El robo del tiempo para el duelo: el llanto como reconocimiento del otro

La Ilíada homérica ha sido catalogada en diversas ocasiones, y no por plumas inexpertas, como «el poema de la fuerza» o de la violencia, al decir de Simone Weil o Rachel Bespaloff[1]. Sin desechar esta vertiente, pero considerándola ahora complementaria o secundaria, en las líneas sucesivas se defenderá algo más cercano a lo esgrimido por Jasper Griffin, quien asegura que «Los poemas de Homero no nos dicen que el mundo está hecho para el hombre, ni que nuestro estado natural en él sea el de felicidad. Lo que sí dicen es que el mundo puede comprenderse en términos humanos, y que la vida humana puede ser algo más que una insignificante e innoble lucha en la oscuridad«[2].

En medio del desamparo, del desatino o del completo sinsentido, es posible rastrear una mueca del inexorable rumbo o destino del mundo. En medio del ejercicio de la libertad, la huella de la necesidad. La tarea del ser humano, en el meollo de este deambular que le parece en ocasiones errático, azaroso o inexpugnable, sería acoger el Fatum (o Ἀνάγκη, la necesidad) no como una presencia desdeñosa o infranqueable, sino como un material con el que debe hacer algo. El ser humano es el animal que se juega todo en su hacer (ἔργον) y decir (λέγειν) ante lo aparentemente inapelable.

Me parece oportuno citar aquí a Friedrich Nietzsche en dos puntos de su vasta obra, uno de los pensadores que más se ha ocupado de intentar amalgamar los conceptos de necesidad y libertad. Por un lado, en el § 268 de la La gaya ciencia, Nietzsche anotaba: «¿Qué es lo que vuelve heroico? Ir al mismo tiempo al encuentro del propio sufrimiento supremo y de la propia esperanza suprema»[3]. Ambos, la angustia o pesar –que nos anquilosa al presente, al cieno de lo inamovible– y la confianza en lo porvenir –que nos proyecta, que nos empuja a perseverar– anidan en el pecho humano, de tal manera que nuestra proeza consiste en aceptar sendos polos sin despreciar ninguno de ellos. Nuestra vida se da en un juego o, valdría decir con Heráclito, en una guerra (πόλεμος) o conflicto insorteable[4]; cuando intentamos esquivar uno de ellos, el Destino acaba por arrastrarnos, mas, como muy acertadamente apuntó María Zambrano, «nada hay que degrade y humille más al ser humano que el ser movido sin saber por qué, sin saber por quién, el ser movido desde fuera de sí mismo»[5]. Por otro lado, cabe mencionar un temprano y aún un tanto desconocido texto de Nietzsche de 1862, en el que el filósofo de Röcken afirmaba: «El fatum es la fuerza infinita de la resistencia contra la libre voluntad; libre voluntad sin fatum es tan impensable como el espíritu sin lo real, como lo bueno sin lo malo, pues sólo las contradicciones dan lugar a los rasgos del carácter», por lo que llegamos a la misma conclusión, que libertad y necesidad son componentes ineludibles de nuestra biografía: «En la voluntad libre se cifra para el individuo el principio de la singularización […]; el fatum, sin embargo, pone otra vez al hombre en estrecha relación orgánica con la evolución general”. Y ello porque, explicaba Nietzsche, “una voluntad absoluta y libre, carente de fatum, haría del hombre un dios”[6], pero “el principio fatalista, en cambio, haría de él un autómata»[7]. Somos, pues, un bello y frágil puente tendido entre la necesidad y la libertad

A lo largo de la Ilíada presenciamos el desarrollo de un combate agónico en su acepción más etimológica: ese ἀγών (agón), esa lucha, se muestra como la presentación pública de actos y palabras, en expresión célebre de Hannah Arendt en La condición humana, en la que cada contendiente saca a relucir su propio carácter y, aún más, las fuerzas recónditas que en él se despliegan, sean estas taumatúrgicas, genéticas o divinas. Los distintos personajes hacen gala de lo que son y de cuanto representan en la escena humana, esto es, deciden asimilar la difícil tesitura de verse contemplados por unos dioses que intervienen en sus acciones pero, a la vez, no por ello dejan de actuar, de mostrarse tal y como son. En este sentido, ninguno de los protagonistas, ni ninguna de sus actividades, pueden ser catalogados como triviales, innecesarios o banales: todo lo que sucede es necesario por cuanto plasma y describe una manera imborrable y muy particular de estar y actuar en el mundo. Un modo único de ser y de estar. El macrocosmos se compone de una miríada de microcosmos.

