De entre la estirpe de pensadores que han desafiado la realidad, o al menos lo que se supone que sea tal cosa, George Berkeley figura sin duda entre los más destacados representantes de una empresa tan estrambótica como atrayente. Sentado en una silla, frente a un escritorio, debo suponer que ni la silla ni el escritorio, ni el espacio blanco que va siendo manchado por ciertos signos, existen objetivamente. Negar la materia, negar la exterioridad, es el resultado que ofrece el desafiante propósito del obispo irlandés.
Que la filosofía sea paradójica se revela con amplia naturalidad en la argumentación de quien se sintió obligado a resistir la opinión común que asumía sin más la subsistencia material independiente de la mente. Este inmaterialismo, cuyo origen revela un fuerte sentido religioso, tiene en sus implicaciones las mayores exigencias a las que apunta todo derrotero filosófico. Por supuesto se trata de un escándalo para el materialismo más vulgar, una convicción que da pábulo a las declaraciones de quienes ven en la filosofía un ejercicio teórico intrascendente lleno de especulaciones vanas. No hay que olvidar que el propio Borges encuentra en las declaraciones de Berkeley un muy buen ejemplo de cómo la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Una muy denodada muestra de las expresiones poéticas y creativas que la filosofía brinda y desde las cuales se torna al mismo tiempo fuente de problematización y desafío.
Las líneas generales expuestas precozmente por el filósofo –a los 25 años había publicado ya su Tratado sobre los principios del conocimiento humano– guardan un sentido en el que prevalecen los atributos de un pensamiento que tiene en el idealismo una característica que desborda este estereotipo filosófico. En efecto, para rescatarlo de la trivialidad en la que suele enmarcarse, hay que destacar los interrogantes que de él se desprenden.
En primer lugar, la paradoja a la que se aludía hace un momento no es la única. El hecho de que quien promulga la consigna de negar la materia sea un empirista realza el equívoco, mejor aún, la extrañeza de una tal declaratoria. Que no haya una realidad sustantiva demanda una contradicción evidente. Un empirismo que niega la exterioridad, la fuente misma de la percepción, no parece convenir con la acostumbrada concepción que de él se tiene. Tenemos entonces sólo ideas. No es el sabor del fruto, no es la delicadeza de la superficie sino las percepciones de las mismas. Ser es ser percibido. De este extremismo se nutre cualquier estímulo que dé sustento a las concepciones contemporáneas en las que la realidad se ha convertido en una experiencia potencialmente multívoca, pero principalmente, inmersa en la interioridad, como construcción mental. Por supuesto, si todo es una idea, y como tal ha de estar en una mente, un paso al solipsismo puede ser inminente.
La historia de las ideas puede permitirnos la siguiente digresión. En el libro X de Las Confesiones, Agustín de Hipona realiza un detallada descripción fenomenológica de la memoria. Resalta en primera instancia cómo muchos admiran la exterioridad, olvidándose de sí mismos, destaca cómo pueda el hombre sorprenderse de las maravillas de la naturaleza, olvidando justamente que todo lo que admira, a raíz de las percepciones sensitivas, se encuentra en su alma. Lo que vemos, lo que palpamos, todo lo que percibimos está en nuestra interioridad. No prefigura Agustín a Berkeley. A pesar del énfasis que da al papel de la intimidad, no llega a negar la materia, pero sí ilustra la vía desde la cual comienza toda adhesión a aquella orilla. Si pienso en el árbol que veo en este momento, radicalizando la postura agustiniana tal como lo hace Berkeley, me daré cuenta de que más allá de cualquier aceptación del mundo externo, lo único que puedo afirmar es que lo percibo, tengo una idea del mismo.
Al negar el mundo externo, Berkeley fue visto inicialmente como un escéptico. Penosa reputación para quien, por el contrario, quería fundamentar ciertas verdades de índole cristiana. Un muy buen ejemplo de cómo las intenciones con las cuales se construye una obra no necesariamente llegan a cumplir su objetivo. Pero por esto mismo llama la atención hoy un pensador que abre la vía hacia otras apreciaciones, más interesantes que la mera identificación de las paradojas a las que inducen sus argumentos. En efecto, no es necesario considerar con tanta atención la negación de la materia. Más sugestivo es el énfasis que se concentra en el carácter mental de la realidad. Hacia esta consideración pueden establecerse mayores atractivos en la especulación de Berkeley. Tal es la impronta a seguir, no la única claro, desde la cual este pensamiento se convierte en un desafío; de cualquier forma, no podremos estar nunca tan seguros de la realidad externa que nos envuelve. Así, sólo el carácter mental de la realidad nos proporciona un sentido desde el cual se asienta la comprensión de nuestra existencia.
De su inmaterialismo, y principalmente de su proyección antisubstancialista, deriva una filosofía estrictamente crítica. A pesar de la resistencia del autor a involucrar la destrucción de la sustancia en el terreno del espiritualismo, y como tal, reafirme su creencia en la sustancialidad del alma, es claro que sus argumentos involucran una perspectiva corrosiva que muy pronto haría metástasis en el empirismo subsiguiente. De Berkeley a David Hume hay sólo un paso, desde los «delirios» del primero ante la sustancialidad de la materia, se convoca la perversión de toda subjetividad. Muy pronto, ésta se convertiría en haz de percepciones en Hume, sin ningún fundamento en un sujeto espiritual.
Del empirista irlandés nos quedan más que paradojas, más que anécdotas o delirios de la metafísica, nos queda ante todo la problematicidad, la insuficiencia de cualquier certeza, la duda también, el sendero que se recorre en pos de una finalidad que se posterga ante la incierta capacidad de la razón, que en muchos casos, como en este, es más interesante cuando sueña.
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