En ocasiones, sólo lo que se nos escapa es cuanto tenemos verdaderamente. La cuestión no es que únicamente tiene sentido (expresión un tanto trasnochada) lo que va más allá de nuestra intencionalidad, o que en todo momento nos desbordan los efectos de nuestras acciones. Lo realmente interesante es cuestionar si ese misterio que es la posesión se fundamenta en la pérdida o, incluso, en aquello que jamás hemos tenido, y evidenciar, para nuestra sorpresa, que mayoritariamente esto es así. ¿Ese objeto perdido, invisible o impensado da sentido (de nuevo la palabreja anacrónica) a lo que somos? ¿Esa cosa inconmensurable integra o cohesiona el significado de lo que hacemos o hemos hecho? Y es que, si lo pensamos mínimamente, el campo de la literatura está en gran medida sembrado por esta paradoja. Por ejemplo, Robert Musil (1880-1942) y su monstruoso proyecto literario El hombre sin atributos caen plenamente en esta lógica, o en este misterio, según como se mire, que se está apuntando. ¿Cómo una obra que no es una obra se define como la obra maestra de Musil? Y es precisamente el libro de Jean-Pierre Cometti, que ha traducido y editado magistralmente Laura Claravall en su sello Ediciones del Subsuelo, El hombre exacto. Ensayo sobre Robert Musil, donde puede recorrerse perfectamente esta paradoja.
Observamos en el libro de Cometti de qué manera Musil va moldeando El hombre sin atributos desde lo más incomprensible, desde aquello que se escapa de lo teóricamente preestablecido. Notas y más notas para un libro siempre inacabado, para una tentativa ajustada, en un primer momento, a la genialidad del autor hasta hacerlo reo de su impotencia a medida que transcurren los años, y los borradores se suceden tras cada reescritura, anotación o borradura.
Y es que la ambivalencia, la contradicción y la frustración atravesaron a Musil desde su juventud. Influido por su padre, que inició su andadura académica en ingeniería, pero que acabó obnubilado por la filosofía de Friedrich Nietzsche, la epistemología de Mach y Emerson (no por sus teorías físicas sorprendentemente) y por la psicología de la Gestalt, abnegó siempre de la exactitud. La buscó como nadie, no obstante: trazó armazones conceptuales que parecían inquebrantables, definió caracteres y personalidades con la precisión del más cuidadoso artesano de la palabra, perfiló relaciones, diálogos y economías discursivas con la meticulosidad del ingeniero truncado que Musil siempre fue. Pero todo estaba condenado al fracaso. Como no podía ser de otra forma y como él bien sabía. Sin apelaciones posibles, además. Él mismo temía que la exactitud era una quimera, que intentar implantar la metodología cientificista en la literatura era imposible. Una estupidez, incluso, ya que «el tipo de exactitud que aparecía con la ciencia y el mundo modernos poseía un significado que nuestras costumbres nos ocultan».
Musil, como buen rastreador de la utopía, pero como magistral enterrador de sortilegios, creyó vislumbrar esas posibilidades que se escondían en las sombras de la ciencia, y en las costumbres que ella construye a diario, tanto en el sentido de la posibilidad como en la motivación. Lo posible, como ya apuntó Kierkegaard, es la más dura (y rica) de todas las categorías, puesto que en ella todo es posible. Y esto es así porque el concepto de causalidad no tiene ningún tipo de validez (como por otra parte saben muy bien los físicos que tanto adoraba Musil, que hablan más bien de correlación en lugar de causalidad…). Según Cometti, «la idea del motivo, contrapuesta a la de causa, constituía el eje principal. En este sentido, Musil consideraba que los recursos causales de la narración debían abandonarse y que era tarea del escritor inventar otras posibilidades más allá de la narración lineal, de la causalidad, del tiempo espacializado».
La causalidad mata el pensamiento. El pensamiento vivo es aquel que se nutre de lo imposible, que se alimenta de lo innombrable, que bebe de lo insólito. No hay estabilidad, no hay principios reguladores, sólo vida. Musil, verdaderamente, no creía en los significados estables, lo que, a su vez, según Cometti, «lo lleva, no sin arriesgarse a caer en las paradojas más inverosímiles, a imaginar relaciones, relaciones intermedias, entre dos sentimientos que todo parece contraponer».
Toda esta cuestión puede observarse perfectamente en la distinción que establece Musil entre la moral y la ética. Los pensamientos vivos abjuran de la ética. Es así porque «la ética implica una relación del sujeto con la experiencia y con aquello que experimenta que lo compromete personalmente –la cuestión no es qué debo hacer, sino quién soy o quién quiero ser–. La ética enfrenta a la persona y sus elecciones en las diversas circunstancias de su vida. La ‘utopía de la vida motivada’ cobra su sentido con la participación del yo en aquello que vive, y no a partir de principios o reglas que se basan en un orden impersonal, causal o abstracto. Al igual que Ulrich, en El hombre sin atributos, al escritor le parece indiferente ese orden».
Esta riqueza implica que jamás pueda establecerse un núcleo de sentido que integre esos pensamientos en una conciencia totalizadora, o en un yo homogenizador. Hay pensamientos vivos, como atributos que exceden a la personalidad, y que invalidan cualquier tentativa de agrupación en una identidad presuntamente estable. La cuestión, incluso, va más allá de la tesis tan usada de la ausencia de identidad, pues lo realmente interesante es ver un mundo de atributos en los que el yo, la identidad o la personalidad no tiene ninguna cabida:
El intercambio de atributos y los puntos de vista inesperados que surgen de éste son el elemento fundamental de la ironía musiliana y de la «distancia» que ésta supone. A la idea de un «hombre sin atributos» corresponde necesariamente un «mundo de atributos sin el hombre».
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