La luz es la mano izquierda de la oscuridad, y la oscuridad es la mano derecha de la luz; las dos son una, vida y muerte.
La mano izquierda de la oscuridad, 1969
Ursula K. Le Guin nació en California en 1929 y murió, a los 88 años, el 22 de enero de 2018. Publicó su primer relato en 1962, pero fue en 1966, con El mundo de Rocannon, cuando empezó a ser reconocida. En la novela creó el universo de Ekumen, poblado por diferentes civilizaciones provenientes de una ancestral. Aquel universo siguió expandiéndose durante un par de novelas hasta llegar a la que muchos califican como su obra maestra: La mano izquierda de la oscuridad, publicada en 1969. La novela, una de las más conocidas de la escritora, mereció los premios Nebula del mismo año y Hugo un año después, y consiguió abrir un camino definitivo para la ciencia ficción posterior.
Creciendo en un ambiente académico, centrado en la antroplogía, en sus novelas explora la capacidad social y sus límites y crea algo más que una historia ficticia. La obra que le valió los dos premios ya mencionados estudia una sociedad en que no existen las diferencias de género: los individuos poseen características masculinas o femeninas de una manera aleatoria o bien forzada mediante drogas. Así, un individuo puede cumplir tanto la función de dar a luz como de engendrar a los hijos durante cierto período de tiempo, o bien la contraria en el próximo. En una sociedad de tales características, en la que no existiera una polaridad sexual, las divisiones de género quedarían inhabilitadas y, en consecuencia, todo lo que tuviera que ver con una diferenciación entre el «nosotros» y el «ellos», como por ejemplo la idea de nacionalismo o de guerra. Sin embargo, la sociedad parece haber desarrollado unas estructuras finas y extremadamente rígidas que legitiman el poder y la sumisión de algunos. La novela sin duda marcó un hito y centró el foco de la sexualidad en la ciencia ficción.
Se ofrece a continuación una nueva traducción, a cargo de Aitor Boada Benito, del prólogo de La mano izquierda de la oscuridad, donde la autora se refiere a la escritura y a la tarea del escritor de ciencia ficción:
La ciencia ficción se considera, y a menudo define, como una extrapolación. Se supone que el escritor de ciencia ficción utiliza una pauta o un fenómeno del aquí y el ahora, exprimiéndolo e intensificándolo para un efecto dramático, y lo alarga hacia el futuro. «Si ésto pasara, ésta sería la consecuencia». Se predice algo. El método empleado y los resultados recuerdan mucho a los que utiliza un científico que alimenta con grandes cantidades de un aditivo refinado y concentrado a unos ratones, para saber qué ocurriría a las personas si comieran una pequeña cantidad durante un largo período de tiempo. El resultado es, inevitablemente, el cáncer. Así ocurre con la extrapolación. Las obras de ciencia ficción que recurren a una extrapolación exagerada normalmente llegan a la misma conclusión que El Club de Roma: algún punto intermedio entre la extinción gradual de la libertad humana y la extinción absoluta de la vida terrestre.
Esto explicaría por qué mucha gente que no lee ciencia ficción la define como una escapatoria pero, cuando se les pregunta el motivo, admiten que no la leen porque les resulta deprimente. Casi todo lo que se lleva hasta su extremo lógico resulta deprimente, hasta cancerígeno.
Por suerte, aunque la extrapolación sea un ingrediente de la ciencia ficción, no es ni mucho menos algo imprescindible. Resulta demasiado racional y simplista satisfacer la imaginación, tanto la del lector como la del escritor. En la variedad está el gusto. Este libro no atiende a una extrapolación. Si se quiere puede leerse –también muchos otros– como un experimento imaginario. Imaginemos –como Mary Shelley– que un joven doctor consigue crear un ser humano en su laboratorio; imaginemos –como Philip K. Dick– que los Aliados han perdido la Segunda Guerra Mundial; imaginemos esto, imaginemos lo otro, a ver qué pasa. En una historia que se conciba así, la complejidad moral característica de las novelas modernas no necesita eliminarse, ni tampoco implica una contradicción en sí misma; el pensamiento y la intuición pueden moverse con libertad entre los únicos límites que marca el propio experimento, que pueden llegar a ser extremadamente amplios. El objetivo de un experimento imaginario, utilizado por Schrödinger y otros físicos, no es predecir el futuro –de hecho, el experimento más famoso de Schrödinger consigue demostrar que «el futuro», en un nivel cuántico, es impredecible– sino describir la realidad, el mundo presente.
