Santa Hildegard von Bingen, abadesa benedictina que vivió entre 1098 y 1179 en el Sacro Imperio Romano Germánico prácticamente sin salir del entorno conventual, es una de las pocas personas de la época medieval cuya biografía conocemos tan extensamente hoy en día. Tal hecho podría resultarnos verdaderamente asombroso; no obstante, al adentrarnos en las particularidades de su personalidad y sus actos, descubrimos a una figura excepcional: en la historia del monacato es difícil encontrar otros ejemplos de mujeres que hayan fundado conventos, predicado en público con permiso oficial, efectuado exorcismos, o que se encuentren entre los «Padres, Doctores y Escritores de la Iglesia». Poetisa, pre-escolástica, visionaria, teóloga, líder monacal y escritora de dos libros de medicina natural y remedios, Hildegard mantenía correspondencia con toda una sucesión de papas, clérigos, abadesas e incluso el mismo emperador Federico I Barbarroja. Ciertamente, no bastaría espacio para enumerar todas las proezas de esta extraordinaria mujer, y nos conformaremos con decir que, a veces, la historia de la humanidad nos brinda personalidades prodigiosas, junto con la posibilidad de asomarnos por la ventana de los siglos y advertir la imperiosa iluminación de sus individualidades.
Cabe destacar que al tratarse de una persona profundamente espiritual, Hildegard von Bingen ha de concebirse sobre todo como visionaria, pues ella misma afirmaba que todo en cuanto hacía se debía a sus revelaciones místicas. Es cierto que la distancia histórica y la tendencia a una perspectiva antropocentrista de la creación se presentan como un impedimento a la hora de considerar el grado de magnitud de tales circunstancias. No obstante, debemos recordar la cantidad de escritores, artistas y filósofos cuyas obras se originaron a partir del inconsciente, el Universo o la Divinidad. En los mismos términos se definirían las creaciones de Hildegard, que vivió en contacto ininterrumpido con sus visiones –no eran arrebatos, sino hechos integrados en el devenir de lo cotidiano–:
Desde que era niña […], y todavía hoy, he experimentado siempre en mi interior la fuerza y el misterio de esas secretas y misteriosas facultades de visión. En el tercer año de mi vida vi una luz tan intensa que hizo temblar mi alma, pero como todavía era demasiado pequeña, no la podía expresar.
Posteriormente, Hildegard definirá su experiencia mística mediante la combinación de dos palabras, paradójicas a primera vista, pero que evocan perfectamente su naturaleza. En afinidad con las formulaciones de su quasi contemporáneo Robert Grosseteste y su «luz reflejada», la abadesa habla de la sombra de la luz, el «reflejo secundario de la fuente primaria». Puesto que la visión directa de la epifanía en su estado puro no es posible dada la fragilidad de las facultades humanas, lo único que podemos percibir es una versión «eclipsada» del fulgor divino en toda su potencia.
Digo pues que la luz que veo no está localizada, pero es mucho más brillante que una nube que lleva en sí al sol, y yo no soy capaz de considerar en ella su altura ni su longitud ni su anchura: la llamo sombra de la Luz Viviente, y así como el sol, la luna y las estrellas se reflejan en el agua, así en esa Luz resplandecen para mí las Escrituras, los sermones, las virtudes y algunas obras hechas por los hombres.
A pesar de la potencia de sus revelaciones, Hildegard von Bingen tardó en perpetuarlas en forma escrita. Como ella misma explica:
A pesar de haber visto y escuchado estas cosas, debido a la duda y una opinión baja (de mí misma), y debido a los diversos dichos de hombres, rechacé por mucho tiempo la llamada a la escritura, no por obstinación sino por humildad, hasta que, lastrada por la calamidad de dios, caí sobre la cama de enfermedad.
Cuando la santa, gracias al apoyo de las autoridades eclesiásticas, por fin superó la indecisión y la modestia, procedió a fijar por escrito las experiencias del contacto con la Divinidad con la ayuda de su secretario, Volmar. Los frutos de su actividad pueden encontrarse en Scivias, Liber vitae meritorum y Liber divinorum operum. Pero, tal y como lo indica el título del último libro nombrado, Libro de las Obras Divinas, en la visión de Hildegard von Bingen toda la obra humana es, necesariamente, obra de Dios: puesto que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, éste se convierte en el «operarius de la Divinidad y la sombra de sus misterios». Al poseer la racionalidad que impulsa la actividad creativa, la humanidad se correlaciona con lo divino, pues trabaja, actúa y crea a su semejanza. El macrocosmos es contenido dentro del ser humano, o, como a veces lo expresa Hildegard, el humano es toda creación, omnis creatura. Una magnífica ilustración de esta idea se encuentra en el susodicho Liber Divinorum Operum, donde se representa un ser humano situado en medio de esferas cósmicas que, atravesado por la luz de la Divinidad, se convierte en su partícipe.
De la virtud del amor verdadero, en cuya ciencia está colocado el círculo del mundo, procede la suprema armonía de su orden que reluce sobre todas las cosas, todas las contiene y a todas las atrae a sus leyes. Con estos hilos se miden con medida exacta y nítida los signos de los círculos y las otras figuras que se distinguen en la rueda, y los signos de cada uno de los miembros de la imagen humana.
Las complejas correspondencias de lo inteligible con lo material, de la perfección y el orden, del microcosmos con el macrocosmos –todo aquello que se le reveló por voluntad de Dios–, vertebran la totalidad de la producción de Hildegard von Bingen, y su obra musical no es una excepción.
