Tiempo y existencia en “Historia de una escalera”, de Buero Vallejo

Tras el arrollador éxito que cosechó la primera representación teatral de Historia de una escalera el 14 de octubre de 1949 en Madrid, su autor, Antonio Buero Vallejo, se refería de este modo a su creación: «Es una obra inaguantable, […] se ha convertido en un tópico, en un lugar común de la enseñanza, y no solamente de la historia del teatro español. Y en ese sentido […] yo abomino de Historia de una escalera».

A pesar de tan severo juicio, encontramos en esta obra un fiel y descarado retrato de la sociedad actual, la cual, inmersa en una crisis no sólo económica sino también y sobre todo social, se ve constreñida a vivir supeditada al capricho de los vaivenes de un sistema económico impersonal y violentamente neoliberal al que, en este caso y como veremos, podemos identificar con la escalera de la historia a la que Buero Vallejo se refiere en su acaso más célebre obra, y que funciona como eje vertebrador (tanto estructural/físico como cronológico) del desarrollo de la misma.

Fernando.- No es eso, Urbano. ¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años…, sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos… ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los padres, que no nos entienden; de vecinos que murmaran de nosotros y de quienes murmuramos… Buscando mil recursos y soportando humillaciones para poder pagar la casa, la luz… y las patatas. (Pausa) Y mañana, o dentro de diez años que pueden pasar como un día, como han pasado estos últimos… ¡sería terrible seguir así! Subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio; haciendo trampas en el contador, aborreciendo el trabajo…, perdiendo día tras día… (Pausa). Por eso es preciso cortar por lo sano (Buero Vallejo, Historia de una escalera, Acto Primero).

Al margen de interpretaciones de corte sociológico, también interesantes, podemos observar la escalera –por la que los personajes de la historia suben y bajan incansablemente– como la encarnación de una vida que les tiene atados a la rueda de la necesidad, a los estadios más básicos y perentorios de la existencia (comida, vestido, empleo, etc.).

portada

En España se publicaban, casi en paralelo, La familia de Pascual Duarte (Cela), Nada (Laforet) e Hijos de la ira (Dámaso Alonso). También en Europa comenzaban a escucharse las primeras voces de índole genuinamente existencialista, ya fuera en la literatura o en la filosofía, que clamaban por fijar la atención en los grupos menos favorecidos de la sociedad.

Virtudes Serrano habla del «profundo conflicto individual de marcado sesgo existencial» como «constituyente básico de unas personalidades que chocan contra un muro de soledad, de aislamiento, incomprensión y desarraigo, propiciados por una sociedad que tiene su reflejo en el microcosmos interior de la escalera vecinal» (edición de Austral de Historia de una escalera).

Pero el individuo solo no existe: existe rodeado por una sociedad, inmerso en una sociedad, sufriendo en una sociedad, luchando o escondiéndose en una sociedad. No ya sus actitudes voluntarias y vigilantes son la consecuencia de ese comercio perpetuo con el mundo que lo rodea: hasta sus sueños y pesadillas están producidos por ese comercio. Los sentimientos de ese caballero, por egoísta y misántropo que sea, ¿qué pueden ser, de dónde pueden surgir sino de su situación en ese mundo en que vive? (Ernesto Sábato, El escritor y sus fantasmas, «Novela psicológica y novela social»).

Rueda ixión

Las grandes tragedias no tienen por qué tratar sobre los conflictos de egregios y modélicos personajes, como ocurría en las obras de los clásicos. Es necesario descender a los problemas del individuo común: es allí, en los entresijos de los pequeños vecindarios de los barrios más modestos, como en los cuentos de Chéjov, donde se forja la tragedia moderna.

La escalera, auténtico representante encarnado de las obligaciones más inaplazables, supone para los personajes de la obra un angustioso recordatorio de que han de vivir al día, sin preocuparse sobre un futuro siempre incierto y que amenaza con truncar toda esperanza presente (sobre el futuro). Unas esperanzas que, sin embargo, también mantienen anclados a los individuos a la dura realidad: soñar sólo está permitido con el permiso de la vida –que pide cubrir los cuentas del poco jugoso negocio de haber nacido–.

