Es de sobra conocida la influencia que tuvo en la obra de Rilke su viaje a España. Hemos de considerarla realmente trascendental, a la altura de sus experiencias en Rusia, París o Italia, tal y como el propio autor confiesa en una carta del 17 de marzo de 1926 (el mismo año de su muerte), y que señala Jaime Ferreiro Alemparte en el estudio preliminar de la antología del poeta en la colección Austral: «… y finalmente, como el acontecimiento más significativo después de Rusia y del inagotable París; España, desde Toledo, donde he vivido un invierno (1912)».
Pero la influencia española es mucho más que Toledo, a pesar de que fue en la ciudad castellana donde maduró algunas ideas fundamentales sobre las que construiría la poética cósmica-visionaria de su tercer período literario, si bien la consagración definitiva tuvo lugar en Ronda; en ese lugar es donde realmente comenzó a desarrollar parte del corpus poeticus que finalmente daría lugar a las dos obras magnas de su madurez: los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino.
Hay que reseñar que el interés por España se despertó en Rilke ya en su juventud gracias a las imágenes pictóricas de Velázquez y sobre todo de El Greco, cuyo Laocoonte y sus hijos, con la ciudad de Toledo al fondo, que el poeta ve en Múnich, resultan para él toda una revelación.
A dicha cuestión hemos de añadir otra serie de circunstancias como los encuentros con el pintor español Ignacio de Zuloaga a principios del siglo pasado en París, lo que ayudaría a acrecentar aún más en Rilke la necesidad de viajar a España, o las lecturas del Flos Sanctorum (vida de los santos) del jesuita toledano Pedro de Ribadeneira, una influencia esencial a la hora de poder entender los motivos religiosos en la poesía de Rilke.
Además de estas cuestiones terrenales, cabe reseñar un acontecimiento que se ha definido como extrasensorial y que Rilke siempre señaló como el verdadero motivo de su peregrinación española: la conversación con «La desconocida», el supuesto espíritu de una dama muerta con el que contactó en una sesión de espiritismo ocurrida en Duino poco antes de viajar a España, en la que la difunta muchacha, según sostuvo el poeta -tal y como recoge Antonio Pau en su biografía del Rilke-, le marcaría su destino: «Tierra Roja, lumbre, acero, cadenas, iglesias, cadenas ensangrentadas… corre delante y yo te seguiré… el puente, el puente con torres al principio y al final»: es decir, Toledo.
Allí llegó el 2 de noviembre de 1912, día de los fieles difuntos, un hecho que según Ferreiro no fue casualidad ya que en el Flos Sanctorum se referencia esa efeméride como clave. El viaje se había convertido en una huida casi desesperada, en una auténtica obsesión ante un estado anímico al límite de la existencia por la ausencia de una inspiración reveladora que le permitiera seguir con su cometido, el de la poesía.

Unos años antes de su visita a España, el trabajo de Los apuntes de Malte Lauris Bridge (publicado en 1910) lo había agotado por completo. Aquel libro extraño, mitad novela, mitad poema de tinte expresionista, daba por finalizada una época en la que escribe sobre diversas problemáticas existenciales tocando asuntos como el individualismo o la muerte en su versión más negativa. Tras la redacción se queda completamente vacío y deambula, errático, durante dos años a lo largo y ancho de Europa y por el norte de África.
Pero su brújula empieza a dar señales: todo vuelve a comenzar en Italia, en concreto en Duino, donde comienza a fraguar la idea primigenia de sus famosas elegías tras venírsele a la cabeza durante un paseo el primer verso de la primera de aquellas composiciones: «Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles…».
De Duino a Toledo, pasando previamente por París de forma efímera. En la ciudad manchega vivió durante un mes, interiorizando la primera de sus ciudades españolas «del cielo y de la tierra», asumiendo experiencias trascendentales que quedaron cristalizadas posteriormente en su obra, como el encuentro con el tiritante perro, la experiencia extrasensorial del meteorito en el puente de San Martín o las pinturas de El Greco. Pero la salud de Rilke estaba muy comprometida y el frío castellano le resultaba una pesada losa, imposible de asimilar por su frágil cuerpo: tuvo que salir de allí en dirección al sur.
