Atreverse a mirar hacia arriba: la lucha por recuperar nuestra atención

Desde antiguo, las gentes que ―por oficio o afición― decidían echarse a la mar sabían muy bien que, en una noche de cielo cubierto, cuando no era posible cotejar el movimiento y posición de las estrellas, el recorrido a trazar por una embarcación resultaba sinuoso y por ello incierto y peligroso. El extravío o la confusión eran opciones nada desdeñables en medio de las sombras.

Numerosos sabios de la antigüedad de todas las culturas, entregados en ocasiones al concienzudo estudio e interpretación de la ubicación de los orbes celestes ―convencidos de su influencia en la existencia de cualquier ser―, aseguraban que una persona “desastrada” es aquella que, perdida y errante, carece de “buena estrella”, es decir, de un destino propicio. El des-astrado es, pues, en términos etimológicos, quien está impedido para ver las estrellas: un sujeto desorientado. Alguien sin rumbo ni ruta. En nuestro idioma solemos emplear más habitualmente el adjetivo “desastroso”, que también contiene la palabra aster (del griego ἄστρον), esto es, astro o estrella. Lo desastroso es, en definitiva, lo que no tiene estrella o buena fortuna, lo que presagia la ruina o la calamidad, lo que vaticina el des-astre.

En la calle, en el transporte público o en conversaciones presenciales hemos sometido servilmente nuestro cuerpo hasta hacer que pierda su capacidad para mirar hacia arriba, para mantener la cabeza alta: para poder mirar las estrellas y orientarnos. Nuestros cuerpos han sido domesticados con perversidad bajo la melosa bandera del progreso tecnológico: el empleo desmedido y normalizado de las pantallas nos ha condenado a dirigir hacia abajo nuestros ojos, perdiendo así de vista el horizonte, lo que queda más allá de la mismidad, lo otro de nosotros mismos. De igual modo, nuestras manos siempre permanecen ocupadas, nos hemos encadenado voluntariamente. También nos movemos menos. Tenemos el mundo a nuestro alcance, nos dicen, porque podemos hacer todo cuanto necesitamos mediante nuestros dispositivos móviles: comprar, flirtear, leer libros o ver películas, e incluso consumimos emociones a través del comercio mutuo del like. Mientras, nos consumimos a nosotros mismos. Nuestro cuerpo ha sido encadenado en nombre de la libertad. Resulta terrible recapacitar sobre la devastación que está causando la silenciosa (y poco nombrada, por normativizada) adicción a las pantallas, que ha sometido los cuerpos al dirigir nuestra mirada hacia el suelo.

En el Protrético (frag. 18), nos recuerda Aristóteles una anécdota sobre el sabio Pitágoras: ¿para qué nos criaron “la naturaleza y la divinidad? […] Preguntado esto a Pitágoras, respondió: nos criaron ‘para contemplar el cielo’, y solía decir que él mismo era un contemplador de la naturaleza y que para eso había venido a la vida”.

Cada vez más niños y adolescentes, pero también muchos adultos, sienten soledad, ansiedad y angustia al llenar su vida de vaciedad, insignificancia y superfluidad, de estímulos irrelevantes que atiborran su tiempo sin enriquecerlo. El “efecto TikTok” (rapidez, aislamiento, disponibilidad y gratificación instantánea) engancha a las pantallas y aleja de los otros, de la diferencia, de la posibilidad de encontrarnos con la divergencia. Saturamos nuestro mundo de una mórbida homogeneidad, alimentada por la vigilancia algorítmica, que acaba por hacernos sentir que todo a nuestro alrededor ha de girar al socaire de nuestras preferencias. Cuando no sucede así, el individuo se siente traicionado, frustrado, exhausto, aburrido y triste. Es muy alarmante el daño psicológico y emocional que están causando TikTok y aplicaciones similares. Niños, adolescentes y adultos entregados a una pantalla, varias horas al día, ante estímulos ininterrumpidos en dosis de unos segundos. Se trata de una bomba cognitiva que, además, nos aísla bajo la ilusión de estar conectados. El principal problema del uso abusivo de la tecnología digital no es la propia adicción a las pantallas o la descarga dopaminérgica de los estímulos constantes. El problema es mucho más radical, más violento: supeditar nuestra vida a la automatización tecnológica oculta la incapacidad para pensar con claridad, emancipación intelectual y autonomía emocional.

