En el pensamiento de Miguel de Unamuno, el conflicto se apodera de todo, incluso de nuestras palabras, de nuestra sintaxis y de nuestras normas de expresión. A no tardar mucho se estrenará la película de Alejandro Amenabar sobre Unamuno. Seguro que la cinta traerá mucha polémica y los dimes y diretes más destemplados invadirán las redes y los espacios culturales. Quisiera antes de que estalle la tormenta centrarme en la que considero obra cumbre del bilbaíno inmortal, o salmantino eterno: San Manuel Bueno, mártir.
Esta pequeña pero intensa nivola viene a recoger lo que Unamuno trató de exponer durante décadas. Bien que puede servir de epílogo a su obra toda, de resumen o conclusión. En sus novelas, a través de sus personajes, don Miguel expone de manera directa y concreta los muchos pensamientos que le atenazaban. Nunca vio con buenos ojos la tendencia a la abstracción en la filosofía. En su obra literaria es donde se sentía mejor exponiendo sus reflexiones. En las novelas cobraban vida esos pensamientos, mejor que enlazar una parrafada tras otra.
El Unamuno de El sentimiento trágico de la vida y de La agonía del cristianismo es un pensador intenso y abigarrado, hasta apocalíptico por la desesperación tremenda que destila; pero el de Niebla, San Manuel o El Cristo de Velázquez es un hombre descarnado que muestra el interior de su alma.
El bueno de don Manuel no quiere formar parte de la élite eclesiástica. Quiere ser fondo, base y suelo de la misma y atender allí a los del fondo, a los del suelo, a los de la base. Se puede extender y concretar la fe en Cristo sin una élite de dignatarios, y sobre todo, sin dogmas ni lógicas teológicas. Son las necesidades básicas y concretas del hombre, como el alimento y la ropa, también el trabajo, lo básico de la vida humana –la redundancia aquí es importante–. También son básicos el afecto, la atención, la escucha, el compromiso y el cariño a las buenas gentes, que se hacen mejores personas cuando son tratadas con educación, respeto, sensibilidad y afecto.
No usa el cura los sermones para alimentar la fe de los feligreses del pueblo; tampoco para atacar a los supuestos contrarios del cristianismo. Prefiere centrarse en los problemas cercanos y cotidianos de los habitantes de su villa y hacer todo lo posible para que convivan pacífica y soportablemente. No se trata de atizar con la culpa; se trata de responsabilidad, de hacerles partícipe de la corresponsabilidad que todos tienen para con todos por el hecho de compartir una vida, una existencia. Y no se trata, finalmente, de hacer milagros, de que todo sea misterio, sino de ayudar y de aportar activamente a la comunidad.
Y es que el cura párroco de Unamuno predica con el ejemplo. Lo que la gente ve, lo que el pueblo siente, es que está acompañado y no se siente atacado por un inquisidor, un moralista o un dogmático puntilloso de la palabra escrita, de la palabra muerta. El cura no pontifica, es un hombre de acción que se faja día a día con su gente. Un cura que no se esconde detrás del púlpito o del latín. Sabe sacrificarse por los demás, y no de palabra, sino con hechos concretos. Un cura que se arremanga y echa una mano en el campo; que está a favor del médico y su ciencia; del maestro y su enseñanza, ayudando a que ambos realicen su labor en las mejores condiciones posibles.
Don Manuel, como don Miguel –quizás porque sean una y la misma persona–, hace bueno aquello del primum vivere, deinde philosophari. Y claro está, don Manuel es una eminencia, una autoridad en su pueblo. Y como nos explicará Gadamer algunas décadas después, no es una autoridad de sumisión, sino una autoridad de reconocimiento: el prestigio moral de don Manuel está cimentado en que hace siempre el bien y lo correcto para las gentes de su pueblo. La gente capta con meridiana claridad que el cura está con ellos, que es parte de ellos, y que sólo quiere lo bueno para ellos. Claro está que el pueblo no sabe lo que late en el interior del alma del mártir, eso sólo lo sabe la dulce Ángela:
Lo primero –decía– es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.
La gente es lo primero, va antes que todo lo demás. No hay uno sin los demás. No hay vida propia si los demás no viven. Nadie es una isla y aunque tengamos una cuota de individualidad personal irrenunciable, ésta no puede ser si no es participando de una cuota social. Y en el caso de nuestro cura la cuestión se hace radical: don Manuel antepone el bien de su gente antes que el suyo propio. Y dice: «¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo?», o «Yo no puedo perder a mi pueblo para ganarme el alma».