Entonces surge la inspiración, en Ronda, ciudad que conocía por las referencias del pintor neerlandés Jozef Israëls en su obra Viaje por España. Rilke veía en la ciudad andaluza un reflejo de la ciudad toledana, una plaza heroica elevada entre las rocas, una especie de cáliz sagrado donde el ser humano resiste frente al universo de forma estoica. De aquella pétrea ciudad dijo el poeta -al llegar a finales de noviembre de 1912, tras visitar brevemente Sevilla y Córdoba (ambas ciudades le defraudan)-:
… el incomparable fenómeno de esta ciudad, asentada sobre la mole de dos rocas cortadas a pico y separadas por el tajo estrecho y profundo del río, se correspondería muy bien con la imagen de aquella otra ciudad revelada en sueños. El espectáculo de esta ciudad es indescriptible, y a su alrededor, un espacioso valle con parcelas de cultivo, encinas y olivares. Y allí al fondo, como si hubiera recobrado todas sus fuerzas, se alza de nuevo la pura montaña, sierra tras sierra, hasta formar la más espléndida lejanía.

Nuevamente tenía ante sus ojos un escenario perfecto para acabar de consumar su esperada gesta poética, como así fue. Una obra que empezaría a consagrarse en Ronda. En Toledo apenas escribió. Acaso alguna correspondencia a sus amistades más cercanas, como la princesa María von Thurn, a la que iba remitida el fragmento epistolar recogido líneas arriba, aunque no por ello hay que restar la importancia de Toledo en el imaginario del poeta. Ahora bien, Ronda influye decisivamente en la obra de Rilke, ya fuera como revelación directa en obras coetánea al viaje o como resonancia posterior en obras más tardías.
Fijaremos ahora nuestra atención en algunas de estas composiciones, en las que se detecta la presencia de la ciudad andaluza. Uno de los poemas que escribe en Ronda es «El almendro en flor». Para Rilke, la figura de ese árbol y el de su florecimiento tuvieron un significado mayúsculo, puesto que en la contemplación de la floración del almendro cree encontrar el sentido a un asunto que verdaderamente le inquietaba: el de la propia muerte así como la incapacidad para poder dar cuerpo a su explicación mediante la palabra, algo que incluso le empujó casi al suicido, tal y como anota Antonio Pau en la biografía del poeta, y de lo que el propio Rilke deja constancia en su diario, aludiendo a una hipotética tercera persona:
… en realidad era libre desde hacía mucho tiempo, y si algo le impedía morir, era quizá tan sólo la circunstancia que ya una vez, en cierto lugar, había mirado a la muerte sin hacerle caso, de modo que ahora ya no tenía necesidad como hacían los demás de ir a su encuentro. Su vida tenía ya lugar al margen de la muerte. Se consideraba a salvo al levantar la vista hacia una desconocida que pasaba delante. […] Sin embargo, cuando se encontraba con el almendro en flor, entonces se asustaba de ver la muerte frente a él, como si fuera una cosa más natural, atareada en lo suyo y desentendiéndose absolutamente de él.
En Ronda, el poeta acaba de adquirir una cosmovisión de la existencia en la que la muerte no deja de ser un mero trámite, un paso más en el propio proceso de nacimiento, un puente que hay que atravesar para aunar las dos partes del mundo, el acá y el allá, tema sustancial de la etapa visionaria que estaba empezando a desarrollar el poeta. De aquel hallazgo surge este tan breve como bello poema que recoge Jaime Ferreiro en su obra España en Rilke (Taurus, 1966):
Almendros en flor: la única tarea que podemos
realizar aquí es la de reconocernos, sin el menor
resto de duda, en la manifestación de lo terrenalOs contemplo infinitamente asombrado, dichosos en vuestra actitud.
En vuestro efímero ornato sois portadores de un sentido eterno.
Ay, quién supiera florecer como vosotros: para éste su corazón se
encontraría
por encima de todos los pequeños peligros
en el grande estaría sereno.