Compuse cantos con música en alabanza a Dios y los santos sin que ningún humano me lo enseñara, a pesar de no haber estudiado nunca los neumas o cualquier otro aspecto de la música.
A lo largo de su vida la «operaria divina» creó un singular corpus de antífonas, responsorios e himnos de estilo único e irrepetible, donde las estructuras musicales se usaban para reforzar tanto el texto como el valor semántico de la totalidad de la pieza. Quizás el ejemplo de mayor magnificencia y repercusión es su Ordo Virtutum, un drama litúrgico que escribió en la década de los cincuenta del siglo XII y el primero de tales dimensiones cuya autoría se conoce. Compuesta por 82 melodías con texto, La Procesión de las Virtudes se concibe como una alegoría de la existencia con un considerable elemento moral: la lucha entre el bien y el mal por el destino de un alma humana. Llevada a la realidad mediante las personificaciones de las virtudes, así como la figura del Diablo, cuenta la historia de una Anima que, a pesar de su inicial deseo de elevarse, abandona el camino de los justos ante la incitación al pecado.
El Alma, afligida, se queja:
¡Oh dura fatiga, oh pesado fardo que tengo que soportar en esta vida! ¡Qué penoso es para mí combatir contra mi carne!
No obstante, reanimada por las Virtudes, se arrepiente y vuelve a su lado, produciendo así la victoria sobre el demonio. El desarrollo de los hechos está en consonancia con una de las ideas fundamentales de Hildegard en lo que se refiere a la posición del ser humano: aunque creado a imagen y semejanza divina, puede seguir el impulso del ángel caído y olvidarse de Dios; sin embargo, si la caída de Lucifer era irrevocable, la del ser humano es reparable, pues puede recuperar su lugar perdido en la jerarquía celestial bajo la bandera de la Humildad.
Aquella Alma
Y tú, Humildad, verdadera medicina, ofréceme tu ayuda porque la soberbia con muchos vicios me ha herido causándome muchas cicatrices. Ahora yo huyo hacia ti.
Tal y como se ha dicho, las composiciones de Hildegard von Bingen se caracterizan por una profunda correlación entre el texto y la música, recurso que refuerza e intensifica su significado global. Así, la semántica del Ordo Virtutum no se construye únicamente mediante el texto, sino que se desenvuelve en todos los niveles, adquiriendo un simbolismo indisoluble –la música, aparte de su cualidad lírica, posee la misma carga alusiva a la relación con la Divinidad–. «Así como la palabra representa el cuerpo, el cántico manifiesta el espíritu; pues la armonía celestial revela la divinidad, y la palabra difunde la humanidad del Hijo de Dios». El drama comienza con la representación del Paraíso, donde los Patriarcas y los Profetas se dirigen a las Virtudes. El coro celestial interpreta su parte con la simplicidad y concisión del canto gregoriano: la palabra de Dios cantada, reflejo de su armonía y equilibrio inamovible que se construye a base de una célula motívica constante (re, do, la). «Vosotros sois el brote vivo del que nosotros fuimos sombra» son las palabras con las que los Patriarcas se dirigen a las Virtudes, de este modo también definiendo el estilo musical de éstas. Al estar presentes en el Mundo y relacionarse con los humanos, su canto es más ágil y flexible, pero siempre fundamentado en la misma célula, pues ellas no dejan de ser parte de la Divinidad. En cuanto al Alma, tras pasar por diferentes estados desde la felicidad hasta el arrepentimiento, también comienza a cantar en virtud de esas tres notas una vez reintegrada entre los justos.
Y aquel sonido, como voz de muchedumbres, en armonía cantaba las alabanzas de las órdenes celestes: porque este canto sin cesar celebra, en armonía y concordia, la gloria y esplendor de los ciudadanos celestes, elevando a las alturas lo que la palabra anuncia a plena voz.
La música es el latido de la corte celeste y sus alabanzas, el idioma de Adán antes de la caída. Vista como un elemento intrínseco de la Divinidad, el son del paraíso y el reflejo de su armonía, no es de sorprender que las intervenciones del Diablo en el Ordo Virtutum no tengan partituras: por su rebelión, Lucifer perdió la resonancia de los coros celestiales y ahora, privado del canto, está eternamente condenado a producir alaridos estrepitosos.
Diablo
¿Qué potestad es ésta de que nada sea excepto Dios? Yo digo: Daré todo al que me quiera seguir y hacer mi voluntad. Tú [Humildad] nada tienes que puedas dar a tus seguidores, porque ninguna de vosotras sabéis quienes sois.
Así es como se nos presenta el Ordo Virtutum: obra bella, unitaria y coherente. Sin duda, constituye una síntesis perfecta de la concepción cósmico-musical de la santa. A pesar de considerarse intercesora mística del saber divino, la obra de Hildegard von Bingen no puede sino servirnos como una demostración de su pericia como compositora y escritora.
Y desde el Cielo oí una Voz que me decía: El ser humano que vio estas cosas y las proclamó escribiéndolas, vive y no vive , se siente ceniza y no se siente, y revela los milagros de Dios no por sí misma sino por aquello que la ha tocado, de la misma manera que la cuerda tocada por el citarista produce un sonido no por sí misma sino por el tacto de aquél.
Ahi va una vieja conocida a la luz de sus convicciones. Obvio.
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Es asombrosa la creatividad literaria teológica, un desafío para la imaginación.
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Reblogueó esto en theeuterpemusesite.
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Interesantisimo! Con permiso reblogueo
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