La ciencia ficción no predice, describe.
Las predicciones las entonan los profetas –gratis–, los clarividentes –cobrando por sus servicios y mejor considerados que en su día los profetas–, y los futurólogos –asalariados–. La predicción es el terreno de los profetas, los clarividentes y los futurólogos, no de los novelistas. El terreno de un novelista es la mentira.
La predicción le dirá qué tiempo hará el próximo jueves y la RAND cómo será el siglo XXI. Y no recomiendo consultar a un escritor de ciencia ficción esas cuestiones, no es su terreno. Lo que pretenden es contar cómo son y cómo es –qué está ocurriendo–, qué tiempo hace ahora, hoy, en este momento, si llueve, si está despejado: «¡Abra los ojos! escuche, escuche». Eso dice un novelista, no lo que va a ver ni oír. Un novelista sólo puede contar lo que ha visto u oído en su paso por este mundo, ocupado una tercera parte en dormir y soñar y otra en contar mentiras.
«¡La verdad contra el mundo!». Sí, por supuesto. Los escritores de ficción, al menos en su faceta más valiente, desean la verdad, conocerla, contarla, servirla. Pero se desvían de ella de una forma particular: inventando personajes, lugares y situaciones que nunca han existido ni existirán. Narran estas historias con detalle, de forma extensa, y con una buena dosis de emoción y, cuando terminan de escribir esta maraña de mentiras, exclaman: «¡Ahí está la verdad!».
Van a hacer gala de toda una sarta de mentiras para soportar su maraña. Pueden describir la prisión Marshalsea, que era una cárcel real, o la Batalla de Borondino, que ocurrió de verdad, o el proceso de clonación, que se está llevando a cabo en los laboratorios, o cómo se deteriora una personalidad, que está escrito en los libros de psicología, y muchas otras cosas. Esta importancia verídica que se le concede a un lugar, a un evento o a un comportamiento consigue que el lector se olvide de que lo que está leyendo es pura invención, una historia que jamás ocurrió salvo en un lugar remoto, la mente del escritor. De hecho, al leer una novela perdemos la cordura. Creemos en la existencia de personas que no están allí, oímos sus voces, miramos con ellos la Batalla de Borondino, incluso podemos transformarnos en Napoleón. La cordura llega –casi siempre– cuando el libro se cierra.
¿Sorprende acaso que ninguna sociedad respetable haya confiado en sus artistas?
Nuestra sociedad, en cambio, desconcertada y perdida, buscando ayuda, a menudo deposita erróneamente su confianza en los artistas, utilizándolos como profetas y futurólogos.
No digo que los artistas no sean visionarios, inspiradores, que no consigan el asombro, ni que un dios pueda hablar a través de ellos. ¿Cómo puede alguien ser artista si no cree en eso, si no supiera que puede ocurrir porque ha sentido a un dios utilizar su lengua y sus manos? Puede que sólo una vez en toda su vida. Pero una sola es suficiente.
Tampoco diría que sólo el artista es capaz de soportar esa carga y tiene ese privilegio. El científico es otro que busca, trabajando día y noche, durmiendo y despierto, la inspiración. Pitágoras lo sabía, el dios puede manifestarse igual en las formas geométricas que en los sueños; en la armonía del puro intelecto igual que en la armonía de los sonidos; en los números igual que en las palabras.