Otras de las composiciones en las que de alguna manera está presente la ciudad malagueña es el Soneto XXI (también llamado canción jovial de primavera) de los Sonetos a Orfeo, así como la novena elegía de sus Elegías de Duino, tal como explica Ferreiro, ambos poemas inspirados en una misma experiencia vivida en la pequeña iglesia del convento de Santa Isabel durante la eucaristía del día de los Reyes Magos en enero de 1913.
En ese hermoso templo y durante la mencionada celebración, Rilke escuchó el coro de unos niños que cantaban villancicos. No entendía ni una sola palabra, pero el tono jovial de la pieza le impresionó de forma decisiva. Así lo atestiguó en una carta remitida a la condesa de Sizzo el día de Reyes de 1922 (¡nueve años después!), confesándole el impacto de aquel acontecimiento para su estado de ánimo y para su concepción poética posterior.
Las dos composiciones mencionadas encierran la misma temática, muy en consonancia también con el poema de «El almendro en flor», siendo Ronda, como decimos, el origen y el final de una transmutación emocional que condicionará la tercera y última etapa creativa de Rilke, la cósmico-visionaria, donde canta al ser humano que es arrojado al universo, pero que allí, en su soledad, es capaz de afrontar la existencia con digna resignación, burlando todos los peligros que existen, incluso el mayor de todos, la muerte.
Como hemos dicho, la obra que desarrolló Rilke en España no es ni con mucho muy extensa aunque no por ello menos importante. No obstante, la relevancia española en el acervo poético del autor es innegable y constante, toda vez que en Rilke, poeta de experiencias más que de lecturas, este tipo de vivencias son muy importantes a la hora de vertebrar en su obra las resonancias de lo vivido. Desde España el autor escribiría a sus amistades algunas cartas que así nos hacen pensarlo (en Rilke la correspondencia epistolar es ya una obra per se), importantes para conocer sus inquietudes así como también seis u ocho poemas notables, curiosamente todos materializados en Ronda, puesto que en Toledo se dedicó casi en exclusividad a interiorizar cuanto le sucedía.
Precisamente hemos de aludir a ese proceso de interiorización para hablar de uno de los conceptos filosófico-poéticos más singulares que se hayan tejido jamás y que desarrollaría el poeta tras su estancia en España: hablamos de la idea del «espacio interior del mundo» que reside en el ser humano, una idea a la que Eustaquio Barjau se ha referido como una especie de platonismo invertido, por el cual la existencia del ser humano traspasa la realidad del mundo sensible y se adentra en un plano vital completamente diferente en donde el acá y el allá se hacen uno. Una unidad que reside en el interior del individuo. En esa idea mucho tuvo que ver la experiencia extrasensorial vivida una fría noche de noviembre en el puente de San Martín de Toledo, en la que el autor dice sentir en su interior la caída de una estrella fugaz venida del cielo oscuro toledano. Esa sería para Rilke la prueba definitiva de la veracidad de un nuevo sentimiento que había nacido en él. Dicha experiencia aparece recogida en su obra en varios momentos. Por ejemplo, en el enigmático poema denominado «La muerte», escrito en Múnich el 9 de noviembre de 1915, cuyos últimos versos traduce Ferreiro Alemparte de la siguiente manera:
¡Ocaso de astros,
experimentado un día desde aquel puente:
no serás olvidado!
¡mantenerse así!
El puente y la estrella fugaz, dos símbolos para explicar el espacio interior del mundo y cuya resonancia Rilke tenía muy presente cuando llegó a Ronda. Bajo ese embrujo escribe en la ciudad malagueña su universal «Trilogía española», un poema-meteorito (como lo define Antonio Pau por su relación con la experiencia que hemos contado) al que Martin Heidegger tildó como uno de los tres más importantes de la historia de la literatura («el Hombre es el pastor del Ser», diría el autor de Ser y tiempo, mostrando así la clara influencia que el poeta infundió en el filósofo alemán).

