El tiempo es un cadáver. Nuestro presente engendra una temporalidad desanimada, vaciada de sentido, despojada, en definitiva, de cualquier tipo de vitalidad. Vivimos, por un lado, en un imperativo de amnesia, y, por el otro, que es igual o más perverso que lo anterior, deambulamos por un (ab)uso interesado y pernicioso del pasado. O bien el olvido devora nuestras vivencias con un ansia inquietante, al deber afrontar el torbellino de acontecimientos más o menos fútiles de nuestro día a día o, por el contrario, empleamos aquellas cuotas del pasado que nos sirven de utilidad para legitimar los intereses del presente. Ahora bien, si el pasado vive secuestrado en este limbo que le impide tener un sentido pleno, el porvenir, a su vez, no se queda al margen de la mortificación. El futuro se ha comprimido de tal manera que únicamente unos pocos acontecimientos parecen tener cabida en él, todos ellos, asimismo, coordinados y planificados sumamente por moiras más o menos identificables de nuestra cotidianidad. Cualquier proyección del porvenir queda angostado, y finalmente atrapado, en un callejón sin salida.
De esta manera, aquello que nos decía, por ejemplo, Kosselleck (aunque podríamos citar una retahíla ingente de autores desde Hegel hasta Badiou) acerca del espacio de experiencia (Erfahrungsraum) y el horizonte de expectativa (Erwartungshorizont), como los elementos que vertebran la conciencia histórica del sujeto, se viene abajo ya que, en el fondo, el poso donde se amalgaman nuestras experiencias o bien es inaccesible o bien, si podemos tener un acceso, encontramos en realidad una entidad muerta o, como mucho, algo turbia. Además, por si no fuese poco, las posibilidades que entraña nuestra historicidad se han reducido tan drásticamente que cualesquier expectativas que fantaseemos van a ser consideradas peyorativamente como quiméricas o, en el mejor de los casos, utópicas, al alejarse de lo normativamente establecido.
Muchos son los autores que se han alzado contra esta tesitura, y han denunciado los intereses velados de esta actitud que entraña el vaciamiento de sentido del tiempo. Uno de los más audaces ha sido Manuel Cruz quien, desde los inicios de su trayectoria intelectual, ha trabajado arduamente la cuestión y la ha tipificado con ejemplaridad. Prueba de ello la encontramos en su última obra La flecha (sin blanco) de la historia editada por Anagrama. En ella pone en circulación una reflexión crítica de las causas y consecuencias de la exhumación del sentido de la temporalidad, así como elabora una llamada a la verdadera política que, en suma, vuelva a anudar todos los elementos desarticulados y desgajados (responsabilización de todos los agentes implicados en lo político, es decir, tanto de la clase política como de la ciudadanía, recuperación de la legitimidad de propuestas que son básicas para la sociedad, consecuencias de una concepción social que se centra exclusivamente en el rendimiento, problematización de categorías como la de ejemplaridad…) y, de esta forma, volver a sentir que la historia nos pertenece de nuevo.
Ahora bien, hay que tener bastante cuidado en cómo encadenemos las cosas. No hay que caer en abstracciones delirantes ni egoísmos más o menos velados. Hay que recuperar el tiempo, reo hoy en día de lo inanimado, y volver a sentirlo como nuestro. Eso es evidente. Pero esta premisa tiene toda una serie de consecuencias. Una de ellas es dejar de relacionarnos con la tradición a la manera benjaminiana. Es decir, debe problematizarse el célebre (y tan usado) argumento de la historia de vencedores y vencidos. Hay represión histórica. Mejor aún, forclusión, expresado en términos psicoanalíticos, de determinados hechos. Es incuestionable. Sin embargo, hablar de vencedores y vencidos, en este caso, significa dar un salto ontológico de enorme envergadura, así como implica toda un reguero de consecuencias a tener en consideración. La principal es que la víctima, como tal, lo es en tanto que parte integrante de un relato. De esta manera, es una lucha por el discurso lo esencial ya que la narrativa de los acontecimientos es lo que legitima las posiciones binaras de Vencedor/Vencido. Dicho en términos de Cruz,
Probablemente este (d)efecto sea el resultado de haber convertido la victoria y la derrota en valores últimos, que determinan casi hasta el límite de la ontología la condición de cada cual, cuando en realidad solo pueden ser consideradas como valores adjetivos o mediatos, cuya cualidad (su posibilidad o su negatividad, por decirlo de manera simplista) deriva del objetivo o fin a cuyo servicio se aplicaran los vencedores o los vencidos.