Pondré ahora mi atención en una de esas acciones que singulariza a los individuos, que los hermana, y que hace de ellos seres imposibles de intercambiar aleatoriamente por otro cualquiera. Me refiero al llanto, a la acción de llorar, una de las más repetidas a lo largo de la Ilíada y la Odisea. Es muy usual encontrar a los héroes homéricos lamentándose, cayendo presas del llanto o, airados, jurando venganza ante un oprobio. Por tanto, y en general, puede hablarse en los personajes de Homero de una disposición afectiva (Befindlichkeit, en terminología heideggeriana[8]) en la que prima la transparencia, incluso cuando el enemigo se encuentra delante. Las emociones, en este periodo épico del arte griego, no son un elemento que cause turbación o vergüenza, algo que deba esconderse y de lo que haya que ruborizarse; más bien, al contrario, con-moverse ante las peripecias biográficas, sean propias o ajenas, resulta muy natural e incluso conveniente, puesto que son esas emociones las que nos predisponen a actuar de una u otra forma. Las que nos permite manifestar lo que y cuanto somos. Las emociones, así pues, nos diferencian en el mejor sentido, pues ponen en claro quiénes somos realmente, ya que ante una auténtica emoción no cabe la moderación, si bien conviene tener en cuenta el límite de la ὕβρις (hybris) o soberbia, que intenta ponernos al inaccesible nivel de los dioses. 

Conviene realizar aquí una matización platónica. En Platón, y en general en el llamado periodo clásico de la literatura y la filosofía griegas, observamos un tenor muy distinto al respecto del campo emocional, que debe ser convenientemente sometido. Citaré un pasaje de República (Libro III, 387e) en el que el filósofo de la Academia aboga por cercenar los efluvios emocionales de cara a educar en la moderación a niños y jóvenes: «Por consiguiente, haremos bien en suprimir las lamentaciones de los hombres famosos y atribuírselas a las mujeres –y no a las de mayor dignidad– o a los hombres más viles, con el fin de que les repugne la imitación de tales gentes a aquellos que decimos educar para la custodia del país». A continuación, Platón cita diversos fragmentos homéricos para concluir que es conveniente educar a la ciudadanía de manera que no se entregue «a largas lamentaciones sin sentir la menor vergüenza ni demostrar ninguna entereza» (388d). Mucho se podría decir, también, al respecto del concepto de incontinencia en la Ética a Nicómaco de Aristóteles; baste aquí con citar este fragmento, de ascendencia claramente platónica: «debemos haber sido educados en cierto modo desde jóvenes, como dice Platón, para podernos alegrar y dolernos como es debido, pues en esto radica la buena educación» (1104b 13).

Ahora bien, y como asevera Rachel Bespaloff, «todos los hombres viven en el dolor: la verdadera igualdad no tiene otro fundamento»[9]. En la Ilíada no se parte del prejuicio, más tardío, de que las emociones son algo a fiscalizar o, más todavía, un componente censurable por nuestra eminente condición de «seres racionales», al decir de Aristóteles. Lo observamos con claridad cuando Aquiles, en el Canto XXIV (vv. 522 y ss.), explica a Príamo que para que puedan hablar y entenderse es conveniente que «dejemos que los dolores reposen en el ánimo, a pesar de nuestra tristeza», ya que es sabido que «los dioses tramaron para los desdichados mortales» que viviéramos «entre tristezas». Es decir, no se trata de extirpar de nosotros las emociones para racionalizarlas, sino de darles el lugar adecuado en nuestro ánimo, puesto que el sufrimiento ha sido impuesto por la divinidad y, como mucho, podemos aplacarlo, mas no cercenarlo, sería una empresa baldía. Aquiles alude aquí al «gélido llanto» (524) porque las lágrimas no permitirán que Héctor y Patroclo vuelvan a la vida.

Sin embargo, reculemos un momento hasta uno de los instantes más bellos del poema homérico, acaso el más decisivo: ese mismo llanto (frío, gélido), que Aquiles declara minutos después como inoperante o improductivo, sí sirve empero para hermanar a los enemigos mortales y, lo que es más importante, para reconocerse mutuamente como sujetos que hablan y actúan en y desde la igualdad. El llanto permite que vean sus rostros, que se reconozcan, más allá –o más acá– de sus diferencias político-bélicas. Cuando Príamo entra en la tienda donde el héroe mirmidón se hospeda en las costas troyanas, el egregio rey inspira lágrimas a Aquiles al recordarle a su padre, Peleo, a quien aquél dejó abandonado para ir en busca de inmortal gloria. Es entonces cuando Homero relata que «ambos se sumergieron en sus recuerdos» y que «los gemidos de ambos se elevaban por toda la estancia» (vv. 507 y ss). A continuación, y cuando «el divino Aquiles se hubo saciado de llanto», se levantó de su trono y «alzó al anciano de la mano»; es conveniente recordar que justo antes de «satisfacer» ese deseo de llanto, Aquiles había efectuado el gesto contrario, en el v. 508, cuando leemos que éste «apartó cuidadosamente al anciano».

De tal forma que son las lágrimas, vertidas en el momento propicio, lo que hace que los contendientes queden trenzados por un mismo destino, el de la finitud y en particular el de una muerte más que inminente, en el caso de Aquiles y Príamo. Muy bien sabían aquellos protagonistas homéricos que dolor y muerte son las rúbricas indelebles de la vida humana: «¡Tranquilo, no dejes que los pensamientos de muerte conquisten tu ánimo!» (Canto X, v. 383), conmina Odiseo a Dolón; o antes, en el Canto IX (v. 400), es el mismo Aquiles quien asegura que «para mí nada hay equiparable a la vida, ni todas las riquezas».