Hablamos de un conjunto de tres poemas unidos secuencialmente donde cabalga la idea esencial de la cosmogonía rilkeana. En ella, el ser humano es representado por la figura de un pastor que en medio de la noche estrellada ejecuta su labor de guardador del rebaño con resignación:
¿Por qué andar cargando con cosas extrañas
sobre sí mismo, como quizá el portador
de un cesto de mercado, que se va cargando más y más,
y que fuera de otro, y no poder decir:
Señor, para qué este banquete?
Así comienza el segundo de los poemas de la trilogía. Se trata de una especie de canto elegíaco, una queja ante la pesada carga de la existencia pero que el pastor (es decir, el ser humano) superará entendiendo la realidad del mundo, su dualidad, tal y como queda reflejado en los últimos versos de este mismo poema:
Entonces se pone en pie en la noche, y siente
que lleva dentro el cántico del pájaro,
y percibe su propia audacia, y todas las estrellas
las retiene en su mirada, pero con gravedad-no como aquel
que prepara esa noche para la amada
y la cuida con los cielos propios
Tanto en Toledo como en Ronda, Rilke había quedado extasiado al observar las idas y venidas de los pastores por las escarpadas colinas y por las extensas llanuras que rodean las ciudades del «cielo y de la tierra». Aquella estampa quedó incrustada en su sangre para siempre. Pero, sin duda, la impronta más notable de Ronda en la obra de Rilke está en la sexta de sus Elegías. De hecho, en muchas fuentes se la conoce como la «Elegía española» puesto que se desarrolló casi íntegramente en España (de los 44 versos de los que se compone el poema, 33 se escribieron en Ronda entre enero y febrero de 1913). También es referida como la «Elegía del héroe», ya que su temática se centra fundamentalmente en el análisis de esa figura retórica que el autor emplea para hablar en cierta manera de sí mismo y de sus inquietudes existenciales.
Como expone Ferreiro Alemparte, no es casualidad que fuese en Ronda donde surgiera tal composición. De hecho, podemos afirmar que nunca habría tenido lugar sin su presencia en ella. En la ciudad malagueña, Rilke cree encontrar los paisajes del Antiguo Testamento, y más concretamente del Génesis: todo lo que ve y vive allí le parece extraordinario, épico, ancestral, absolutamente contrario a lo que él estaba acostumbrado a ver en París, por ejemplo. Aquel lugar remoto, inserto entre varias serranías, reflejaba como ningún otro la soledad del ser humano ante el universo y cómo, a pesar de todo, no ceja en su empeño de vivir heroicamente, persistiendo en su camino elemental, tal y como lo hacían aquellos pastores que, ajenos al mundo, cada amanecer salían a cumplir sus obligaciones. Rilke habla de esta sensación en una carta que envía a Katharina Kippenberg desde París el 27 de marzo de 1913, un poco después de su viaje a España:
Lo extático de aquel paraje no tolera en ningún momento la indiferencia. El santo, elevado de continuo, o el héroe, insurrecto sin perspectiva de éxito, son los únicos que están a la altura de aquellos contornos.
No hay dudas de la influencia de Ronda en esa idea que se torna en metáfora heroica, culmen de la mencionada composición, donde la existencia adquiere su valor en el propio sentido de la acción, es decir, se vive para actuar, ahí es donde reside su riqueza: la experiencia vital para Rilke no es más que una secuencia concatenada de acontecimientos que giran en órbitas concéntricas, como si fueran las ondas del agua de un estanque, y en donde la durabilidad pierde su sentido prosaico. No es por lo tanto casualidad que La canción de amor y muerte del alférez Chistoph Rilke, un relato poético que llegó a ser un símbolo nacional germano durante la Primera Guerra Mundial, comenzase así: «Cabalgar, cabalgar, de noche, de día, cabalgar». La idea de la acción siempre orbitó en el pensamiento del poeta. Se existe según la intensidad del acontecimiento así como por sus resonancias posteriores; es así como se adquiere la eternidad misma. Así considerado, la muerte, en su idea más auténtica (y positiva, digamos), no es un escollo, sino en cierta manera una culminación, «el último nacimiento», el postrero eslabón del proceso de transformación («ansía la transformación», había escrito ya el poeta en El libro de las horas unos años antes). A ello se refiere Rilke como el momento del «fruto colmado en el tiempo preciso», como recuerda Ferreiro. Por eso deja de temerla, ya que en cierta manera es una muerte que todos llevamos dentro, forma parte de nuestra existencia. Dicho concepto, que como hemos apuntado macera tras su experiencia española, es una idea absolutamente contrapuesta a la muerte inauténtica que deviene en el momento no deseado, y que el poeta asocia a la soledad propia de los entornos urbanos donde el ser humano está solo frente a una multitud de Otros, tal y como, por ejemplo, ocurría en París, sentimiento que, por otro lado, tan bien refleja en alguna de las partes de El libro de las horas y sobre todo en el Malte.
