En uno de los aforismos recogidos bajo el título de Pensamientos, Jouseph Joubert (1754-1824) reconocía su admiración por los libros pequeños, puesto que a lo largo de sus años lectores había comprobado que hasta las mejores y más grandes ideas caben en los pliegues más pequeños. La única diferencia que existe entre un buen libro de tamaño reducido y uno de tamaño mayor reside, pues, en que el autor del primero ha sabido explicarse mejor.
Desconozco si Manuel Pérez Cornejo tenía este aforismo en mente cuando se puso a escribir Arturo, o el pesimismo. Un diálogo (Fantasía filosófica sobre los jardines de La Granja de San Ildefonso), pero creo que su compendioso texto hubiese terminado perteneciendo a ese grupo selecto de joyeles que hacía las delicias del escritor francés. Este libro, que ha visto la luz en las imprentas de la Ediciones Cumbres, constituye un ejercicio de exquisita timidez, de profundidad velada, de desnudo contenido, que vale la pena leer. Escrito en su mayor parte en forma de diálogo, comienza sin embargo narrando la improbable historia de un descubrimiento bibliográfico en el Ateneo de Madrid:
Lleva fecha de 1898. La verdad es que ya el título, como decían nuestros queridos románticos, suena un tanto «peregrino»: Arturo, o el pesimismo. Supongo que alude, de algún modo, a Arturo Schopenhauer, y que en él se explicará, probablemente, la filosofía del Buda de Fráncfort, que este caballero, por lo que me estás diciendo, parecía conocer tan bien.
Rebuscando en los anaqueles olvidados de tan insigne lugar, Pérez Cornejo se topa con una obra sin par de un tal Eduardo Céspedes de Entrerríos, misterioso personaje de nombre imponente y castizo del que nada puede saberse, salvo que había amasado una fortuna con el comercio de ultramar y que se había dejado caer por Alemania, donde había aprovechado para empaparse de las doctrinas de los pesimistas Arthur Schopenhauer, Eduard von Hartmann y Philipp Mainländer.
Si en algo coinciden todos los filósofos pesimistas con la tradición hermética es en que el ser humano se encuentra atrapado en el mundo de las apariencias -lo que ellos llaman el «mundo como representación»-, y que se encuentra disperso y desgarrado por las pasiones, que, valiéndose de la imaginación, tiran de él, aturdiéndolo en un torbellino de deseos insaciables, que lo esclavizan, y que, por consiguiente, la única redención posible estriba en alcanzar lo que el joven Schopenhauer llamaba una «consciencia mejor», en términos herméticos: un conocimiento más perfecto.

El insólito libro escrito por Céspedes de Entrerríos sitúa su acción en El Real Sitio de la Granja de San Ildefonso, que le sirve a su autor como objeto de estímulo para las más variadas reflexiones filosóficas, poéticas y mitológicas, a la vez que como excusa para vincular, con notoria solvencia, dos de los temas que, como bien sabrá ya quien lo haya tratado, obsesionan a Pérez Cornejo: el ocultismo y la filosofía pesimista en su vertiente más vitalista:
Un pesimista que se precie, pensando que detrás de la muerte puede haber algo aún peor que esta vida (y todo apunta a esta posibilidad, dado que cuanto nos rodea, incluida nuestra propia existencia, parece ir siempre de mal en peor), trata de obtener de la vida el máximo disfrute posible, y busca evitar el dolor, tanto propio como ajeno, en la medida de sus fuerzas.
A través del diálogo de sus dos protagonistas, el «joven desengañado» que, como no podía ser de otra manera, recibe el nombre de Arturo, y el «décadent, conocedor del pesimismo filosófico, con resabios de masón y teósofo», llamado Chevalier de Saint-Jules, que con mucho agrado me recuerda al antihéroe y también decadente Des Esseintes de la novela A contrapelo de Joris-Karl Huysmans (1848-1907), asistimos a la transformación del mencionado lugar en un enclave de iniciación mistérica, repleta de escondida simbología visible solamente a la luz de un conocimiento esotérico que poco a poco se nos va transmitiendo. De este modo, la Puerta del Rey se volverá la materialización arquitectónica de lo que Wagner escribe en su Parsifal, allí donde «el tiempo se convierte en espacio», una ocasión para contemplar las cosas, como afirma Spinoza, sub specie aeternitatis; las estatuas Vertumno y Pomona advertirán del engaño fatal al que nos conduce la naturaleza mediante el «prurito sexual» y que refieren abundantemente en sus escritos los pesimistas; y las campanas de la Colegiata aludirán al carácter finito del ser humano, que habría azuzado a los Reyes Felipe e Isabel a situar allí sus tumbas, para así alcanzar en el seno de lo Inconsciente la «unión plena». En definitiva, cada elemento de La Granja, en la fantasía de Céspedes de Entrerríos, está situado con un propósito orientado a la ascensión en el conocimiento y el descubrimiento de que, bajo los singulares árboles de los jardines más antiguos late todavía una vida que va más allá de las apariencias y que no estamos sabiendo gastar.
Al principio, cuando ingresamos en la vida, todo parece bonito y fácil, porque estamos protegidos por los cuidados maternos […]: pero pronto los vientos huracanados (Eolo), o el tormentoso mar (Neptuno), es decir, las pasiones nos llevan de un lado para otro, azotando nuestra inteligencia y desorientándola. Es necesario, pues, como apunta Schopenhauer, saber navegar con pericia por el mar de la vida, y aprovechar el viento favorable -es decir, orientar a buen fin las pasiones, que en sí mismas no son malas-, para sortear los obstáculos, no naufragar, y llegar al buen puerto de la redención.
Con Arturo, o el pesimismo, Manuel Pérez Cornejo nos introduce en el mundo al que tal vez le habría gustado pertenecer. No el de un aficionado a las curiosidades bibliográficas, sino aquel que tantas conquistas filosóficas prometía y tan pronto se deshizo ante nuestros ojos: la trágica España de 1898, en la que por medio de un enlace tan maravilloso como extraño nuestro zaherido país y la oscura Alemania del Weltschmerz sellaron un pacto secreto de amistad. Lo que Pérez Cornejo rescata del Ateneo de Madrid no es sólo un libro perdido, sino también el esfuerzo intelectual que por desgracia no sedujo a tiempo la cabeza de ninguno de nuestros compatriotas filósofos. Reconozco en sus páginas un lamento que yo hago mío: ¡si tan sólo un pensador español se hubiese atrevido a transponer en filosofía lo que Azorín, Blasco Ibáñez, Ganivet o Retana habían expresado ya en forma de novela! Resulta tan incomprensible que nadie diese el paso, que Pérez Cornejo se lo ha tenido que inventar. Lo único que espero, después de leer este libro y dejarme instruir por sus enseñanzas, es que pronto quede demostrado que Céspedes de Entrerríos caminó realmente entre los españoles, llamando su atención sobre una parte de la filosofía, la que ocupó el período pesimista, de la que se nos privó injustamente durante tanto tiempo.
Se plantea una decisión: podemos seguir siempre mostrando una actitud infantil, y seguir representando la farsa de la vida, como estos niños despreocupados, o tomar las riendas de nuestra existencia, y plantearnos esas preguntas eternas, de cuya respuesta depende nuestro destino, y tratar de resolverlas con valentía, como ese héroe-sabio, que describe Mainländer. […] ¡Atrévete a saber, e inicia el recorrido, si quieres convertirte en un iniciado!