En Historia de una escalera también se hace patente la inquietud sobre el problema del tiempo. Mientras la vida de los personajes avanza linealmente (configurada como una línea recta que comienza y acaba), por su parte, la escalera parece dotada de un tiempo eterno que nunca cesa y que, por ello, adopta la forma de un círculo. En tanto que los vecinos de los que habla Buero Vallejo nacen y viven agustiados para finalmente morir, la escalera no teme el paso del tiempo: de igual manera que en la actualidad las clases bajas y medias luchan por sobrevivir en un espinoso contexto, los Estados no dudan en ofrecer recursos económicos a las estructuras que precisamente facilitan ese duro destino (las entidades bancarias), en lugar de ofrecer más garantías sociales que aboguen por un estado de las cosas más justo y equitativo. En este sentido, Buero Vallejo explicaba en «Palabra final» que Historia de una escalera «es una tragedia, porque la vida entera y verdadera es siempre, a mi juicio, trágica«.

tiempo circular escalera

Recordamos, entonces, las palabras de Arthur Schopenhauer en el segundo volumen de Parerga y Paralipómena (Capítulo 11, § 144): «Nuestra existencia no tiene ninguna base y suelo en el que apoyarse más que el presente que se desvanece. De ahí que tenga por forma esencial el constante movimiento, sin ninguna posibilidad del descanso que anhelamos. Es como la marcha de alguien que se precipita cuesta abajo, que se caería si quisiera parar y sólo puede mantenerse de pie si sigue corriendo […]. Así pues, la inquietud es el prototipo de la existencia», lo que convierte al mundo en un variopinto teatro de marionetas cuyos resortes son la necesidad y la carencia, una escasez a la que nunca se pone fin.

Tal es la razón de que numerosos autores antiguos representaran a los dioses en un eterno reposo en el que no cabe encontrar espacio ni tiempo y donde no existe el cambio ni, por tanto, la decrepitud. Como Platón mencionó en Timeo (27d), lo que «permanece siempre igual […] no nace ni perece». Al contrario, la tragedia vital de los personajes de Historia de una escalera se caracteriza precisamente por su incesante movimiento, que sin embargo siempre gira alrededor de un elemento fijo que, como decíamos antes, no deja de evocarles el contraste entre su existencia efímera y lo incomovible de la estructura para y por la que viven. Presenciamos el espectáculo de la vida y asistimos a sus constantes derrotas, aunque no por ello hemos de caer en una vacía y poco útil actitud de inmovilidad o estancamiento.

¿De dónde procede ese temeroso precavimiento ante las buenas gotas amargas que fortalecen nuestro apetito vital? […] Al amargo de la vida no se le vence con la explosión mecánica de la risa o el artudimiento de las distracciones, sino con su contemplación valerosa. […] Yo no creo que la falta de soluciones en la comedia implique que éstas no existan; y creo, por el contrario, que en una obra de tendencia trágica es precisamente su amargura entera y sin aparente salida la que puede y debe provocar, más allá de lo que la letra exprese o se abstenga de decir, la purificación catártica del espectador (Buero Vallejo, «Lo trágico», Informaciones).

Buero Vallejo plantea un problema que trasciende el ámbito de la escena. El teatro no ha de adormecer, sino despertar las conciencias. El autor dota a la escalera de una fuerza vital singular; asistimos así a la senilidad (anímica y física) y al desgaste de las existencias humanas que a su alrededor se configuran: somos testigos de la imposibilidad de que tales individuos puedan modificar o mínimamente moldear su destino. «Han pasado diez años que no se notan en nada», asegura uno de los personajes. Un tiempo que es puesto no sólo como límite de sus acciones, sino como dimensión existencial básica de lo que acontece.

Se escribe porque se espera, pese a toda duda. Pese a toda duda, creo y espero en el hombre, como espero y creo en otras cosas: en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad. Y por eso escribo de las pobres y grandes cosas del hombre; hombre yo también de un tiempo oscuro, sujeto a las más graves, pero esperanzadas interrogantes (Buero Vallejo, «El teatro de Buero Vallejo visto por Buero Vallejo»).

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