tan bienintencionados como aburridos», que nos ofrecen en las salas de conciertos. «No se trata de una obra de consulta para saber a qué debe prestar atención en el cuarto movimiento de una u otra sinfonía, sino para enterarse de quién intentó asesinar travestido a su antigua prometida, de quién se convirtió en una auténtica autoridad internacional en el campo de la micología o de quién compartía la autoría de las partituras con su conejo».
Una obra, así, que se inmiscuye en el terreno personal de Beethoven, John Cage, Philip Glass, Stravinski, Mahler, Brahms, Schumann, Chopin y un largo etcétera, con el objetivo de llegar a conocer al personaje que se esconde tras al genio de cada uno de ellos.