El héroe vive en una constante búsqueda de ese estado superior y lo hace impulsado por el sentimiento amoroso, a lo que Heidegger se referirá más tarde como «el aletazo del Eros». La acción es, por lo tanto, fruto del amor, si bien es un estado doloroso porque, aunque es el responsable de las dinámicas existenciales, no es un fin en sí mismo: el héroe ansía alcanzar a la amada, pero al llegar a ella y conquistarla, la supera y sigue su camino. Vive siempre en esa situación inacabada, de bajada a los infiernos y de ascenso a lo sublime, ese camino tan rilkeano que también representan otras figuras simbólicas presentes en el poema (como la higuera, el laurel o el surtidor). Se trata, sin duda, de una idea donjuanesca que Rilke articula en la figura de Sansón y donde el autor se ve representado: tal es el autoconcepto que tenía el poeta sobre su incapacidad de amar plenamente.
La última composición que escribió Rilke en Ronda fue un poema de ocho versos que a continuación recogemos y que aparece en la ya citada obra España en Rilke:
¿No me será dado lo más inmediato?
¿Debo tan sólo demorar?
(Muy a menudo mi llanto lo destruye y mi sonrisa lo deforma)
Pero a veces, en el brillo de las inmarcesibles llamas,
reconozco confidencialmente el interior de mi corazón.El corazón que un día realizó tan entrañable primavera,
aun cuando se lo haya encerrado en los sótanos de la vida.
Oh, cómo estaba pronto a dar osadamente el paso más grande,
ascendía y comprendía como un astro la devenida noche.
Se trata de una queja, de una lamentación ante la sensación que embarga el alma del poeta. Rilke se siente incapaz de interiorizar «la primavera jovial» que había descubierto de nuevo. Su corazón sigue durmiendo ajeno a la realidad que sus sentidos perciben, no logra canalizar en su interior el reverso del mundo que había conquistado, tal y como confiesa a Lou Andreas-Salomé en una carta del 19 de diciembre de 1912:
¿Cómo me las arreglo para que no me conmueva lo más íntimo? Hace cuatro o cinco años nada más, un amanecer […] era capaz de transformarme de arriba abajo en puro gozo […] un gozo que brotaba en mí y llegaba a todos los seres como el hallazgo de una fuente. Y ahora estoy aquí sentado y miro y miro hasta dolerme los ojos, y trato de grabarme lo que estoy viendo y me repito, como si tuviera que aprenderlo de memoria, y a pesar de todo no lo hago mío […] ahora me parece por momentos como si frente a las impresiones usase la violencia.
A pesar de todo, el poeta es consciente de la necesaria calma que necesita para llegar a construir en sí «el espacio interior del mundo». «Sea pétreo mi ánimo», decía en uno de los momentos de la «Trilogía española». Se muestra sincero en su último verso: «ascendía y comprendía como un astro la devenida noche». Lo acabará consiguiendo, sin duda, aunque ya lejos de tierras andaluzas y unos años y andanzas después. En aquella misión, como no podría ser de otro modo, «el resistir lo fue todo».
En España pudo abrazar el mundo de lo que trasciende lo sensible para siempre. Lo cósmico había nacido en él: «la fuerte noche», como escribió en su primer poema escrito en París tras su periplo español.






Muy bueno. Con tu permiso, te comparto en mi blog. Gracias. ✨✨
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Bellísimo texto…
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La
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