Son las lágrimas, así, y no la racionalidad ni el cálculo, lo que acerca a Aquiles y Príamo en un momento en el que el belicismo del conflicto entre troyanos y aqueos está en uno de sus puntos álgidos y culminantes: fallecido Patroclo a manos de Héctor, éste es asesinado en contundente venganza por el más distinguido mirmidón. Pero es la caída de Héctor en batalla, y la celebración de sus funerales, lo que pondrá doce días de paz entre ambos bandos para poder llorar el hecho absolutamente inevitable de nuestra existencia: la muerte, la paulatina caducidad de nuestras potencias vitales. Mucho debería hacernos pensar este pasaje homérico sobre nuestra actualidad, tan acelerada, tan rápida, tan carente de lapsos destinados a los duelos, al llanto, a las lágrimas compartidas, a la comunidad doliente. Todo ha de suceder inmediatamente, todo debe ser reconvertido a caracteres mercantiles y productivos, de manera que no haya tiempo para la lamentación (como defiende Platón), que no nos permitamos –por improductivo– el desborde de las pasiones, pues nos haría percatarnos de cuanto sentimos. Homero, y de su mano este fragmento entre Aquiles y Príamo, nos enseña que quizá hemos perdido, o al menos extraviado, la oportunidad para que emerja el tiempo propio del reconocimiento, de la mirada del rostro ajeno no como un otro, sino como un igual, para facilitar, en palabras de Bespaloff, «no el perdón de la ofensa, que los antiguos desconocen, sino el olvido de la ofensa en la contemplación de lo eterno» donde se da «la identidad entre lo bello y lo verdadero»[10].

[1] Vid., a este respecto, Weil, Simone, La Ilíada o el poema de la fuerza (Trotta, Madrid, 2023) y Bespaloff, Rachel, De la Ilíada (Minúscula, Barcelona, 2009).
[2] Griffin, Jasper, Homero, Alianza Editorial, Madrid, 2008, pp. 134-135.
[3] Nietzsche, Friedrich, en Obras completas, Vol. III. Obras de madurez I, Tecnos, Madrid, 2017, p. 827.
[4] Aquí resuena, por supuesto, Arthur Schopenhauer, inspirador de Nietzsche en tantas cosas. VidEl mundo como voluntad y representación, Vol. I, § 27, donde leemos, literalmente, una elocuente expresión: “no hay victoria sin lucha” [kein Sieg ohne Kampf]. Y un párrafo más adelante: “Así, vemos en todas partes de la naturaleza el conflicto, la lucha y la alternancia en la victoria” [So sehn wir in der Natur überall Streit, Kampf und Wechsel des Sieges].
[5] Zambrano, María, Persona y democracia, Alianza Editorial, Madrid, 2019, p. 28.
[6] Albert Camus extrajo todas las –abrumadoras– consecuencias posibles de esta posible deriva humana (al margen de la necesidad), que contravendrían, por cierto, la convicción nietzscheana de que destino y libertad conviven. Escribe Camus: “Convertirse en dios es solamente ser libre en esta tierra, no servir a un ser inmortal. Es sobre todo, por supuesto, sacar todas las consecuencias de esta dolorosa independencia” (vidEl mito de Sísifo, Alianza Editorial, Madrid, 2006,  p. 140).
[7] Nietzsche, Friedrich, “Fatum e Historia”, en De mi vida, Valdemar, Madrid, 2016, pp. 296 y 301.
[8] Vid. § 29 y ss. de Ser y tiempo.
[9] Bespaloff, Rachel, De la Ilíadaop. cit., p. 59.
[10] Ibid., p. 61.

Este texto ha sido publicado en El vuelo de la lechuza con permiso expreso de los editores del volumen Mito, arte y cultura para la reconstrucción y la esperanza, del que forma parte, para su difusión y promoción. Los beneficios de este libro son destinados a las personas damnificadas por el desastre ocurrido en la Comunidad Valenciana el 29 de octubre de 2024.

4 comentarios en “El robo del tiempo para el duelo: el llanto como reconocimiento del otro

  1. Magnífico trabajo.

    Hace nada, para un curso universitario, estudiábamos el dolor y la compasión trágicas a propósito de «Los persas» de Esquilo. Noto que aquella línea de Homero en torno al dolor y la pena sigue su curso en los personajes de esta pieza. Y, ciertamente, derrotados y victoriosos se encuentran hermanados en ese punto difícil entre empresa humana (de cualquier índole, pero sobre todo política) y rasa o crasa humanidad, falencia constitutiva del sujeto viviente.

    Gracias

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  2. Como siempre, excelente envío. Siempre agradecida por este servicio que considero valioso no solo para mí, sino para la humanidad. Reflexiones que valen la pena. Gracias.

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