Siempre que tratamos de poner en claro la relación entre el ser humano y el conocimiento, resurge en la memoria la vieja leyenda de Fausto, quien vende su alma al diablo con el objetivo de alcanzar la sabiduría más plena. Fausto no era un iletrado, tampoco un mero curioso que anduviera buscando nuevas experiencias con las que entretener el agrio ánimo de la vejez, sino alguien -así lo relata Goethe– que había estudiado «a fondo la filosofía, jurisprudencia, medicina y también, por desgracia, la teología». Aunque su conclusión es tajante: «Me titulan maestro, me titulan hasta doctor, y cerca de diez años hace ya que llevo de las narices a mis discípulos de acá para allá, a diestro y siniestro… y veo que nada podemos saber«.
La pregunta metafísica debería plantearse de tal modo que quien pregunte esté incluido en la pregunta, es decir, que esté cuestionado en ella (Heidegger).
Convencido de la incapacidad humana para alcanzar el conocimiento absoluto, Fausto se ve empujado a rogar al «Espíritu de la Tierra» que le brinde tal don, «aunque me cueste la vida». El resto de la historia pueden conocerla los lectores a través de la versión del mito que nos brinda el ya mencionado Goethe.
Lejos de este fáustico desenlace (que no significa para el protagonista de la historia sino un -atroz y fatal- comienzo), Vicente Gallego nos plantea una vía muy diferente: «debido a que disfraza con la toga del conocimiento lo que en realidad es ignorancia -escribe en las primeras líneas de Contra toda creencia-, el ser humano deviene a menudo la más desdichada de las criaturas», pues somos los únicos capaces de engañarnos a nosotros mismos y padecer nuestra propia burla.
El hombre es pasto de sus mil creencias: cree que existe el día de mañana, y jamás se movió de su aquí y ahora (Vicente Gallego).
«Lo ignoramos todo acerca de nuestra identidad real», explica Gallego. Y es que hace mucha falta, más si cabe en los tiempos que vivimos (repletos de conocimientos icónicos tan atractivamente engañosos como el técnico y el tecnológico), recordar a cada paso aquel oráculo de Delfos: gnóthi seautón (conócete a ti mismo). Desconocemos por completo lo que somos realmente. En un gesto socrático, el autor de la obra que os presentamos afirma que «el primer asomo de sabiduría consiste en confesarnos que no sabemos nada en absoluto».
Vivimos casi obsesionados (y con nosotros, la tecnociencia actual) por desentrañar los misterios de todo cuanto nos rodea… sin dejar espacio al silencio. Las palabras se adueñan de un discurso que debería estar presidido por la carencia de ellas: «el hombre debe desoír, una por una, todas las pretensiones de la mente, cuya sola posibilidad de perturbarnos radica en su afán de darse forma: soy de esta manera y de la otra».
La propuesta de este escrito es radical: la auténtica religiosidad solo puede ser el fruto de la extrema pobreza, la que nada ambiciona, la que nada se arroga, la que sabe sin saber y hace de la eterna desposesión su morada de alegría (Vicente Gallego).
Vicente Gallego llega aún más lejos y considera que cualquiera de nosotros puede comprender, al echar un vistazo a lo que creemos al respecto de nosotros, que todo cuanto encontramos en nuestra persona es una «bagatela»; notará también que «la vanidad es lo sostenido en vano acerca de uno mismo, y que no hay nada definitivo, fehaciente, entre cuanto afirmamos ser, sino un agotador prurito publicitario». En resumidas cuentas: somos lo que nos contamos sobre nosotros a nosotros mismos. Este dato tiene sus inconvenientes, uno de los cuales resume el autor de manera tan brillante como firme: «Ni los excrementos huelen mal cuando son propios».
Cualquier lector interesado en el fundamento de las creencias y su relación con el conocimiento encontrará en este libro un compañero de inestimable ayuda. La obra recoge, además, un completo recorrido histórico por las principales religiones y sistemas de pensamiento filosófico, lo que facilitará el examen crítico por parte del lector.
Únicamente cuando la conciencia de la caducidad de todo se convierte en el aire que respiramos, y la sentimos como el marco en el que se desdibujan cada uno de nuestros actos y razones, estamos por fin preparados, al darnos por perdidos, para que lo verdadero nos tome la vez y pronuncie en nosotros su palabra de vida, su «Yo soy» (Vicente Gallego).