La actual neurociencia cognitiva explica que la proliferación sináptica de nuestras neuronas a lo largo del proceso de nuestro desarrollo cerebral depende en gran medida del tipo de contacto que se dé con el medio. Es decir: a más pobres y vacuos estímulos, más pobre y vacuo será nuestro desarrollo neuronal. Si no ponemos coto a esta dinámica individual y social, nos aproximaremos cada vez más a un futuro desastroso, a un porvenir en el que no podamos observar las estrellas: en el que carezcamos de independencia frente a la hiperestimulación reinante.

Por eso, toda actividad que fomente la pausa y detenga la hipertrofia de nuestra atención (avasallada y angustiada por la constante exposición a estímulos) se convierte en un salvífico camino de recuperación y reconquista de nuestra atención: de reconquista de una acción y de un pensamiento conscientes. Se está perdiendo la hondura y profundidad de ciertas actividades que, constitutivamente, exigen un tiempo que no quede sujeto a las prisas para desarrollar todas sus potencialidades. La tiranía de la velocidad y la aceleración de todos los procesos vitales encierra la tiranía del continuo consumo, el totalitarismo de la permanente producción. También recuerda Aristóteles, en la obra señalada, que al ser preguntado el célebre filósofo presocrático Anaxágoras “para que elegiría nacer y vivir, dicen que respondió a la pregunta: ‘para contemplar el cielo y las cosas que hay en él, los astros, la luna y el sol’”. 

Nos jugamos el desastre en la forma en que empleamos (y dejamos que empleen) nuestra atención. Si no deseamos que nuestra inteligencia quede transformada en un drogado receptáculo de estímulos, es más urgente que nunca volver a aprender a mirar a las estrellas.

16 comentarios en “Atreverse a mirar hacia arriba: la lucha por recuperar nuestra atención

  1. Esta necesidad de «volver a aprender a mirar a las estrellas» será, en muchas ocasiones, motivo de befa o mofa por los zombies de las pantallas. Sin embargo, la Filosofía no firmó su «acta de defunción» cuando la princesa frigia se burló de Pitágoras, tras caer éste a un pozo cuando contemplaba los cielos; antes bien, se inauguró la diferencia y la excelencia de la reflexión filosófica, que hemos heredado de los griegos y que nos distingue de los ‘enfermos de las pantallas».

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  2. Extraordinaria reflexión, Carlos Javier. Y demasiado preocupante. Todos lo sabemos, pero estamos como caballos desbocados imposibilitados de detenerse. Muy bella forma como introduce el tema, la imposibilidad de ver las estrellas. La tecnología es el verdugo que nos hizo esclavos de una pequeña pantalla. Una costumbre que raya en el trastorno de la compulsión. ¿Adónde llegará esto?

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    • Quizá a un TOC(trastorno obsesivo compulsivo). Es decir, mirar a la pantalla del móvil durante las 24 horas del día sin mirar hacia arriba, privará a los seres humanos de su humanidad. Serán todos unos bots. Y esto preocupa a la Filosofía. ¿Por qué empieza la libertad de elegir una esclavitud sin saberlo? ¿Terminará algún día?

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  3. Amigos, es muy interesante lo que escriben en relación a la crisis, sobre la distracción permanente, es una enfermedad social que no se esta reconociendo. Lo estamos normalizando muchas gracias.

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  4. Pensamos que somos muy avanzados con tanta tecnología, pero resulta que nos estamos quedando sin estrellas, las estamos olvidando y poco a poco seremos peor que un desastroso ser sin luminosidad alguna

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  5. parece que la batalla está perdida. estar afuera de uno parece una característica en nuestros genes. afuera está lo otro, lo desconocido, sea cielo, natura, el pró(x)jimo o pantalla.

    y nos damos gratis un gran paseo por la pantalla con la grata sensación de pasear por lo desconocido.

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  6. Se deben hacer notar más filósofos (as) que puedan explicar de una manera simple y directa, conceptos lógicos o científicos que, a través de la filosofía y un lenguaje accesible a toda persona que no sea versada en los temas abordados, pueda comprender, reubicarse y posicionarse en el mundo en el cual viven y se desarrollan, tomando decisiones más acertadas para ellos y los demás. Aristóteles decía que el pensador que sabe y no comparte su sabiduría en la enseñanza, es como el que ara el campo pero no siembra nada. El saber nos tiene que hacer útiles, pero no en un sentido mercantil-productivo-consumista, sino en un sentido existencial de plenitud vivencial. Es igual de útil alguien que te conforta, te escucha, te regala su tiempo o su amistad, que alguien que trabaja y gana un salario. No es el qué me das en dinero, o cosas, es el que me das de valor esencial para mi vida tanto emocional, como espiritual o vivencial. Que me das que perdure para siempre en mí, no en mi armario o alacena, porque, al final de cuentas, lo que queda, como decía Kavafis, es el viaje.

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