Todo ello da lugar a un tratamiento de la cuestión que, en último término, resulta problemático al desresponsabilizar al sujeto de sus actos, además de otorgarle toda una serie de beneficios que finalmente provocarán un vínculo fantasioso con el pasado y, por ello, carente de contacto con lo real de lo acontecido (por no hablar de la generación de unas víctimas de primera categoría, otros de segunda, entre otras muchas consecuencias…). Cruz, en este punto, se adentra en la noción de trauma elaborada por LaCapra (y prefigurada por Freud) para tipificar esas consecuencias de la victimización. El trauma desborda las herramientas conceptuales pero puede dar lugar a discursos perversos. Sea como fuere, necesitamos otra forma de relacionarnos con el pasado que vaya más allá de maniqueísmos así como de clichés preestablecidos. Se requieren otras categorías, conceptos radicalmente nuevos, no tanto por su originalidad semántica como por su capacidad de palpar los eventos que hacen tambalear constantemente la potencia epistemológica (y ética) del concepto. Hay que dejar de lado los conceptos-zombi, cuyo auténtico cometido es empantanar el camino que nos conduce a la comprensión de lo acaecido, y acunar nuevas estrategias conceptuales que nos permitan acariciar esos fenómenos límites, que desafían cualquier hermenéutica, siempre a sabiendas de que jamás se podrá aglutinar toda la carga de sentido que implican.
Si necesitamos nuevos vínculos con el pasado, con el futuro sucede exactamente lo mismo. La ausencia de responsabilidad en nuestros actos, o dicho en otros términos, concebir nuestra existencia como el efecto de fuerzas y vectores que desconocemos por completo, pero que guían implacablemente nuestras acciones como si fuesen un destino ineluctable, genera, en primer lugar, un distanciamiento de lo real, y, en segundo término, una amputación de la capacidad utópica del individuo, ingrediente necesario para introducir lo diferente en la historia. El diagnóstico es, como poco, inquietante. Nos alejamos de las condiciones de posibilidad de la realidad pero, en lugar de recluirnos en nuestra dimensión imaginaria, y forjar desde ella nuevos trazos de lo real, se produce un aplastamiento de esa dimensión hasta dejarla completamente inocua.
Por todo ello, Cruz resalta la necesidad de responsabilizarnos de nuevo de nuestras acciones del pasado y de volver a pensar la contingencia, como un elemento central en nuestra temporalidad. Es decir, de lo que se trata es de volver a inocular esa negatividad en la historia, ese elemento que se nos escabulle de nuestras redes, o que nos desborda por completo, y que, gracias a él, se rompa esa membrana impermeable que parece ser nuestro futuro. El porvenir, más que cul de sac de la incertidumbre o de posibilidades infinitas debe ser visto como el espacio de diferencia, como agujero que posibilite introducir un curso de acción distinto al que está preestablecido por el discurso (capitalista) dominante. Para facilitar todo el proceso, la política debe dejar de ser el espacio espectacular (política narcisista, sin incidencia en lo real, ejecutada por una casta que se mueve por sus intereses privados y una ciudadanía vacía de responsabilidades) y especular (identificación mutua en la desresponsabilización) que estructura impunemente nuestro terreno político. La política, en definitiva, debe ser aquello que siempre ha sido: espacio de actuación en el que exigir legitimidad en las acciones, propuestas e intervenciones, pero también la responsabilidad de todos sus participantes.