Aquí enlazamos con otra de las constantes unamunianas sobre el tema religioso, no exenta de polémica. La religión como servicio a la gente está íntimamente relacionada a la religión como consuelo del pueblo. La gente tiene que creer por tranquilidad y consuelo, por estabilidad psíquica personal y grupal. Creer en creencias infantiles e ingenuas, de buenos y malos, de cielos e infiernos procura felicidad y esperanza al común de los mortales. Tienen que creer en este sentido, porque este sentido es estabilidad, es cordura y salud mental individual y colectiva. El pueblo ha de creer en lo absurdo tranquilizador y dejar que los héroes quijotescos se enfrenten a los demonios y a los dioses de la verdad verdadera.
Su sacrificio está justificado, piensa el cura, piensa Unamuno. Mantener este statu quo tiene un precio, porque el orden no viene porque sí, y ese pago no tiene que hacerlo todo el pueblo. Es el servicio que hacen los héroes para con el resto de las personas, es el papel de los mártires dentro del mundo, el papel del párroco y también, en cierta medida, el papel de los hermanos Carballino.
Los héroes y los mártires no mantienen esta ilusión por crueldad, no mantienen este engaño por beneficio propio. Don Manuel –don Miguel– tiene razones de peso para apoyar la idea de la religión como consuelo. La filosofía despierta y la religión consuela: hay aquí una típica relación trágica y agónica unamuniana. La filosofía nos muestra, descarnada, el problema de la inmortalidad y la religión trata de consolar la profunda pesadumbre y desesperación que proporciona este descubrimiento.
El cura no tiene fe, no cree en lo que predica. Está vaciado, desfondado por dentro y tiene miedo, a morir, a no resucitar, a que la gente sepa lo que él sabe. Esa es su verdad, ese es su miedo: que no hay nada después de esto. La muerte es el fin y nada más que el final de todo. Esta es la razón de peso, este es el latido interior del buen párroco. Por esto entienden don Miguel y don Manuel que hay que ayudar al moribundo, consolándolo. Y esa mentira es piadosa, no cruel: Unamuno da más importancia a la intención bondadosa del que miente que a la mentira en sí, que está completamente justificada. La sociedad está moribunda. En cierto sentido, sólo nacemos para morir.
Nacemos moribundos, con el tiempo en nuestra contra, sin garantías de inmortalidad. La vida es un camino golgótico, que no quede duda. Y el curita párroco de Valverde de Lucerna trata a todos los mortales como moribundos, con delicadeza y dulzura. Unamuno entiende que la gente, el común de los mortales, no quiere saber que va a morir y pide realmente que se le mienta. El episodio de Lázaro («el progre» que vuelve de las Américas) y su comunión confirma todo esto: el hermano no se confiesa porque crea, sino para contentar a la sociedad viva y moribunda, para apaciguarla, para que no sufra, para que viva tranquila al comprobar que es cierto eso de que dos más dos siguen siendo cuatro.
Hay aquí, en la obra toda de Unamuno, una revuelta, un revolcón, un giro de esos copernicanos: uno no se convierte y luego cree; es al contrario. Hay que obligarse a creer para poder convertirse. Don Manuel no cree, él quiere creer, pero no le sale, en su interior no cree en absoluto. Pero le ha sido encomendada una misión, el mismo Dios en el que no cree le ha encomendado cuidar de un grupo de personas. Y él se ha comprometido con ese Dios en el que no cree a cuidarlos. ¡Y por Dios que los cuidará y consolará!
La verdad rotunda de la muerte segura y de la inseguridad incierta de la inmortalidad; la verdad de que nacemos para morir es tremenda y, así lo entiende Unamuno –y su don Manuel–, insoportable para la mayoría de las personas:
–¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella.
–Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan.
–Déjalos, pues, mientras se consuelen. Vale más que lo crean todo, aun cosas contradictorias entre sí, a que no crean en nada.
Hay dos reinos en este mundo, en este de aquí: el del más acá del consuelo y la mentira piadosa, el mundo que necesita de la presencia constante de la religión; y el del más allá, el de la verdad, el de la filosofía agónica y desesperada. Y es el papel de los héroes, de los mártires y los santos encajar los golpes de la existencia y que su vida sin tacha sirva de ejemplo al resto, les sirva para que acepten la cara más amable del sentido de la vida.
Y hasta nunca más ver, pues se acaba este sueño de la vida…
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Genial, mejor imposible. Muchas gracias.
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D.Miguel,mi siempre admirado,D.Migel,siempre me obligo,a llevarle el bastón del respeto,pero deberíamos habernos esforzado,en hacer más fuerte la Filosofía,y más sencilla para las entenderás de los pueblos,porque despertar es abrir los ojos,al nacimiento de una nueva vida,siempre mis respetos Maestro.
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