Pero las palabras son las que crean el problema y el desorden. Ahora deberíamos considerar la utilidad de las palabras sólo de una forma: como signos. Los filósofos, algunos, estarían de acuerdo en que una palabra –una frase, una sentencia– es relevante sólo en la medida en que tiene un único significado, hace referencia a un hecho que es comprensible para la racionalidad, suena correctamente y es cuantificable.
Apolo, el dios de la luz, la razón, la proporción, la armonía, el número –Apolo ciega a aquellos que se afanan demasiado en su culto–. Es mejor no mirar directamente al sol. De vez en cuando conviene meterse en un bar oscuro un ratito y tomarse una cerveza con Dionisos.
Hablo sobre dioses, soy atea. Pero también soy artista y, por tanto, una mentirosa. No confíen en nada de lo que digo. Estoy contando la verdad. La única verdad que soy capaz de entender o expresar es, definiéndola de una manera lógica, una mentira. Definiéndola de una manera psicológica, un símbolo. De una manera estética, una metáfora.
Es un placer ser la invitada de Congresos Futurológicos donde la Ciencia de Sistemas despliega sus enormes gráficos apocalípticos, es un placer contar a los periódicos cómo será Estados Unidos en 2001 y todo eso. Pero es un error fatal. Yo escribo ciencia ficción, y la ciencia ficción no habla sobre el futuro. No conozco nada más sobre el futuro que usted, y probablemente menos.
Este libro no habla del futuro. Sí, empieza en el «Año Ecuménico 1490-97», pero no hay quien se lo crea. Las personas que lo habitan son andróginos, sí, pero eso no significa que yo prediga un futuro milenio en que todos seamos andróginos, o que opine que estemos todos condenados a serlo. Sólo observo, de una manera peculiar, enrevesada, y propia de un experimento mental en que se mueve la ciencia ficción cómo sería vernos a nosotros mismos en una época extraña, en un cierto clima. Ni predigo ni prescribo. Yo describo. Describo ciertos aspectos de una realidad psicológica a la manera de un novelista, que se basa en urdir mentiras detalladas.
Antes de leer una novela, cualquiera, tenemos que ser conscientes de que todo es una invención y, luego, mientras leemos, creer cada palabra. Al terminar, quizá nos demos cuenta –si es una buena novela– de que somos un poco distintos a cuando la empezamos, de que hemos cambiado un poco, como al ver una cara nueva o cruzar una calle que nunca habíamos cruzado. Pero lo difícil es decir exactamente lo que hemos aprendido, cómo hemos cambiado.
El artista trabaja con lo que no puede ser expresado en palabras. El artista que utiliza como medio la ficción hace esto mismo con palabras; el novelista dice con palabras lo que no puede ser dicho con palabras.
Las palabras, entonces, pueden ser utilizadas como una paradoja, puesto que tienen, junto a su utilización semiótica, una utilización simbólica o metafórica. –También tienen un sonido, algo que no parece interesar a los positivistas lingüísticos. Una frase o un párrafo es como un acorde o una secuencia harmónica: su significado podrá ser mejor entendido por una oreja atenta, aunque se lea en silencio, que por un intelecto–.
Toda ficción es una metáfora. La ciencia ficción es una metáfora. Lo que la aleja de otras formas ficticias parece ser su uso de nuevas metáforas, tomadas de ámbitos concretos y dominantes en nuestra vida contemporánea –la ciencia, todas las ciencias, y la tecnología, y la mirada relativista e histórica entre ellas–. Los viajes al espacio son una de esas metáforas; también lo es una sociedad alternativa, una biología alternativa. El futuro es distinto. El futuro, en la ficción, es una metáfora. ¿Una metáfora de qué?
Si lo hubiera podido decir de una manera no metafórica, no hubiera escrito todas estas palabras, toda esta novela. Y Genly Ai no se hubiera sentado nunca en mi escritorio ni hubiera utilizado mi máquina para informarnos, a mí y a usted, con seriedad, que la verdad nace de la imaginación.
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muy interesante
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Muy interesante, cierta, real y verdadera
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